“Mi estilo es no tener estilo”
Por Gabriela Gómez
Actor, dramaturgo, director, docente teatral, Gerardo Begérez (Montevideo, 1981) se define como un trabajador incansable que no puede estar sin un proyecto entre manos que lo lleve a la escena teatral. En su relativamente corta carrera ganó en 2015 el premio Florencio al Mejor Director por el montaje de Cocinando con Elisa, que también recibió el Florencio a Mejor Espectáculo; Begérez también ganó el Florencio a Mejor Musical por Horror en Coronel Suárez, obra que escribió y dirigió. En 2016 recibió el premio Morosoli en la categoría Teatro, otorgado por la Fundación Lolita Rubial, y ganó el premio Escena por la obra Mi hijo sólo camina un poco más lento, del croata Ivor Martinić, otorgado por la Unión Europea a la mejor obra de autor europeo realizada por un elenco teatral uruguayo. Al momento de la entrevista con Dossier se encontraba ensayando Despedida en París, obra que estrenará este año, al tiempo que integra el elenco de Farsa en el dormitorio, de Alan Ayckbourn, dirigida por Jorge Denevi.
¿Cómo empezó su carrera teatral?
Empecé a los dieciocho años, cuando ingresé a la escuela de El Galpón. A los quince ya estaba en un taller de teatro, y después que entré a El Galpón me afiancé; además, todavía estaban todos los grandes: Nelly Goitiño, María Azambuya… Tuve a todos estos grandes docentes, aprendí mucho de ellos y los tengo siempre presente cuando estoy por estrenar y me pregunto “qué pensaría María de esto”, por ejemplo. Tuve la suerte de heredar toda la biblioteca de María y siempre estoy volviendo a sus libros.
Siempre ha sido muy fiel a El Galpón.
Es que es mi casa, y las instituciones te quitan algunas cosas pero te dan otras. Pienso que si uno quiere cambiar algo del lugar que siente que realmente le pertenece tiene que hacerlo desde adentro; y si hay algo que aprendí en este teatro es el sentido de pertenencia. Sé que es mi lugar y me pertenece tanto a mí como a otros compañeros. La pertenencia está en ese sentido en el lugar en que uno trabaja, para modificarlo, para mejorar su calidad artística; eso no quita que también sea libre, porque el ser humano es libre. Nada me ata a nada.
Tuvo un período en Buenos Aires, donde trabajó en teatro, actuando y versionando novelas de Pedro Lemebel.
Fui a vivir a Argentina en el mejor momento. Terminé la escuela acá, trabajé dos años más y con 22 años me fui a Buenos Aires con mi marido, que fue a trabajar. Dejé todo y me fui para hacer teatro en otro lugar. Llegué y ya estaba ensayando un proyecto que fue la obra La tercera parte del mar, de Alejandro Tantanián. Yo la había hecho acá; fue mi primera dirección, una experiencia hiperexperimental que hicimos con Soledad Frugone y Pablo Pippolo. La ensayamos durante nueve meses a escondidas y en las mañanas, para que no nos descubrieran, porque acabábamos de egresar de la escuela y no podíamos estar ensayando una obra. Durante nueve meses lo hicimos todas las mañanas, y cuando tuvimos algo sólido llamamos a algunos actores, se la mostramos y les gustó. Conseguimos una sala, y así fue que me vinieron las ganas de dirigir. Así que cuando me fui a Buenos Aires pensé: está bien que tenga ganas de dirigir, pero tengo que tener un sistema. Allí estudié dirección y aprendí bastante. Más adelante hice varias ayudantías de dirección con María Azambuya. Después me tomé el tiempo para ver mucho teatro durante los siete años que viví en Argentina. También vi mucho teatro internacional, viajé mucho durante tres años y eso me enriqueció mucho. También me enriqueció mucho ver teatro desde muy chico; cuando se creó Socio Espectacular, en 1997, yo tenía 16 años, saqué la tarjeta y me vi absolutamente todo. Aprendí muchísimo, porque lo que se aprende en la adolescencia queda para toda la vida. Yo ya sentía que tenía pasión por el teatro como espectador, y cuando ya entré en la escuela me involucré con El Galpón.
