Quiero verte bailar.
Por Carlos Diviesti.
Antes, pongámosle más o menos veinticinco años atrás, era verosímil que alguien como Él fuera al cine un lunes a la noche a ver una película vieja, una de esas viejas cintas fatigadas por la televisión pero que en una sala a oscuras refulge como una bala de plata, y al salir se encontrara con una espectadora, Ella, la única en la sala además de Él, con la que ponerse a conversar sobre Howard Hawks, o Marlene Dietrich, o Billy Wilder.
Sí, era algo habitual, algo que rompía la rutina establecida, algo plausible en la realidad de entonces. Sobre todo algo que impulsaba a la gente a conocerse, a proponerse pactos de palabra, a imaginarse otro mundo posible que a lo mejor, después, los encontrara juntos a los dos, a Ella y a Él. Un mundo así, con el perímetro de una servilleta de papel escamoteada de un servilletero en el café, infinito como las palabras que se despiertan al abrirse un libro que se burlará de la fecha de edición y del punto final, es lo que propone Alejandro Agresti a casi diez años de su última película.
Y no lo hace por nostalgia del pasado, lo hace para revisar la historia, esa historia sin grandes hitos pero que se trasluce en los ojos de los demás, en el paisaje cambiante de una cara a la que de repente ilumina una sonrisa y se extiende, en el recuerdo de los que ya no están pero que bailan junto a nosotros en este presente continuado.
Filmado en un puñado de locaciones, tomándose su tiempo entre suspiros, limitándose a observar la construcción de un amor con la delicada fisonomía de ciertas emociones (que encuentran un escenario perfecto en los rostros de Eleonora Wexler y Luis Rubio), Agresti entrega una de sus mejores películas y una que podría devolverle a cualquier espectador desencantado la esperanza de encontrarse en la pantalla, y en su propia historia.