Por Alexander Laluz. *
Imaginemos, para empezar, dos puntos extremos. Uno, representado con el tenor italiano Tito Schipa. Otro, con Los Beatles. La aplicación esquemática de la geometría –y sin prestar demasiada atención a las representaciones– permitiría reconocer fácilmente un segmento de recta. Los problemas, sin embargo, comienzan cuando les asignamos un valor, un sentido, a los nombres que identifican los puntos. Así, el segmento comienza a perderse en una intrincada red formada por otros puntos, otras líneas, otras representaciones. Una suerte de caos que oculta las conexiones lineales.
Una vía para despejar ese caos es buscar otro punto, un nombre, una historia vital, que recorte los sentidos anudados a una red cuya extensión es imposible de especificar.
Y ese nombre, para este caso particular, es Hugo Fattoruso: músico polifacético, inquieto explorador de lenguajes, pianista virtuoso, que ha sido protagonista clave de varios procesos que han urdido la historia de la
música popular uruguaya, desde los años sesenta del siglo pasado hasta el presente.
Lo que sigue es apenas una porción de una extensa entrevista en la que Fattoruso hilvanó memorias afectivas y musicales a través de relatos fragmentados, a partir de un tópico disparador: los discos y los músicos que
considera como sus principales referencias. Y estos relatos comenzaron con su infancia, en la casa familiar, en el barrio La Comercial, casi en el límite con Cordón Norte.
Uno imagina que la música estaba muy presente en su infancia…
Sí, mis padres, Josefina y Antonio, eran amantes de la música, de diferentes estilos de música. Y en casa había un montón de victrolas y radios, en las que se escuchaba de todo. Bueno, ellos escuchaban de todo, y nosotros, Osvaldo [notable baterista, hermano menor de Hugo] y yo, estábamos por ahí, y, por suerte, todo eso se nos metió en el corazón, en el alma
¿Ellos tenían cierta afinidad en las preferencias musicales?
A mi madre –obrera tejedora, sombrerera, que, desde chica, quería estudiar canto lírico– le fascinaba la ópera, la zarzuela, la opereta, además de las canzonetas napolitanas, la música folclórica rioplatense, el tango. Por
ella en casa se escuchaba a Enrico Caruso, Tito Schipa, Beniamino Gigli… toda esa escena lírica, y, claro, los clásicos de Dvorak, Stravinsky, Beethoven, Chopin. Esos discos me hipnotizaban, y en casa se escuchaban como
años después nosotros escuchábamos a Elvis Presley, a Los Beatles.
¿Cuáles eran los gustos de Antonio?
Él se orientaba más hacia el jazz. En su colección tenía discos de Louis Armstrong, Duke Ellington, y hasta de bandas que tocaban marchas militares. Mi padre trabajó en muchas cosas, pero había estudiado desde muy joven cómo arreglar radios, porque en ese entonces era la tecnología que se estaba imponiendo. Después consiguió un trabajo donde estaba mi abuelo, que era carpintero de la RCA Víctor, adonde llegaban las máquinas de las victrolas, que usaban discos de 78 revoluciones. Él se encargaba de hacerle los muebles. La mayoría de los discos los traían de ahí, de la RCA Víctor. Pero había de otros sellos, de Decca, por ejemplo, que yo no sé quién lo distribuía en esa época; estaban los discos de Sondor, que era la compañía uruguaya, la primera, y la única en aquella época. También había discos de lo que hoy se conoce como world music, pero no sé cómo los
conseguía.
Unas rarezas para la época.
Sí, unas rarezas. Fijate que tenía discos con música de Tahití, de México, de Perú, de Brasil; me acuerdo que había un 78 con música de Bali. ¿Cómo llegó eso a Montevideo, quién lo trajo? No sé. Bueno, cuando no tocaban los discos en la victrola, ellos ponían la radio, la radio oficial, y se escuchaba mucha música clásica.
Cuando su padre trabajaba en RCA Víctor, también llegaron a tener una disquería.
No sé cómo tuvieron esa idea. Quizás porque estabanen el negocio de arreglar victrolas… Igual, mi padre seguía cumpliendo con su horario de empleado en la RCA Víctor, y acá, con mi madre y mi hermano llevábamos “el negocio”, como le llamábamos. Lo abrimos en esta misma casa, cuando tenía los balcones. La gente entraba por el zaguán y pasaba al cuarto que está a la derecha, y allí estaba el negocio. En ese entonces mi padre también alquilaba equipos para fiestas de cumpleaños. Él mismo iba con los equipos y unos cuantos discos de pasodobles, tangos, foxtrot, y animaba las fiestas. A veces hasta yo hice ese trabajo.
