En noventa años el cine dejó de ser mudo y pasó a ser sonoro, las salas se transformaron en enormes templos que animaban figuras fantasmales para convertirse en espectros de las viejas ilusiones, se sembró el cielo de estrellas surgidas en la matinée, que se estrellaron contra el horizonte cuando comenzaba la segunda de la noche, inveteradas obras maestras mendigaron su gloria en el depósito de alguna cinemateca y se declararon noventa y una mejores películas desde la primera entrega del Oscar hasta la de hace unos cuantos días. Sí, noventa y una películas, porque no tantos recuerdan que en 1927 se entregó el premio a la mejor producción de una película (que ganó Alas, dirigida por William Wellman y Harry d’Abbadie d’Arrast, con Clara Bow y Charlie Buddy Rogers), y a la única y artística calidad de producción en una película (que obtuvo Amanecer, el debut americano del gran director del expresionismo alemán Friedrich Wilhelm Murnau, con Janet Gaynor, George O’Brien y Margaret Livingston). El Oscar nunca se declaró desierto, aun si alguna de las ganadoras estuviese muerta de sed y no encontrase un oasis; es el premio más regular y popular de cuantos se entregan en la cinematografía mundial, y todavía hoy, pese a que la temporada de premios lo anquilose creando semidioses inmediatos, es el Olimpo de los que soñamos con conquistar el mundo al final del arcoíris.
Si el Oscar ganó guerras y escribió la historia del mundo hasta el fin de la inocencia, ¿por qué ya no conforma agenda en el panorama cinematográfico mundial? ¿Será que el amor se fue? Es cierto que las películas nominadas en lo que va de este siglo no tienen aliento para trascender más allá de su año de estreno, pero también sucede que el Hollywood de hoy no necesita premios para vender sus productos.
Tal vez actualmente haya más espectadores para los grandes tanques que en décadas pasadas, y quizá esos espectadores utilicen otra clase de butacas para sentarse a mirar esas películas. En ese caso el Oscar se atomiza, porque el cine entonces no necesita de fasto para su espectacularidad, porque la relación entre el espectador y su pantalla se vuelve mucho más íntima e indisoluble, y la experiencia colectiva no es necesaria. Sí, sí, es triste decirlo, pero así son las cosas en estos tiempos. Por eso, a lo mejor, el Oscar perdió lustre, porque la gente vive la épica del cine a la escala de sus dispositivos electrónicos. Y probablemente haya sido esa la razón para que el Oscar se volviera más indie y buscara, casi con desesperación, revalidarse en lo artístico, en lo autoral, aunque no lo encontrara en Hollywood y este ya se hubiera rendido a la corrección política. Este año, a diferencia de temporadas anteriores, el Oscar miró al pasado, incluso al propio. Se preocupó un poco menos por la diversidad y la coyuntura directas, como en las más cercanas ediciones anteriores, y se propuso observar ciertas peculiaridades de hechos y personajes que dominaron la segunda mitad del siglo xx. Lo más interesante es que no eligió la mitología para hacer tal observación; prefirió premiar una fábula para niños grandes con todos los condimentos que sazonan los portales de noticias, pero con una materia prima indiscutible: la desmesurada inventiva de Guillermo del Toro. El premio a la mejor película para La forma del agua es más un premio a la creatividad artística de Del Toro que a los logros de esta obra en particular. La maestría con la que el mexicano introduce al espectador en esos mundos imposibles se resume en esa maravillosa escena en la que la criatura anfibia se queda mirando, anonadada, una película bíblica en una enorme sala vacía. Amor por el cine y crítica al descuido de la propia industria en un solo plano. Porque La forma del agua presenta a una heroína muda con nombre latino, a una criatura capturada en el corazón de los ríos sudamericanos, a un vecino homosexual que se juega por la libertad, y a una compañera afrodescendiente que representa los valores del American way of life devastados por la realidad, que se enfrentan en plena Guerra Fría a la sinrazón de una defensa desproporcionada y se alían a la peligrosa opción por la ciencia, peligrosa porque es un salto sin red hacia el insondable abismo de lo desconocido. Poéticamente hablando, el modelo más claro de segmento internacional de la CNN, pero con televisores en blanco y negro y musicales perdidos en las brumas del destino. Que Del Toro consiga con eso una gran película y, a la vez, una obra de arte se escapa del molde a los que el Oscar parecía condenado. Con esta consagración Guillermo del Toro entra al parnaso de los directores que no son nada más que buenos artesanos; sin exagerar, podemos decir que adquiere un nombre con la estatura de un Alfred Hitchcock o Sergio Leone de esta era, aunque con una estatuilla dorada en su repisa favorita.
Sin embargo, mientras que Tres anuncios para un crimen, de Martin McDonagh, está a un paso de constituir un estudio no deseado sobre la estupidez; ¡Huye!, de Jordan Peele, casi se transforma en un divertido ejemplo de terrorismo racial; Llámame por tu nombre, de Luca Guadagnino, regodea su romance en torno a un paraíso fatuo; El hilo fantasma, de Paul Thomas Anderson, se retuerce dentro de la madeja de la felicidad; Lady Bird, de Greta Gerwig, toma conciencia de quién es lejos de casa frente al violento telón de la irracionalidad; y The Post: los secretos del Pentágono expresa, con la endiablada destreza de Steven Spielberg, cuáles son los caminos para comunicar una verdad posible, los dos mejores títulos de los nueve nominados por la temporada 2017 son complementarios de un mismo hecho. En ese marco en que el presente se ausenta (salvo Tres anuncios por un crimen y ¡Huye!, el resto de las nominadas se ambienta entre 1950 y 2003), Las horas más oscuras, de Joe Wright, y Dunkerque, de Christopher Nolan, cada una con su estilo, alejándose de la gravedad de la cuestión con ciertos guiños a la comedia de costumbres y con el alma abierta a la epopeya, refieren a la decisión de Winston Churchill de no firmar ninguna suerte de rendición de Reino Unido al Tercer Reich. En épocas en que el capitalismo debate su forma, mucho más lábil e intrincada que la del agua, esta bienvenida vuelta al heroísmo cotidiano, al deber ser, a la decisión de sentirse parte de la misma bandera, nos obliga a revisar qué queremos de nuestras sociedades y qué estamos haciendo por mejorarlas. Y otra vez el cine tiene algo para decir en una sala oscura, y hasta nos hace sentir otra vez el dulce cosquilleo de aquel amor devoto que creíamos perdido.