Por Nelson Díaz.
Inquieta, curiosa, de ojos y oídos atentos y, sobre todo, en tiempos en los cuales el yoísmo imperaba, tenía la paciencia de escuchar y el olfato periodístico para darse cuenta que estaba frente a una historia interesante. Así era María Esther Gilio. Desde sus crónicas, artículos y, especialmente, entrevistas, se convirtió en un faro, un referente de periodistas.
En contexto con su centenario (Montevideo, 1922), Estuario Editora acaba de publicar Bendita indiscreción. Crónicas y grandes reportajes. María Esther Gilio. La selección y el prólogo es de Carlos María Domínguez.
Ambos, habían escrito a cuatro manos Construcción de la noche, la biografía de Juan Carlos Onetti, publicada en 1993 por Editorial Planeta. Luego se conocería la biografía en dos volúmenes por separado: Construcción de la noche (Editorial Planeta, 2021) a cargo de Domínguez y con varias reediciones, donde recreaba la vida de Onetti, y Estás acá para creerme (Editorial Cal y Canto, 2009), de María Esther Gilio, donde reunía las entrevistas que le hizo a lo largo de su vida al autor de El astillero y que formaron parte de la primera versión de la biografía.
El centenario de su nacimiento, como era de esperar- se, vino acompañado de homenajes varios. María Esther Gilio fue pionera en una forma de asumir el periodismo de entonces y también de enfrentarse al machismo que campeaba en el periodismo. Sí, María Esther fue en todo sentido una revolucionaria. Bendita indiscreción. Crónicas y grandes reportajes, de María Esther Gilio, está estructurada en una serie de crónicas y reportajes, lo que demuestra que, además de una gran entrevistadora, fue una gran cronista. En el prólogo, Carlos María Domínguez traza un perfil de su carrera como periodista. María Esther, escribe el prologuista, se inició en el periodismo en 1965, cuando un amigo la incentivó a escribir sobre el pintor Alfredo de Simone, en el diario La Mañana. Luego “Carlos Quijano la convocó a Marcha con una intrigante propuesta. Le preguntaron si estaba dispuesta hacer un reportaje para el semanario, pero solo le darían el nombre del entrevistado, si aceptaba de antemano”, señala Domínguez. El entrevistado en cuestión era Gonzalo Fonseca, quien había regresado de Nueva York. María Esther, a sus 43 años, se iniciaba en el periodismo. Cuenta Carlos María Domínguez se recibió de abogada en 1957 y que defendió a presos políticos durante el gobierno de Jorge Pacheco Areco. Luego vendría su exilio que incluyó Argentina, Chile y París.
El recuerdo de un compañero
Dossier, para tener otra mirada del trabajo de María Esther Gilio, se entrevistó a su amigo y fotógrafo Óscar Bonilla, quien trabajara junto a ella en reportajes y crónicas.
¿Cómo fue tu primer encuentro con María Esther Gilio y cuál fue el primer trabajo que recordás que hicieron juntos?
Mi primer encuentro con María Esther Gilio fue en el semanario Brecha, cuando yo empecé a trabajar de forma efectiva, allá por 1995. María Esther ya trabajaba para Brecha, siendo uno de sus miembros fundadores de 1985. No recuerdo con exactitud cuál fue nuestro primer trabajo en conjunto, aunque probablemente haya sido una serie de notas en Valizas, donde trabajamos varios días. Lo cierto es que, con el correr de los años, desarrollamos una muy linda amistad, además del trabajo que hacíamos “en tándem” casi semanalmente.
¿Cómo era, vos que fuiste testigo privilegiado, lo que podemos llamar el “método Gilio”?