¿Cuál fue la experiencia concreta que lo motivó a iniciar la práctica musical?
Mirá, a la vuelta de mi casa vivía un muchacho al que le decían Juan Tormenta, que tocaba el acordeón y tenía una orquesta. Yo era muy chiquito y, mientras jugaba en la vereda con un aro, me paré en la ventana del lugar donde ensayaba Juan Tormenta. Qué te puedo decir: me quedé hipnotizado. No me acuerdo bien qué tocaba…creo que era una música brasilera… el sonido me fascinó.
Ya tenía una mínima experiencia con el piano que había en casa; con mi padre tocábamos de oído algunas melodías, usando sólo un dedo cada uno. Pero escuchar ese acordeón fue como una revelación. Entonces le dije
a mi padre que quería tocar ese instrumento. Él me compró uno y me mandó a estudiar con una profesora que vivía cerca de casa, en Galicia y Defensa, que se llamaba Polola… no me acuerdo de su nombre, pero todos
le decíamos Polola. Después de cierto tiempo, y viendo que yo tenía facilidad para tocar y memorizar música, ella sugirió que lo mejor era que estudiara piano, que es un instrumento más completo. Y así fue que comencé a estudiar con una profesora que se llamaba Iris Segundo, y que también vivía cerca, por la calle Justicia. Al mismo tiempo, mi hermano estudiaba inglés con ella. Fueron seis años de estudio de piano, que me dieron una buena base.
¿A qué edad comenzó estos estudios?
Tenía nueve años. Después, a los catorce o quince años, dejé de estudiar… un desastre. Ahora, de grande, volví al estudio más riguroso de la técnica.
¿De qué forma estudia ahora?
Bueno, este estudio va por dos o tres caminos. Uno, tocando composiciones de otra gente, algunas partituras de música clásica, pero suave, sin mucha exigencia. El problema es que yo deletreo la música: la mente lo va
aprendiendo y, después de mucho ejercicio, el ojo y las manos se agilizan. Cuando era jovencito leía las partituras; era como leer el diario. Ahora no puedo, perdí esa habilidad. Para las manos, lo que yo llamo la parte técnica,
sigo estudiando con los mismos dos libros que utiliza un estudiante en los primeros niveles: el de Charles-Louis Hanon, un clásico, que se llama El pianista virtuoso, y el de Johann Pischna. Los ejercicios de estos libros son
fantásticos para mis manos, porque me permiten mantenerme en estado, sobre todo para tocar algunas músicas instrumentales que son muy exigentes. Pero los hago con algunas variantes, especialmente por lo que
me enseñó el maestro brasileño Moacir Santos, que es un notable pianista, arreglador.
¿Dónde conoció a Moacir Santos?
Fue en Los Ángeles, California. Allí vivía, o sobrevivía, con mi familia; recién había nacido Francisco; Alex, el Ciruela, mi hijo mayor, también vivía con nosotros, y yo no tenía laburo, ni un mango para la comida. Un día golpean la puerta, abro y me topo con Moacir Santos: me quedé
helado. Entonces le dije: ‘‘¿Maestro, qué hace acá?’’. Y él me contestó directamente: que me había escuchado, que sabía con quiénes había tocado, y que se había dado cuenta de que tenía que estudiar: “Te escuché”, me dijo, “y yo te voy a dar clases, y no te voy a cobrar”. ‘‘Pero, maestro –le
dije, sin disimular la sorpresa–, el problema es que no tengo piano, no tengo plata, pero le voy a contar esto: el otro día pasé por un garage sale donde vendían un piano por 150dólares, y lo compré pese a que no tenía plata para traerlo a casa’’. Su respuesta fue una muestra de generosidad infinita: “Bueno, yo te doy la plata, te alquilás el camión, y traés el piano para acá”. Nunca me voy a olvidar de esto.
¿Qué recuerda de esas clases?
