Puntualidad inglesa. Once de la mañana, estamos apostados sobre la calle Hipólito Irigoyen, en el edificio que da a la esquina. Tocamos el portero eléctrico de su apartamento , Ida Vitale nos da la bienvenida. “Ya bajo”, nos dice.
Minutos después, vemos su figura acercarse con una sonrisa tan luminosa como el sol primaveral que nos acompaña.
En su apartamento hay centenares de libros en bibliotecas y decenas de fotos. Y vaquitas en miniatura; luego me dirá que las colecciona. Instantáneas familiares y con poetas. Reconozco una clásica. La del poeta Enrique Fierro, su segundo esposo, de sombrero y con bastón.
El premio Cervantes hizo que la vida de Vitale se intensificara en charlas, entrevistas y presentaciones. Todos los medios quieren tener su palabra. Y seguramente, pienso, esto le quita tiempo para lo más le gusta: escribir. “Acá no pasa nada con el Cervantes”, dice y se ríe. “Pero se supone
que tengo que moverme un poco más”. Ese movimiento al que se refiere está respaldado en años de libros y escritura.
El primero, La luz de esta memoria, fue publicado en 1949, hace setenta años. “No sé realmente cuándo empecé a darme cuenta de que lo que escribía podía ser una cosa publicable. De pronto, como tenía escritores alrededor, como [Carlos] Sábat Ercasty, que era profesor. Mis primeras lecturas que recuerdo fueron los españoles. Tal vez mi primera lectura grande, importante, fue La guerra y la paz, de Tolstói. Y extenso. A eso también hay que acostumbrarse. Hay lecturas de escuela, de cosas forzadas, y otras lecturas por placer. Leía todo lo que podía. Leía mucho. En casa había libros, pero no era una biblioteca convencional, preparada para mí. Nunca me controlaron las lecturas, y eso fue una suerte. Leía lo que se me ocurría, lo que tenía a mano, lo que encontraba. Ya de más grande,
iba a la Biblioteca Nacional, que quedaba cerca de casa, y leía lo que encontraba. Sin tener un plan establecido, sin tener mucha idea. De repente, me gustaba un título y me ponía a leerlo. Era una experiencia”, recuerda.
El martes 23 de abril, Ida Vitale fue galardonada con el premio Cervantes 2018, la máxima distinción a las letras hispanohablantes, considerado el Nobel español. Hasta ese día, sólo un uruguayo había recibido tal merecimiento: Juan Carlos Onetti, en 1980. El premio supuso un justo
reconocimiento a una de las poetas más importantes que tiene Uruguay y una de las principales exponentes de la Generación del 45.
“Aquí estoy, agradecida y emocionada”, dijo a sus 96 años, tras recibir de manos del rey Felipe VI el máximo galardón de las letras en español. Acompañada por su hija, Amparo, y sus dos nietas, Emilia y Nuria, es la quinta mujer premiada con el Cervantes. Minutos antes de subir
al escenario, reconoció que echa de menos a su segundo marido, el poeta Enrique Fierro, fallecido hace tres años.
“Era un ayudador; sin él no habría hecho muchas de las cosas que he hecho, es el que me empujaba y me animaba a hacer las cosas”, afirmó.
Su discurso, por fuera del protocolo, tuvo referencias a autores como Garcilaso de la Vega, Dante Alighieri y Homero. Incluso se dio el gusto de leer un poema de Charles Baudelaire en perfecto francés. Vale la pena repasar parte de su discurso.
“Debí pensar y escribir lo requerido para una ocasión que, habiéndome llegado tarde, realmente me sorprendió: pudieron sobrar oportunidades de imaginarla, pero muchas cosas obvias y muy poco concebibles requisitos me hubieran llamado a un sensato equilibrio. Pero lo inconcebible
llegó en un momento en el que la opacidad del descenso imprime en mi vida una geometría ilógica e imprevistos recaudos. Acepto que el azar o un orden regido por una mágica fusión de benévolos caprichos me han señalado cómo en una época aceptábamos algún suceso generoso con alguien muy querido que ya no está a mi lado, suponiéndolo ‒así
decíamos‒ manifestación de un eón bien dispuesto.
Ahora seres benévolos y palpables movieron las piezas de un superior ajedrez, situándolas en posición favorable, y acá estoy, agradecida, emocionada. Recuerdo mis inquietudes en un camino de montaña alto y estrecho por el que me llevaban en auto a una velocidad que pensaba
inadecuada. No era un sueño. Esto, claro, tampoco lo es.