El hecho de trabajar en fotografía de prensa siempre nos da la posibilidad de ser un “testigo privilegiado”, y, sin embargo, debemos tener en claro también que dejamos de ser protagonistas…
María Esther era una excelente entrevistadora que, en primer lugar, se preparaba en profundidad respecto a la vida y a la trayectoria de la persona entrevistada. Eso, además de la facilidad con la que María Esther establecía el diálogo con el entrevistado, la llevaban a conseguir adentrarse espontáneamente en la vida de esa persona. El estar presente en sus entrevistas me daba la posibilidad, no solo de hacer fotos, sino también de escuchar tanto a ella como a la persona entrevistada, lo que implica que, muchas veces yo tenía registros de segmentos de la entrevista que a María Esther, en el momento de editarla, se le habían pasado por alto.
¿Era de comentarte, previo a la nota, algo sobre el entrevistado o por dónde pensaba que iba a ir la entrevista?
Por supuesto que sí, eso era algo que siempre estuvo presente en nuestra forma de trabajar juntos. Ella era consciente de que un fotógrafo de prensa es también un periodista que debe tener conocimiento de quien va a ser sujeto de una entrevista, cosa que está directamente vinculada a los perfiles fotográficos que logremos luego.
¿Qué recordás de tu experiencia laboral junto a ella?
Recuerdo que María Esther registraba la conversación en un grabador a casete, y sucedía que a menudo, o por- que no hubiera cargado las pilas o sencillamente porque se olvidaba de encenderlo, la conversación no se grababa y había que recurrir a la memoria para escribir la nota. Con mucha frecuencia María Esther me llamaba pidiéndome recordar lo que la persona entrevistada había dicho ante tal o cual pregunta, de modo que terminaba siendo casi un trabajo a dúo. Pero lo que más destaco es la facilidad con que María Esther lograba esa empatía con la persona entrevistada que le permitía adentrarse en su persona y lograr resultados asombrosos.
Dar en la diana.
Por Rosalba Oxandabarat.
Es difícil volver a hablar sobre el trabajo de María Esther Gilio, después de un año de homenajes con motivo del centenario de su nacimiento, en el que ha sido analizado y comentado su “método” irrepetible de trabajo.
Vale, como síntesis, el arranque del prólogo escrito por Carlos María Domínguez para el libro Bendita indiscreción. Crónicas y grandes reportajes, de María Esther Gilio, publicado por Estuario Editora. (Estuario): “Convirtió la entrevista en un género literario. La despojó de la impersonalidad atribuida a la voz pública, le dio carácter, utilizó recursos del drama y la comedia, y le imprimió el tono, el ritmo y la tensión de un cuento”. Nada que agregar. Solo que esto que practicó Gilio no es un “método”. No se puede enseñar. Porque no se pue- de enseñar la curiosidad, la audacia, la impertinencia (si hacía falta), la paciencia, la constancia. María era como un cazador. Cazaba historias, fragmentos de vida, personas, detrás de los personajes. Y salía del bosque con sus presas, para ofrecérselas a sus lectores.
Y el “método Gilio” tiene que ver con el ser humano Gilio. Viene de ahí. La conocí ya a finales de la década de los años 80, cuando, sacando cuentas, era ya una señora sexagenaria. Pero no lo era. Era una muchacha divertida, curiosa, abierta, capaz de establecer conexiones sólidas con las personas más variadas. Buscaba la amistad, y la regaba, con encuentros, salidas, las reuniones que organizaba en su casa, de a dos, de a tres, de a veinte. Para un momento depresivo o angustioso, para un ataque de miedo, nada como una dosis de María Esther. Encontraría la frase, la vuelta, la historia, capaz de romper la niebla. Encontraría la risa, esa que hace que uno se ría de sus propios pesares.
Fue ella hasta el final. No mucho antes de caer enferma con el mal que se la llevó, estaba feliz programando un viaje ¡al África! ¡A esa edad!
Qué digo. Nunca tuvo esa edad. Pocas veces los almanaques mienten, pero en su caso, sí. Con su exilio, sus separaciones, sus trabajos, su asma, vivió su juventud hasta el final.
Por eso el método Gilio no se puede enseñar. Ni su presencia ser suplida por otra.
“María Esther Gilio iba a lo esencial”. Con Ana Inés Larre Borges.
María Esther Gilio, más allá de sus crónicas, hizo de la entrevista literaria, por su encare y forma de estructurarla, un género en sí mismo.