Muchas cosas. Una de ellas, que la sigo aplicando, tenía que ver con algunos cambios en los ejercicios de Hanon y Pischna. Como todo lo que plantea Hanon está en una tonalidad, do mayor, y la mano derecha va en
unísonos con la izquierda, él me propuso hacer estos ejercicios en intervalos de décima: la mano izquierda a partir de la nota do, y la mano derecha a partir de mí, y en progresión cromática. Así tenés que estudiar como loco. Y ahora sigo haciendo ese mismo trabajo con los veinte ejercicios de Hanon. Y con el de Pischna, va todo cromático y en espejo: lo que hace primero la mano derecha después se invierte y lo hace la mano izquierda.
¿Cómo fue el proceso de adaptación de esta técnica académica a la interpretación de otras músicas?
Lo básico de la técnica en realidad sirve para todo. Después viene el ajuste a los estilos particulares, para lo que es importante conocer bien, desde adentro, ese otro lenguaje. Así es que te podés soltar. Con el jazz, por ejemplo, fue así. Primero, mi padre nos llevó, cuando mi hermano y yo éramos muy jóvenes, al Círculo Jazzístico; él quería que nos vinculáramos con músicos con experiencia, ya mayores, para que nos dieran consejos. Después de esa experiencia, pasé por la Peña del Jazz, para ver qué tocaban ahí. La Peña estaba en una casa de altos, espectacular, en Rondeau
y Mercedes. Y allí, hablando con otros músicos, como Federico García [Vigil], me conecté con otras formas de hacer jazz, y descubrí lo que hacían en el Hot Club, que estaba en la calle Guayabos y Jackson. Ahí conocí a Paco
Mañosa; en ese encuentro él me preguntó qué música tocaba, y yo le mostré algunas cosas. Y enseguida volvió a preguntarme: “¿Vos sacás de oído?”, a lo que le respondí: “Bueno, sí… no sé, depende”; entonces me dio un disco de
Horace Silver y me dijo que sacara uno de los temas. Eso me abrió millones de puertas; fue el descubrimiento de una infinidad de movimientos armónicos que no conocía. A eso hay que sumarle todos los encuentros que teníamos en ese local. Fijate que nos juntábamos los lunes, miércoles y
viernes, y a veces también los domingos de tarde. Era meta y meta. Así te armás flor de repertorio. Además, lo que tocábamos seguía estructuras formales más o menos similares: se tocaba el material o tema principal y después cada instrumentista improvisaba un solo.
¿Fue en esas sesiones del Hot Club que incursionó en la ejecución del contrabajo?
Sí, fue en esas horas vagas, como le decíamos. Me llamaba mucho la atención la función de ese instrumento, algo que podía seguir bastante bien. Ahí fue que Federico García me explicó: “¿Ves?, esto va en cuartas, esto en
quintas, y se afina así…”. Así me hice contrabajista, pero amateur, claro. Después grabé con ese instrumento, toqué mucho en vivo, con los Hot Blowers; años más tarde me compré un bajo eléctrico.
¿Qué músicos y qué discos de jazz lo marcaron más en su juventud?
Dos de los recuerdos musicales más fuertes de esa época, de cuando era chico, fueron Louis Armstrong y Duke Ellington. Cuando esas músicas llegaron a casa me pegaron muy fuerte. A Louis Armstrong lo había
escuchado mucho en discos de 78, con todo aquel ruido que hacían, y después en un vinilo que firmaba con sus All Stars, que a mi padre le encantaba. De Ellington había un disco que tenía el famoso ‘Caravana’, con unos arreglos espectaculares, pero esto era otra cosa.
Dos lenguajes muy diferentes…
Armstrong era una cosa más simple. De tanto escucharlo me sabía los temas de memoria y podía seguir sin problema sus armonías; podría haber tocado en aquella banda porque me había aprendido todos los detalles de los arreglos. Pero cuando escuchabas a Duke Ellington te dabas cuenta de que era otra cosa; era algo que no comprendía totalmente, no podía seguir sus
secuencias armónicas, en ese entonces no tenía ni idea de los acordes que estaba haciendo. Era como la música contemporánea clásica de hoy.
A fines de 1957, Satchmo tocó con su orquesta en Montevideo…
Sí, y estuve en varias de las funciones que dio en el Cine Plaza… Mirá, aquella silla que está ahí era de los camarines que él usó. La historia es preciosa. Cuarenta años después de aquellos conciertos, fuimos a tocar con
Jaime Roos a esa sala y me encontré con uno de los propietarios y le digo: “Esa silla es de los camarines, ¿no?… y tal vez algún músico de Armstrong o él mismo se sentó en ella… amén de que por ahí también pasaron
Nat King Cole, Sammy Davis Jr…, imaginate, ellos quizás usaron esa misma silla. ¿No me la vendés?”. Y el tipo me la regaló, y aquí está, en mi casa.