Por eso mismo, prefiero ser consciente y agradecer, claro, en español, cosa que, además, es un valor añadido a la felicidad de este instante.
Busco una más cómoda aceptación interior de lo nada esperado, ya que suelo ser escéptica o descreo con familiaridad de tantas cosas, pero a la vez tengo una fabulada confianza, sin duda de origen infantil, en los pequeños
desajustes con lo racionalmente ordenado, en las coincidencias, sin siquiera razonarlo mucho. Estos días, casual y repentinamente me tocó oír dos veces Pompa y circunstancia, pese a que Elgar no es un músico que integre mi
parnaso musical establecido, frecuentado. También, ya de regreso definitivo a Montevideo, ordenando y reordenando la biblioteca, no dejé de detenerme en la sección cervantina, en las diversas ediciones repetidas de Don Quijote, conservadas por distintos motivos todas, cuando las reiteraciones de otros autores suelen ser rápidamente corregidas, siempre en busca del espacio que tanta falta me hace.
Pero este tema de las coincidencias, casualidades o registros orientados u obsesivos integra el capitulito poco analizado y compartido, en general reservado, de las manías personales.
Los libros que integraron una biblioteca ‘mía’, forrada y presuntuosamente numerada, eran libros para niños, algunos pronto relegados. En virtud de un proyecto claramente pedagógico, me correspondía limpiar un pequeño
librero abierto del escritorio los sábados por la mañana.
Mucho de su contenido no estaba en español. Sobre la casa planeaba, no diré la sombra sino la luz de mi abuelo italiano, abogado y culto, que en su viaje desde la Palermo natal hasta Uruguay había sido acompañado por Homero, en edición bilingüe grecolatina, junto con el espíritu garibaldino que un día yo sentiría presente en la familia, constituyéndose en un héroe casi doméstico.
Es, pues, normal que entre mis primeros embelesos en el campo de los libros adultos aparezca Ariosto ‒cuando ya la imborrable profesora de italiano me hubiese permitido tantear, por mi cuenta, con abuso del diccionario, sus fantasías gratísimas. Le donne, il cavalier, l’armi, l’amore
formaban ese escenario, para mí novedoso, donde encontraría anillos con poderes, caballos alados, magas que evocan las sombras de futuros descendientes de Bradamante, aquí el hipogrifo, más allá una sirena, luego un mirto que habla y es en realidad Astolfo, paladín de Francia convertido en planta. En fin, que este mundo de transformaciones que a cada paso surgen, irreales, me encanta, pero no me prepara ni siquiera para la Galatea.
Mi devoción cervantina carece de todo misterio. Mis lecturas del Quijote, con excepción de la determinada por los programas del liceo, fueron libres y tardías. En realidad, supe de él por una gran pileta que, sin duda regalo de
España, lucía en el primer patio de mi escuela. Allí nos amontonábamos en el recreo en busca de agua, y, día tras día, me familiarizaba con las relucientes baldositas que contaban, sobre inolvidables cielos azules, la policroma historia que, según supe luego, era la de aquellos desparejos
jinetes. No faltan, claro, los molinos, los muchos episodios en que don Quijote terminaba por los suelos. Ya adolescente, me regalarían el volumen ilustrado y muy cuidado que todavía prefiero a la menos infantil edición de Clásicos Castellanos, cuyos ocho volúmenes son menos traslaticios.
El ambular del Quijote lleva consigo la convicción de que hay un mago enemigo que transforma ‘a la sin par Dulcinea en una aldeana fea y olorosa’, y está detrás de los numerosos percances que sus obsesiones le deparan al pobre don Quijote.
Pero ¡qué discreción, qué respeto muestra Cervantes por su personaje! En vez de rodearlo de magia y hechizos auxiliares, de poner a su héroe a disposición de tortuosos espíritus malignos, hace que una y otra vez todos sus tropiezos nazcan de él mismo, de esos deslices de sus nítidas construcciones mentales, del adquirido delirio causado por peligrosas lecturas, deslices que tanto pasman, fascinan y encabritan a Sancho, y lo llevan a someterse una y otra vez a la voluntad de quien lo arrastra a aventuras del todo ajenas.
Se suele aceptar como buena la motivación dada por Cervantes para su Quijote, de desprestigiar las novelas de caballerías. Pero no hay que olvidar la cuna desdichada que su obra tuvo: ‘Argel, Sevilla, fantasía, desengaño’, es decir, preso, pobre, enfermo, sin la protección que dedicatorias a altos señores podrían haberle guardado, como José Echeverría singulariza el período de su escritura.