La entrevista fue considerada antes como un insumo para la crítica literaria o para biógrafos o historiadores. Pero cuando reviste calidad, espesor, hondura, su estatuto cambia y reclama ser leída por sí misma. Entonces decimos que cobra identidad de género y eso ocurre con María Esther Gilio de manera plena. Es también el caso de otras entrevistadoras. Oriana Fallaci, sin duda, es una de las grandes plumas del género, pero siento que cultivó un perfil diferente. La italiana parece estar jugada a polemizar duramente con sus entrevistados; su ambición y su tono son más épicos. Ya el título bajo el que reunió sus grandes reportajes –Entrevistas con la historia– apunta a algo más grandilocuente. En cambio, Gilio trabajaba con una ilusión de intimidad, como bien señala Carlos María Domínguez en el prólogo a Bendita indiscreción. Si fuera necesario emparentarla con alguien, creo que María Esther está más cerca de Elena Poniatowska por la irreverencia y el encanto con el que abordan a sus entrevistados. Es curioso, ambas gustaron de entrevistar a artistas y escritores, pero también a personajes postergados o pobres, lo que hoy se denominan “subalternos” y que antes no eran considerados entrevistables. Creo que no fue arbitrario que estas dos grandes figuras hayan aparecido en la escena latinoamericana en un momento de cambios fuertes, en los años sesenta. Su talento coincidió con algunos cambios en la sensibilidad y la cultura.
La valoración de lo subjetivo y el interés por la cultura de masas y la cultura popular fue parte de esa transformación que ellas encarnaron y que a la vez contribuyeron a difundir e imponer. Fue también el momento histórico que alentó el cultivo del testimonio, un género hermano de la entrevista. En ese cambio entran varias líneas de trabajo de Gilio. Desde sus entrevistas con Isabel Sarli o Carlos Monzón, a sus reportajes antropológicos, que la hicieron visitar manicomios, barriadas pobres. También practicó la entrevista política y, desde siempre, tuvo mucho interés en artistas y escritores. Siguió fiel a estos intereses. Recuerdo con admiración, entre sus últimas entrevistas, una que realizó en un barrio difícil de Montevideo y donde le robaron la billetera. Habrá que recuperarla un día. Con elegancia magistral, María Esther integró el relato el robo como parte esencial de la entrevista. Sabía muy bien que era parte fundamental de lo que debía transmitir.
Las entrevistas de Gilio se centran en la obra del entrevistado, pero también en su personalidad y otros rasgos que ayudan al lector a “componer” a la persona; son entrevistas atemporales. Esos detalles a la hora de entrevistar crearon un nuevo periodismo.
Absolutamente. Siempre le interesaba la persona y de su entrevista surge siempre un personaje. No importaba si la entrevista había surgido a partir de una circunstancia concreta o si el entrevistado iba a presentar un espectáculo o acababa de escribir un libro y buscaba difusión. María Esther no se ajustaba a esas expectativas, iba a lo esencial, desde la preparación de la entrevista. Alguna vez que me tocó solicitarle que entrevistara a una poeta que no conocía, creo que se trataba de la argentina Diana Belessi, ofrecí facilitarle información biográfica sobre esa escritora y acceso a entrevistas previas. Me respondió que le diese solo sus libros de poesía. Acaté su solicitud, pero quedé un poco inquieta. El resultado fue, como siempre, excelente e hizo evidente cuál era el secreto de sus entrevistas a escritores. Gilio buscaba revelar a su entrevistado y, si se trataba de artistas o escritores, sabía que su verdad no iba a estar sino en su obra. Entonces no preguntaba sobre un itinerario de cronologías, publicaciones o exposiciones, sino a partir de un verso, de un personaje, de alguna constante que se reiterase en su arte. También observaba mucho y, si podía elegir, iba a sus casas. A Bonavena lo acompañó a comer ravioles a lo de su madre y eso es parte del sabor de la entrevista. Era heterodoxa; por ejemplo, llegó a propiciar otras presencias cercanas y las hizo participar de la entrevista. Junto a Troilo puso a su Puchulita, y Dolly participó en varias de las muchas veces que entrevistó a Onetti. Esas mujeres no solo fueron sus cómplices para acceder a estas “figuritas difíciles”, sino que fueron parte del juego que desplegaba ante sus lectores.