¿Cómo fueron esos conciertos?
Una cosa espectacular. Para todos fue algo mágico. Él era muy simpático, bien canchero, como los músicos que lo acompañaban. Tocaron todo aquel disco y otros temas, como ‘Rag de la calle 12’, ‘Saint Louis Blues’.
Mucho después, Art Tatum se convirtió en otro de sus referentes del jazz.
Un superdotado. Parecía que tocaba con cuatro manos… no podía ser lo que tocaba ese hombre, tanto con la mano izquierda como con la derecha. Al tener ese problema en la vista –quedó ciego de un ojo y con la visión muy limitada del otro–, tal vez le dedicaba más tiempo al estudio del
instrumento. Había un disco, no me acuerdo cómo se llamaba, que incluía tomas descartadas de otros discos; ahí escuchabas un tema en la toma uno, la dos, la tres, y te preguntabas cómo hacía para hacer cosas tan distintas con un mismo material. No sé cuáles serían las mejores palabras para describirlo; podría decir que era su capacidad creativa, la forma de explotar al máximo su dominio instrumental. Un músico fuera de serie.
¿Cuál fue el primer disco que tuvo?
El primer disco propio fue uno de Ray Charles, que me trajo de regalo una amiga que había venido de París.
Era un disco grabado en vivo, una cosa impresionante. Eso fue… a ver, yo tengo setenta, nací en 1943… No sé, seguramente fue a comienzos de la década del sesenta, cuando tenía unos 17 años, más o menos. Pero creo que
antes de escuchar a Ray Charles, había llegado al Cine Plaza una de las películas que hacía la industria para promocionar lo que estaba pasando con el rock and roll de aquella época.
Esa película se llamaba Rock around the clock (rock alrededor del reloj), y una de las estrellas principales era Bill Halley y sus Cometas. Poco tiempo después, cuando estrenaron otra similar en el Cine Radio City, que estaba en la calle Ibicuy, fuimos toda una barra y el impacto fue enorme, por la música y porque la película ya era en colores. Después de esas experiencias me llegó ese disco de Ray Charles.
¿Qué impresión le dejó la música de Charles, y particularmente ese disco?
Bueno, no estoy seguro si todo el disco fue grabado en vivo… creo que tenía algunas grabaciones de estudio. Aquello era como un terciopelo musical. Me acuerdo que tenía una versión de un tema muy famoso, ‘What’d I say’…
un blues. Aparte de tener el alma y la lágrima negra, musicalmente era otra cosa. Nosotros veníamos de escuchar a Bill Halley, que era mucho más simple. Cuando Ray Charles tocaba una balada o un simple blues, le ponía
otra cosa, tenía otra impronta.
¿Cómo llegó el tango a su historia personal y musical?
Fue a través de mi tío, que vivió un tiempo acá, en mi casa. Él era muy gardeliano, así que aquí escuchábamos mucho al Mago. Me enamoré entonces de sus melodías, de cómo fraseaba, de cómo tocaban sus guitarristas.
Después crecí y me enamoré más de esa música. También me fascina mucho el entorno histórico de Gardel, su época, los personajes, el lunfardo.
Entre sus referentes tangueros también están Aníbal Troilo, Roberto Grela, Astor Piazzolla.
Cada uno en su estilo eran cosas pavorosas, tremendas. Me acuerdo de que con mi padre, cuando [Osvaldo y yo] éramos chicos, íbamos a la feria a vender discos. Nos levantábamos a las cinco de la mañana y salíamos con un carrito, que tenía una rueda loca y dos ruedas de carro, con discos de 78. En la feria escuchaba mucho a Troilo, a Grela, y de ellos teníamos dos discos, o sea cuatro canciones: los gastábamos. Además escuchábamos mucho a Carlos di Sarli, después a Horacio Salgán. Y cuando llegó Piazzolla se abrió una avenida hacia los planetas. De él me fascinó el trabajo con la melodía, lo que hacía con las armonías, la fuerza, la cadencia, el virtuosismo, y por supuesto, la apertura: él salió del tango convencional y
descubrió una ventana infinita.
En esta revisión de memorias musicales hay otro punto clave: las músicas de Brasil.
