Por Carlos Diviesti.
El dolor de ya no ser.
Observen el título de esta película: Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades. ¿Quién puede esperar realismo con esa premisa? ¿Y quién puede esperar realismo de un poeta, de un bardo, cuando los bardos son epítomes y mensajeros del espíritu? Discrepo de la crítica especializada que demanda para esta película un anclaje a la realidad –sobre todo con la realidad histórica y política, como si el cine pudiera anclarse a algún tipo de realidad– que González Iñárritu jamás ejerció. En ninguna de sus películas anteriores el director mexicano se preocupó por observar la realidad social de su país o de las comunidades organizadas (recordemos, por ejemplo, Babel); más bien se preocupó por estilizar los síntomas de la anomia, con más énfasis en el miserabilismo y en una impostada belleza plástica (recordemos Biutiful), que en diseccionar el huevo que pone la serpiente de la misma anomia sobre la tierra arrasada.
González Iñárritu es un buen artesano del cine (recordemos El renacido) pero, aunque él se perciba como tal, no es un gran artista. Los grandes artistas del cine siempre fueron consecuentes con su objeto de trabajo y utilizaron la técnica (pensemos en los escenarios monumentales de Federico Fellini, en el blanco y negro contrastado de Ingmar Bergman, en las panorámicas inabarcables de John Ford) como vehículo para integrar la narración, nunca supeditaron lo narrativo al artilugio y nunca se consideraron más virtuosos de lo que corresponde. Lo que más irrita de Bardo... (más que ese niño en escala en el que se transforma Silverio Gama en un momento del relato, más que ese bebé que vuelve al útero porque no quiere nacer, más que Hernán Cortés sobre una pila de cadáveres que no están muertos) es que González Iñárritu ata su relato a la lente gran angular y a las panorámicas colosales, incluso cuando los primeros planos demandan su presencia porque no pueden obviarse. Esta decisión, que distancia al espectador y le impide la conexión efectiva con el cuento que le cuentan, también favorece un hastío que impide tomar dimensión del porqué de dicho procedimiento. Si la muerte es un salto a la inmensidad, a la del vasto imperio del tiempo y a la de la propia esencia del mundo, agotar la premisa desde la primera imagen anula el misterio del descubrimiento, la belleza de contemplarlo y la magia de encontrarnos en la pura invención del cine.