Uno de los puntos fuertes de Gilio, además de preparar muy bien la entrevista, es la repregunta, saber escuchar, junto con el poderde observación (hasta corporal) del entrevistado.
Las entrevistas de Gilio están siempre lejos del interrogatorio y muy cerca de la conversación. Nadie le responde largo a ella. Siempre me intrigó cómo lograba que ninguno de sus entrevistados le perpetrase una parrafada. No sabía si los interrumpía sin piedad o si los editaba sin piedad. En todo caso, el resultado siempre sostenía una ilusión de gran naturalidad, un va y viene que podía ser el de la esgrima brillante o el de una lánguida confidencia pronunciada al fin de la tarde. Siempre una escena dramática, en el sentido de que tenía algo teatral, una escenasin cuarta pared, a la que los lectores teníamos un acceso privilegiado. Cuando entrevistó a Héctor Tizón, este le dijo que detestaba los reportajes porque temía que lo pudieran juzgar a partir de algo tan artificial. Y María Esther le dio la razón; le dijo que era un juego. Y Tizón protestó porque, argumentaba, era un juego del que él desconocía las reglas. Es posible que fuese, en verdad, un juego sin reglas, en el que también ella arriesgaba y, por eso, en el que había mucho para ganar.
Es verdad que sabía escuchar muy bien. Aunque era insistente a la hora de conseguir la entrevista y preparaba muy bien sus preguntas, una vez que la entrevista empieza, uno siente que ella solo está concentrada en lo que el otro dice. Es una escucha maravillosa, que puede aceptar las reticencias del entrevistado, pero no desperdicia ninguna brecha que permita avanzar sobre lo consabido. Eso hace una diferencia. Imagino que hay algo en su personalidad que la predisponía a no juzgar y que trasmitía esa confianza. Una entrevista que me gusta mucho es la de Manuel Puig. Es raro porque él dice varias veces que no. Se niega a hablar de su infancia, no está de acuerdo con los ejemplos de películas que ella sugiere y difiere de las interpretaciones que le propone. Sin embargo, sentimos que todo está bien en el aire descontracturado de una tarde carioca, que la conversación fluye y ambos se ayudan a decir cosas complejas sobre la creación de una manera clara como el agua.
Entrevista con Raúl Javiel Cabrera, Cabrerita
Media el año 37, Cabrerita tiene diecinueve años. La calle Guayabo lo ve pasar dos veces al día cargado de viandas. Cada día pareciendo un vagabundo que hace una changa casual. Reflaco, despeinado, sucio, con el pelo en escalera, los dientes separados, los ojos del que nunca sabe bien qué está ocurriendo porque tiene alrededor suyo, y moviéndose con él, una realidad que le pertenece como cosa propia y en la que difícilmente consigue encontrarse con alguien.
–¿Qué pintás, Cabrerita?
Pinto la alegría.
–¿La alegría? ¿Así, con tanto violeta?
Una calavera gris sobre una cortina violeta es la alegría. Las niñas se doblan de risa.
Él no se sorprende. No se puede saber si no se sorprende porque esperaba provocar la carcajada o si simplemente esta no llegó a atravesar su realidad privada. Hay una cosa que sí es segura: su relación con la tela que pinta. Son seguros los hilos que lo atan al cuadro. El cuadro está adentro, separado del resto. Está dentro de su mundo y lo refleja. Tuvo amigos. Lo digo y sé que solo empleo esa palabra porque no conozco otra que en español exprese lo que quiero. Sé que sería más justo si simplemente dijera: hubo gente que lo quiso. Tola, Maneco, Gonzalito, Guido Castillo, Sergio Visca; y tuvo un amigo: José Parrilla. Es imposible hablar con nadie de Cabrerita sin que salte el nombre de Parrilla.