Los primero que me impactó de la música brasileña fue Luiz Gonzaga, el rey del baião, y Dorival Caymmi, que los escuchaba en un disco de 78. También estaban Dalva de Oliveira, Tito Madi, Dolores Duran. Esa música me provocó otra fascinación. Con el Trío Fattoruso, que teníamos con mi padre y con Osvaldo, íbamos a tocar una vez por semana al Palacio de Cristal, que estaba en 8 de Octubre, y ahí venían muchos músicos a tocar. Estos músicos a veces me invitaban a tocar con ellos, y ahí le agarré más gusto todavía a esa propuesta musical. Un par de noches, no me olvido más, vino a cantar Dalva de Oliveira, que era un número muy prestigioso entonces.
Los otros brasileños venían, tocaban un par de noches, y se quedaban en una pensión; entre ellos había un personaje, Vadico, si no recuerdo mal, que tocaba una guitarra muy rara –no era una viola caipira porque tenía
cuerdas simples, creo que tenía cinco cuerdas–, y era una cosa bárbara: hacía todo tipo de pirueta para tocar, y en uno de sus números sacaba un encendedor Zipo y lo pasaba por las cuerdas para hacer una imitación de la
expresión y el sonido característico de un relator de fútbol brasileño… era increíble, el sonido era igualito; la gente deliraba, gritaba.
¿Cómo fue el descubrimiento de la bossa nova?
Fue otro impacto. Con un grupo de amigos fuimos al estreno de la película Orfeo negro, que fue en un cine que estaba en la calle Yi, cerca de 18 de Julio, pero no me acuerdo del nombre. Salí llorando. Era otra armonía,
otra expresión; la película en sí era una maravilla. Pero lo que más me pegó fue la música. Al poco tiempo salió el disco Chega de Saudade, de João Gilberto. Compré ese disco y me maté escuchándolo.
¿Qué aspectos le llamaron más la atención del lenguaje de João
Gilberto?
Que era una cosa nueva, fresca, muy atractiva para mi alma. Acá, en Uruguay, quien había captado muy bien ese espíritu era Manolo
Guardia. Él tocaba con un cuarteto en un club nocturno que se llamaba El
Club de París, que estaba por la calle San José, entre Florida y Andes. Allí
hacía temas de João Gilberto. Yo me sentaba al lado de Manolo y miraba atentamente para ver si podía aprender algo. Y no aprendí nada.
Entendí bien ese lenguaje cuando empecé a tocarlo. Manolo me contagió esa pasión por la bossa nova; él fue uno de mis maestros por ósmosis: nunca me dijo hacé esto, hacé aquello; aprendí de verlo y escucharlo, y de tocar composiciones suyas… eso era como tomar veinte clases en una. Las cosas de Manolo tenían ese poder.
En esa época –los años cincuenta, comienzos de losesenta– las orquestas que interpretaban géneros tropicales tenían una intensa agenda de actuaciones en la noche montevideana. ¿Le atrajo entonces algo de estos lenguajes?
Con lo tropical no me enrosqué mucho. Conocía a la Sonora Latina, me gustaba lo que hacía Pedro Ferreira.
En los bailes tocaba –en una época el piano y también el contrabajo– con los Hot Blowers, junto a Bachicha Lencina, Tito Caballero, Cacho de la Cruz, entre otros capos, y cuando íbamos al Platense alternábamos con las orquestas típicas, las sonoras, y ahí estaba Pedro Ferreira. Me gustaba mucho lo que él hacía, sobre todos sus composiciones, y me imagino que también haría versiones de músicas tropicales conocidas.
Ya en los años sesenta, el rock abrió otros campos
para la exploración musical.
Tremendo. El primer golpe al corazón lo dieron Los Beatles. La historia comenzó así: la hija del panadero me trajo de Londres un single de plástico, de 45 rpm, y me dijo: “Mirá, este grupo está haciendo furor en Inglaterra,
todo el mundo está como loco con esto”. Pero, te digo la verdad, a mí no me gustó, me parecía ruido.
¿Qué canciones tenía ese single?