La concepción de un personaje que va, libre, por el mundo, fraguando
su vivir, aunque de error en error (donde otro personaje, el Cautivo, dice: ‘Jamás me desamparó la esperanza de tener libertad’), debería ser un respiro, aunque al fin para él todo concluya en la verdad innegable: ‘Y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño’, como concluye uno de los sonetos que cierran la primera parte. Pocos personajes han sido, como Quijote, habitados ‒más que obsedidos‒ por lo real. Porque aun lo que es astuta malquerencia vestida de supuestas precipitaciones mágicas tiene detrás
acciones de criaturas humanas, que pueden ser malignas y burlonas, pero siempre comprensibles, terrestres y sin inexplicables auxilios divinos.
Muchas veces lo que llamamos locura del Quijote podría ser visto como irrupción de un frenesí poético, no subrayado como tal por Cervantes, un novelista que tuvo a la poesía por su principal respeto. Pero podríamos poner en la boca del por lo general descalabrado personaje unos
versos muy posteriores de Baudelaire: ‘J’ai gardé la forme et l’essence divine de mes amours décomposés’.
Con todo lo que las afirmaciones de don Quijote, prudente y aun sabio, me reclaman de acatamiento, para terminar debo disculparle una afirmación que como suya, podría ser aceptada sin más: ‘que no hay poeta que no sea
arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo’.
No es mi caso, puedo asegurarlo. Sin duda, don Quijote no imaginó jamás que ese género femenino al que se consideraba por oficio llamado a honrar y defender pudiera caer en tan osada pretensión. Y en eso estoy segura que acertó”
Si en La luz de esta memoria se destacó por el rigor formal y un refinado sentido del idioma, los libros posteriores, entre ellos Paso a paso, Fieles, Jardín de sílice, Elegías en otoño y Procura de lo imposible, por citar algunos, profundizaron su compromiso con el lenguaje y la situaron como
una de las voces más personales y originales de la poesía latinoamericana.
Vitale ejerció además como periodista, traductora ‒especialmente de autores franceses e italianos, como Simone de Beauvoir, Benjamin Péret, Gaston Bachelard, Jacques Lafaye, Jean Lacouture y Luigi Pirandello‒ y crítica literaria. Estudió Humanidades y fue profesora hasta 1974,
cuando la dictadura cívico-militar la obligó a exiliarse en México, junto a su marido Enrique Fierro, con quien escribiera Paz por dos, publicado en 1994. Con veintisiete años, en 1950, la poeta se casó con el crítico literario Ángel Rama, con quien tuvo una hija, la arquitecta Amparo Rama Vitale, y un hijo, el economista Claudio Rama Vitale, nacidos en 1951 y 1954, respectivamente.
El poema ‘Exilios’ da cuenta de la experiencia de desarraigo y su llegada a México: Están aquí y allá: de paso, / en ningún lado. / Cada horizonte: donde un ascua atrae./ Podrían ir hacia cualquier fisura. / No hay brújula ni voces. / Cruzan desiertos que el bravo sol / o que la heladaqueman / y campos infinitos sin el límite / que los vuelve reales, / que los haría de solidez y pasto. / La mirada se acuesta como un perro, / sin siquiera el recurso de mover una cola. / La mirada se acuesta o retrocede, / se pulveriza por el aire / si nadie la devuelve. / No regresa a la sangre ni alcanza / a quien debiera. / Se disuelve, tan solo.
En tierras aztecas, donde vivió diez años, conoció a Octavio Paz y se integró al comité asesor de la revista Vuelta. Por ese entonces, participó en la fundación del semanario Uno más Uno y, mientras continuaba dedicada a la enseñanza, impartió un seminario en el Colegio de México. En 1989 se instaló junto a su pareja en Austin, Texas, donde continuó escribiendo. En una entrevista con el periodista español Javier Rodríguez Marcos para el suplemento cultural ‘Babelia’, de El País de Madrid, la poeta hacía referencia a que las palabras son nómadas y los malos poemas las vuelven sedentarias. ¿Cómo reconocer ese cambio de estado? Ida respondía: “Instintivamente. En la medida en que son nómadas las sujetamos o seguimos su movimiento natural. ¿Por qué hay palabras que nos gustan y otras que no? No sé. A mí me choca profundamente constatar.