Estamos en setiembre de 1942. Juan Carlos Onetti es secretario de Reuters. En la rinconada de la Plaza Libertad espera y recibe, como todas las noches en esos lejanos días, reiteradas noticias de un Stalingrado que agoniza. Alrededor de la medianoche un tal Parrilla, joven y desarrapado, pide hablar con el gerente de Reuters.
“Mire, Onetti, yo no soy homosexual, pero entre usted y yo hay algo que solo podría compararse a lo que hubo entre Rimbaud y Verlaine. Quiero que lea esto… no, no ahora, no hay apuro. Después, más tarde, no hay apuro…”
No hago literatura si digo que Onetti lo miró con una expresión de seriedad sin sorpresa, jugando el papel que le tocaba, con todos los detalles que la circunstancia ordenaba. Guardó los papeles en el bolsillo, y más tarde, sin apuro, los leyó. “Usted tiene razón, como dice en El pozo, todo en la vida es m. Adiós”.
El texto era claro. Llamó un taxi y comenzó a recorrer comisarías y hospitales. En el Maciel lo informaron: “Sí, a las tres de la mañana trajeron a un tipo con las venas cortadas. Se llama José Parrilla. Lo cosieron y lo mandaron a terminar la noche en la Primera”. En la Primera el comisario oyó el reclamo y mandó buscar a Parrilla. Tenía en la mano unas hojas que le habían sacado al detenido del bolsillo y las leía.
–¿Así que todas las tardes a las siete se te presentan los caballos verdes del mar?
–Sí, señor comisario.
–¿Y?
–…
–¿Te hablan?
–Sí, señor comisario.
–Te voy a dar a vos, caballos verdes. Andá a dormir hasta que se te pase.
No valió la protesta de Onetti. “Venga a buscarlo mañana a última hora”.
Al día siguiente, a las siete de la tarde, salía Parrilla con las muñecas vendadas, después de asegurar al comisario que nunca había visto, ni vería jamás, caballos verdes, ni de ningún color, que llegaran desde el mar a conversarle o a cualquier otra cosa.
Pero los caballos existían, eran verdes, venían del mar y Raúl Javiel Cabrera los conocía tanto como Parrilla. En el sótano en el que ambos pasaban largos días, sin luz eléctrica, sin sillas, sin baño, si había caballos verdes, los visitaban a ambos, y si los caballos hablaban, ambos contestaban. El sótano, los caballos, el hambre que decían tener, las palabras que usaban, todo estaba dentro de una misma tierra. El gran foso que los separaba del resto, por un extraño misterio los separaba dejándolos juntos, dentro.
El encuentro con Onetti lanzó a Parrilla al mundo de la intelligentsia montevideana. Poeta, muerto de hambre y suicida, no podía ser desperdiciado por un Montevideo provincial y ávido de verdadera bohemia. Habló de su amigo, el gran pintor Cabrera.
“Traelo”, dijo Carlos Maggi. Una mañana Parrilla golpeó a la puerta de Maggi. Llevaba consigo a un adolescente de ojos claros que tenía por bufanda un pedazo de alfombra. Hizo las presentaciones:
–El escritor Carlos Maggi, el pintor Cabrera.
Cabrera clavó en Maggi sus ojos claros, pero dejó su mano derecha, perpendicular al cuerpo, pegada al pecho. Antes de extenderla debería obtener la única respuesta que le haría deseable apretar la otra mano y franquear esa puerta:
–¿Conoce al escritor Jean Cocteau?
–Sí, señor, puede pasar.