Tenía ‘P.S. I love you’ y ‘Love me do’. Está claro que en ese momento tenía un ladrillo en cada oreja. Nada, eso duró apenas unos pocos días. Después llegó una película, que fue como un avance con cortos, que acá la titularon
Llegan los Beatles. La vimos en una sala que estaba en el edificio que hoy ocupa un banco, sobre 18 de Julio, entre Yi y Cuareim. Todos nos enamoramos de esta gente, del estilo, de la música. Entonces intentamos imitarlos. Llamé a Caio, a Pelín, a Osvaldo, mi hermano, y dijimos: vamos a hacer un grupo así… y así fue que formamos Los Shakers. Una locura. Era como ver un 747 y asumir que agarrando unas latas íbamos a hacer un avión como ese. Tal era la locura, el metejón, que llegamos a saber cuándo respiraban en cada una de las canciones. Les sacamos todos los piques.
Ese amor me sigue hasta hoy; esa música me sigue asombrando… eran unos capos.
¿Con esa misma pasión fueron procesando los cambios que en tan poco tiempo experimentaron Los Beatles?
Sin duda… lo consumíamos como el aire que respiramos. Con el disco Revólver, por ejemplo, fue un impacto tremendo… un disparate. En realidad cada disco era como un salto de siglos. Sin límites para los adjetivos.
Otro hito de esta década fue The Beach Boys, una banda que venía del otro lado del mapa, de California, Estados Unidos…
Claro, pero en un principio no me llamaron mucho la atención. La cosa cambió cuando sacaron el disco Pet Sounds, que creo que era de 1966. Ese trabajo fue muy especial por lo que marcó en el proceso creativo del grupo,
por el sonido que lograron; el capo de ese proyecto fue Brian Wilson. Ese disco lo escuché por primera vez en Buenos Aires, cuando estábamos tocando con Los Shakers. Lo vi en una disquería, lo compré para ver de
qué se trataba, y cuando lo escuché me caí de espaldas.
En varias oportunidades ha dicho que ya no compra discos de jazz, de jazz fusión, ni específicamente de pianistas…
Lo que pasa desde hace varios años es que aprovecho los viajes para buscar discos de músicas regionales, que es algo que me interesa mucho. Y por ejemplo, cuando estás en algún país europeo, es una oportunidad para encontrar músicas no europeas. Me gusta mucho la música árabe, la
de Egipto; también las escucho por Youtube… y a veces te encontrás con artistas que hacen músicas occidentalizadas que son espantosas, pero cuando hacen músicas tradicionales generan algo increíble. De Japón, otro ejemplo, me fascina el gagaku tradicional, que es como una música
de corte, elegante, notable.
¿Cuándo se produjo ese cambio y ese especial interés por las músicas regionales?
Soy muy hincha de la estética de muchos músicos de jazz, como John Coltrane, que es un haz de luz musical. También seguí los trabajos de Miles Davis y sus cambios de estilo. Y también escuchaba mucho a Hermeto Pascoal, que es tan brasilero como universal; pero lo escuché hasta que
salió el disco Cerebro magnético, allá por los años ochenta: en ese momento vivía en Nueva York y cuando descubrí ese disco me voló la cabeza y me dije: no compro más discos, porque si no voy a hacer un asado con mi tecladito y me voy a trabajar en otra cosa. Fue entonces que decidí no comprar más este tipo de discos y me concentré en lo que tengo claro
que puedo hacer. Es que escuchás a estos tipos y te ganan veinte a cero en cada partido, por lo tanto tengo que jugar en mi liga, en la que yo puedo jugar, no puedo competir con ellos. A raíz de todo esto es que me concentré en buscar músicas que me muevan por la raíz local que transmiten. No
puedo describir bien el efecto que tienen… las palabras son esquivas… Me provocan un efecto muy profundo tanto la música japonesa tradicional o una jota. Por eso me enrosco mucho con lo que hacemos con Rey Tambor: esa es música de un punto concreto del planeta. Cuando grabábamos con
Opa, la música que resultaba podía confundirse… y alguien, perfectamente, podría preguntarse ‘¿De dónde son estos tipos? Uno vive en Los Ángeles, otro es brasileño… Pero con Rey Tambor no hay dudas: es de Montevideo, es de Uruguay: un punto concreto del planeta.
*Esta nota fue escrita a partir de una extensa entrevista con Hugo
Fattoruso en 2014, que se realizó en el marco de las actividades del proyecto
de extensión universitaria ‘Las discotecas de los músicos’, de
Uniradio, la radio de la Universidad de la República, y la Escuela
Universitaria de Música, y que está coordinado por los docentes
Osvaldo Budón, Leonardo Croatto y Alexander Laluz. Nota publicada en la edición impresa de Revista Dossier 2014.