Sin embargo, procrastinar me gusta”. En esa oportunidad, también hacía referencia a la cocina de la escritura: “A veces me sale un poema largo, más hablado de lo necesario, pero mi tendencia natural es abreviar. Aunque admiro profundamente a los que se dejan llevar por esa locura ingobernable, cada uno nace no con un guion sino con una escuadra a mano, y la mía es borrar y borrar. Corregir es como arreglar cajones: sacas lo que está de más”.
Con casi cuarenta libros publicados, entre poesía, ensayo, prosa y crítica, su obra se considera inmersa en la tradición de las vanguardias históricas latinoamericanas, y su poesía siempre atenta al mundo natural. Ella misma
ha afirmado sobre la naturaleza de la búsqueda del poeta, que comenzó de adolescente. En la publicación Letras libres, en una extensa entrevista con José Montelongo, fechada en julio de 2016, Vitale recuerda sus primeros escarceos con la poesía y el embrión de lo que vendría: “Leí a Delmira Agustini y a Juana de Ibarbourou, me llegó Poe, traducido, y me fascinó: escribí algo lleno de carámbanos y nieve y algún trineo, todas cosas nunca vistas. Durante una semana corregía, pasaba en limpio. Esa actividad
me tenía encantada. Luego lo rompí, prudentemente. Vi el poema, me refiero a la forma poética en general, como un espacio de misterio que la paciencia podía aclarar, a solas, una provocación mediante la cual algo importante surgía, me enriquecía, y así empezó mi interés por algo cuyas
reglas todavía ignoraba”.
Le pregunto si en materia de lectura se considera una autodidacta. Responde sin dudar: “No. En la escuela y el liceo nos hacían leer. Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, no sé cuántas veces lo leí por tareas escolares o liceales. Tuve buenos profesores, algunos mejores que otros. La
lectura es una cosa que cuando uno tiene libros, librerías a mano, es importante. Hoy siento que en Montevideo todo eso ha bajado. Y supongo que mi acercamiento a la poesía viene de eso, de que leía. Una idea de imitar lo que leía.
Todos somos imitativos. La vida es imitativa. Con mi primer libro me sentí muy orgullosa. Hasta que se terminó el orgullo. La verdad que en esa época lo que uno tenía más cerca eran los libros, más que otra cosa. Más que el cine, inclusive. Además, la ciudad proponía otra cosa. Tenías el Paraninfo, donde había debates, charlas, conferencias de gente extranjera importante, que podía ser, ponele, un arquitecto. Y yo iba. Era como una tarea que tenía por mi cuenta. Me da la impresión de que el país ayudaba más a la formación de la gente. Había muchos diarios y todos tenían páginas culturales”.
Y estaba la Generación del 45, le acoto. “No teníamos idea de que éramos una generación y mucho menos que luego la llamarían del 45. Me imagino que Emir Rodríguez Monegal cuando escribía, que ya era un gran crítico, tenía una conciencia de la función que cumplía y tenía dónde escribir. Tampoco valoricé tanto a la generación como tal”.
Su maestro en poesía fue Juan Ramón Jiménez, a quien conoció cuando pasó por Montevideo. Con él compartió la obsesión por corregir. “De Juan Ramón me impresionó que le dieran un libro para que lo firmara y se dedicara a corregir los poemas. Decía que un poema hay que escribirlo
y guardarlo hasta que a uno se le olvide. Yo lo he seguido en la medida de lo posible”.
Para Vitale, los referentes de la poesía, desde hace unos años, están cambiando. “Las alusiones mitológicas se han ido perdiendo. Antes los poetas hablaban de Hércules; ahora, de Batman. No digo que eso dé una poesía inferior, pero marca una orientación distinta, sobre todo
por los mundos que arrastran y lo que uno y otro te permiten entender”
Libros & Premios
Su obra, traducida a varios idiomas, es profusa e incluye, además de poesía, prosa, crítica y ensayo. Entre su obra poética se destacan La luz de esta memoria (1949), Palabra dada (1953), Cada uno en su noche (1960), Paso a paso (1963), Oidor andante (1972), Fieles (1976), Jardín de sílice (1980), Elegías en otoño (1982), Entresaca (1984), Sueños de la constancia (1988, reúne cinco libros anteriores y el nuevo que le da título), Procura de lo imposible (1988), Serie del sinsonte (1992), Paz por dos (con Enrique Fierro, 1994), Jardines imaginarios (1996), De varia empresa (1998), Un invierno equivocado (1999), La luz de esta memoria (1999, reedición), Reducción del infinito (antología y nuevos poemas, 2002), Trema (2005), Mella y criba (2010), Sobrevida (antología, 2016), Mínimas de aguanieve (2016), Poesía
reunida (compilación y edición de Aurelio Major, 2017).