Varios días después, al cabo de una conversación prolongada hasta la madrugada en la que todos los temas llevaban mayúscula, Cabrerita se quedó. De mañana su amigo salía, pero quedaba doña Angelita, una madre que Maggi tenía desde que había nacido, pero que solía compartir con sus amigos en estado de orfandad. Los temas perdían entonces sus connotaciones trascendentes y baño y alimento pasaban a primer plano. Pero Cabrerita era indoblegable, ni se bañaba ni comía. Transaba en algún lavado de cara y mate con pan y manteca. De esos días queda un óleo, retrato de Carlos Maggi, que no representa a Cabrera ni lo evoca. Óleo, materia que no prefería, y retrato, tema que no lo hacía feliz, ni realmente lo expresaba. Era, sin embargo, a través de él que el pintor solía comunicarse con su modelo. Cada vez que este salía, Cabrera volcaba en el cuadro un misterioso resentimiento, pintándole rulos y chorizos que le salían de las orejas. Cuando Maggi volvía y mansamente lo recriminaba, Cabrera rehacía el cuadro con una sonrisa entre traviesa y satisfecha. Qué secreto rencor lo llevaba a esa forma de venganza repetida e inocente, Maggi lo desconoce. Las teorías pueden ser varias y contradictorias. Todas igualmente verosímiles desde afuera y todas igual y peligrosamente interpretativas. Sirve, sin embargo, la anécdota, para mostrar el Cabrera que parecía de pronto saltar por encima de su propio mundo alucinado y caer de pie en la realidad que los demás compartían, con ojos burlones y sangrientos.
(*) Fragmento de la entrevista publicada en Marcha, Montevideo, 7 de mayo de 1965 e incluida en Bendita indiscreción. Crónicas y grandes reportajes, de María Esther Gilio. Selección y prólogo de Carlos María Domínguez (editorial Estuario).
Entrevista con José Gurvich. Confesión de un creador
Llegué a su casa –que se levanta donde la ciudad acaba, en la falda del Cerro– al atardecer. Dos vacas pastaban cerca de la entrada, debajo de unos paraísos. A cincuenta metros empezaba el asfalto; sin embargo, el gran espacio abierto hacia el oeste, las vacas pastando y la densidad del silencio hacían pensar en una casa de campo.
Después de atravesar la galería, una típica galería con plantas –de vieja casa montevideana–, entré al estudio. Gurvich, sentado en un banquito, tomaba mate y me esperaba.
Hablamos más de dos horas antes de entrar a trabajar. De Martín, que jugaba con un gato; del gato, que era, según descubrimos, una gata, en realidad; de lo caro que es enmarcar cuadros para una exposición; del calor que hace en Grecia en verano; de cómo harto del calor y los mosquitos se iba a dormir a la playa, pero antes encerraba a su mujer y a su hijo con llave, porque aquel hotelito de meridionales no lo tranquilizaba. De la musicalidad del idioma hebreo y de su desconocimiento del mismo, que determinó que en Israel se vinculara a las viejas generaciones que hablan idish, o a los jóvenes latinoamericanos de habla española. De Torres, de Chagall y Breughel. Del Uruguay, su tierra. Y de cómo también, tal vez, habría sido feliz siendo zapatero.
Al cabo yo saqué mi libreta. Él se puso serio y el trabajo empezó.
–¿De qué vive, Gurvich?
–Ahora, de mi pintura.
–¿Y antes?
–¿Antes? Hace mucho trabajaba en una fábrica de impermeables.
–¿Qué hacía?
–Impermeables.
–¿Los cortaba y los cosía?
–Más fácil: los pegaba. Era oficial gomero. También hacía fajas de mujer. Esas fajas que –con una rápida mirada me calcula el contorno–…, bueno, ya nadie usa.
–¿Cómo empezó a vivir de su pintura?
–Fue por el año 52. A Barbé se le ocurrió, para ayudar a los pintores del taller, vender cuadros entre los empleados del Ministerio de Obras Públicas. Yo sacaba unos ochenta pesos por mes.
–¿Podía vivir con ochenta pesos?
–Era antes de la inflación. Además…, cuando digo vivir, quiero decir comer todos los días y tener una pieza donde dormir.
–La pieza era en el puerto.
–Sí, en la calle 25 de Agosto.
–Un hermoso edificio de mediados del siglo pasado, convertido en casa de inquilinato.
–Sí.
–Usted pintó muchas veces la ventana de esa pieza.
–Sí.
–En primer plano. Y más lejos, la calle. Con lluvia, con sol; con tranvías y autos. De mañana, de noche y al atardecer. Esa ventana es una época en su pintura.
–Tal vez.
–En esa pieza había vivido Fonseca. Y luego Visca, y Alpuy. Alpuy se la pasó a usted. Usted se la pasó luego a Yuyo Goitiño.
–Sí.
–Gurvich, no me deje hablar sola.
–No, no, no. ¿Qué tengo que decir?
–¿Es bueno que un pintor viva de su pintura?
–Tan bueno como que un zapatero viva de hacer zapatos.
–¿Y toda aquella vieja teoría del artista muriéndose de hambre? La miseria parecía un sine qua non para que pudiera dar lo mejor de sí mismo.
–Un error de interpretación. Van Gogh no fue un resultado de la miseria. Esta no ayudó a crearlo, sino a matarlo. Cuando un pintor que vende se deforma, es porque lleva la deformación en sí. De todas maneras, ya estaba perdido.
–¿De modo que la angustia económica no es imprescindible ni necesaria?
–Todo lo contrario, por lo menos en lo que me concierne.
–Parecería que atrás de esa afirmación hubiera un hecho muy concreto.
–Un hecho muy concreto sirvió simplemente para corroborar una idea ya existente.
–¿Cuál fue el hecho?
–Usted sabe que pasé hace poco un año en Israel. Viví en un kibutz.
–¿Daba clases de pintura?
–No, medio día trabajaba de pastor y medio día pintaba.
–¿Qué hace actualmente un pastor? ¿Se sienta y mira la naturaleza?
–No en Israel. Eso era en las poesías de Garcilaso. En Israel el sol quema. Las ovejas, para protegerse, se reúnen en círculo formando una especie de trenza. El pastor debe separarlas y obligarlas a caminar para que coman. Trabajar cuatro horas de pastor significa entre otras cosas, caminar cuatro horas.
–¿Cómo se sentía?
–A eso iba. Me sentía viviendo intensa y plenamente. La total seguridad económica me permitía concentrarme enteramente en mi labor de pintor. Además, la sucesión de los días, todos iguales unos a otros, el conocimiento de que el número de horas de trabajo era siempre el mismo, creaba un clima especialmente apto, adecuado al rendimiento.
–Sin embargo, no pintó mucho en Israel.
–Pinté mucho, sí.
–Las témperas que colgó ahora en su exposición.
–Esas témperas son apenas una parte.
–¿El resto lo vendió allá?
–Algo vendí, algo quedó guardado en casa de amigos. En general, dejo aquí lo que pinto aquí y allá lo que pinto allá. Esas témperas las traje porque tenían para mí un especial significado.
–¿Sentimental?
–No, de trabajo. Tenían importancia como vivencia plástica, que esperaba realizar aquí.
–¿Y que realizó?
–Sí…
–Su pintura cambió, en apariencia, es decir, formalmente. ¿Hay, además, un cambio de contenido?
–Sí.
–¿Qué busca ahora como pintor?
–Acercarme a lo que intuyo como libertad creadora. ¿Entiende?
–Me parece que no.
–Algunos buscan conformar su pintura a una teoría, a una tendencia, a un pintor que toman como modelo. Para mí, una estética, una teoría no es nada más que el punto de partida para acercarme a la libertad creadora. Es decir, mi compromiso es conmigo mismo y lo que procuro es extraer mi propia voz.
–¿A dónde espera que esa libertad lo conduzca?
–Al tener libertad rompo prejuicios, cánones, pensamientos cristalizados, las imágenes de la juventud. La libertad me permite buscar en terrenos desconocidos, infinitos de posibilidades.
(*) Fragmento de la entrevista publicada en Marcha, Montevideo, 27 de mayo de 1967 e incluida en Bendita indiscreción. Crónicas y grandes reportajes, de María Esther Gilio. Selección y prólogo de Carlos María Domínguez (editorial Estuario).