Prosa, crítica y ensayo
Arte simple (1937), El ejemplo de Antonio Machado (1940), Cervantes en nuestro tiempo (1947), La poesía de Basso Maglio (1959), Manuel Bandeira, Cecilia Meireles y Carlos Drummond de Andrade. Tres edades en la poesía brasileña actual (1963), La poesía de Jorge de Lima (1963), La poesía de Cecilia Meireles (1965), José Santos González Vera o El humor serenísimo (1974), Léxico de afinidades (1994), Donde vuela el camaleón (1996), De plantas y animales: acercamientos literarios (2003), y El abc de Byobu (2004), entre otros.
A lo largo de su trayectoria ha recibido varias distinciones, como el IX Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo, en 2009; el Premio Internacional Alfonso Reyes, en 2014; el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, en 2015; el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, en 2016; el Premio Max Jacob, en 2017. La Feria Internacional del Libro de Guadalajara le otorgó el Premio FIL de la Literatura en Lenguas Romances y Premio Cervantes 2018.
Agosto, Santa Rosa
Una lluvia de un día puede no acabar nunca,
puede en gotas,
en hojas de amarilla tristeza
irnos cambiando el cielo todo, el aire,
en torva inundación la luz,
triste, en silencio y negra,
como un mirlo mojado.
Deshecha piel, deshecho cuerpo de agua
destrozándose en torre y pararrayos,
me sobreviene, se me viene sobre
mi altura tantas veces,
mojándome, mugiendo, compartiendo
mi ropa y mis zapatos,
también mi sola lágrima tan salida de madre.
Miro la tarde de hora en hora,
miro de buscarle la cara
con tierna proposición de acento,
miro de perderle pavor,
pero me da la espalda puesta ya a anochecer.
Miro todo tan malo, tan acérrimo y hosco.
¡Qué fácil desalmarse,
ser con muy buenos modos de piedra,
quedar sola, gritando como un árbol,
por cada rama temporal,
muriéndome de agosto!
Fortuna
Por años, disfrutar del error
y de su enmienda,
haber podido hablar, caminar libre,
no existir mutilada,
no entrar o sí en iglesias,
leer, oír la música querida,
ser en la noche un ser como en el día.
No ser casada en un negocio,
medida en cabras,
sufrir gobierno de parientes
o legal lapidación.
No desfilar ya nunca
y no admitir palabras
que pongan en la sangre
limaduras de hierro.
Descubrir por ti misma
otro ser no previsto
en el puente de la mirada.
Ser humano y mujer, ni más ni menos.
Gotas
¿Se hieren y se funden?
Acaban de dejar de ser la lluvia.
Traviesas en recreo,
gatitos de un reino transparente,
corren libres por vidrios y barandas,
umbrales de su limbo,
se siguen, se persiguen,
quizá van, de soledad a bodas,
a fundirse y amarse.
Trasueñan otra muerte.
Invierno
Como las gotas en el vidrio,
como las gotas de la lluvia
en una tarde somnolienta,
exactamente iguales,
superficiales,
ávidas todas,
breves,
se hieren y se funden,
tan, tan breves
que no podrían dar cabida al miedo,
que el espanto no debiera hacer huella
en nosotros.
Después, ya muertos, rodaremos,
redondos y olvidados.
Cuadro
Construimos el orden de la mesa,
el follaje de la ilusión,
un festín de luces y sombras,
la apariencia del viaje en la inmovilidad.
Tensamos un blanco campo
para que en él esplendan
las reverberaciones del pensamiento
en torno del icono naciente.
Luego soltamos nuestros perros,
azuzamos la cacería,
la imagen serenísima, virtual,
cae desgarrada.
Penitencia
¿Mirar atrás será pasar
a ser de sal precaria estatua,
un perecer petrificado
preso en sí mismo, parte
del roto encanto de un paisaje
cuya música no logro más oír?
¿Debo matar lo que miré,
el mito que minuciosa
pliego y despliego,
grava para mi paso solo?
¿Ciega borrar lugares,
playas, vientos, el tiempo?
Sobre todas las cosas,
anular horas que se han vuelto inútiles
como lluvia que cae
sobre el mar implacable,
como mis propios pasos
si no son penitencia