Sí, abrí una puerta a algo que denominaron teatro queer; en realidad, es teatro nomás. Éramos amigos con Lemebel, él vino a mis estrenos, yo viajé varias veces a Chile, me autorizó a dramatizar sus novelas aunque era una persona muy reacia y celosa en cuanto a quién autorizaba a utilizar su obra, entonces desde el primer momento tuvimos un hermoso vínculo y se fue generando la amistad. En ese momento produje obras no sé si de transgresión, pero yo sentía que tenía que ganarme un lugar en Argentina. Era una necesidad como creador y, a la vez, una zona que no estaba muy explorada por el teatro. El público argentino es un poquito más abierto que el uruguayo. Lo que me pasa en Uruguay es que si bien tengo las ganas o me surgen de repente proyectos un poco más locos, trabajo en instituciones que tienen determinado perfil: soy hijo de una institución, El Galpón. Entonces, para que los proyectos que tengo en la cabeza se puedan concretar, muchas veces tengo que adaptarlos a las necesidades de las propias instituciones. De todas maneras soy muy empecinado, cuando tengo un proyecto lo tengo que concretar, no importa si es en El Galpón, porque soy un tipo que siempre tiene que estar ensayando, así como siempre tengo que estar leyendo un libro. Ahora estoy preparando una obra con Miriam Gleijer y Anaël Bazterrica que se llama Despedida en París, de Raúl Brambilla, sobre un diálogo imaginario entre las divas Sarah Bernhardt y Eleonora Duse. La obra se hizo en Argentina hace unos años y la estoy haciendo con un perfil más experimental, sin presión de tiempo para el estreno.
El maestro por lejos como director y dramaturgo es Mauricio Kartun; es muy completo. Además de ser un maestro, Mauricio es muy solidario con todos sus colegas, él está despegado en muchos sentidos, y creo que es un referente para todos. Hay otros más jóvenes o cercanos a mi generación, como Claudio Tolcachir. Después están los hacedores que explican su creación, por ejemplo Ricardo Bartís, con quien también hice talleres; es muy interesante, tiene profundidad de análisis y desde su esfera de acción está relacionando todo con la política tanto de su país como mundial. Eso genera que todo lo que plantea cale profundamente, pero muchas veces en sus clases da los argumentos que lo llevaron a crear determinado trabajo. Mientras está creando sabe exactamente hacia dónde va.
Usted es docente de la escuela de teatro El Galpón.
María [Azambuya] me dijo que si volvía alguna vez a El Galpón tenía que pelear para reabrir la escuela. Ella tenía mucha visión y un profundo espíritu crítico; como docente fue la mejor que pude haber tenido. Tenía en mi cabeza esa especie de responsabilidad o de deuda, no sé cómo explicarlo, entonces cuando volví a Uruguay volví a mi casa, El Galpón, y me pregunté qué podía brindarle. Artísticamente voy a presentar proyectos con mi impronta. Los últimos cursos de la escuela fueron los que cursé, en el año 2000, entonces con algunos compañeros empezamos a contagiar esas ganas, lo presentamos a la asamblea del teatro y se reabrió la escuela, se hizo un llamado y de los que se presentaron nos quedamos con los mejores. Son 32 alumnos que terminan ahora el primer año. En la escuela todos nos formamos para pertenecer a este teatro, no formamos actores para que se vayan a pelear en el medio: estamos formando nuestros actores. No solamente nos retroalimentamos, vienen docentes como Santiago Sanguinetti y María Esther Burgueño. Hay docentes de otras instituciones, pero estamos trabajando para nuestro elenco y para sostener la institución. Esa es la diferencia con otras escuelas de teatro.
Mi estilo es no tener estilo. Trato de no encasillarme, la gente que analiza mi trabajo me encasilla. Trato de tener una forma de trabajo formado primero en la confianza plena y mutua con el actor. Cuando trabajo con un actor tengo que generarle un contexto –totalmente relajado y de entrega– de confianza en sí mismo como creador y en el vínculo con el director. En eso centro todo, es el inicio y la base del trabajo. Después me fijo un objetivo general y trabajo en cada ensayo un objetivo específico, el actor ya sabe qué va a trabajar ese día; organizo el trabajo, doy libertad. O sea, dentro de ciertos límites que tengo claros el actor va a experimentar, trabajar, proponer libremente. Tengo una poética clara desde el primer ensayo, hago un trabajo previo que dura meses, lo que Kartun llama el “acopio”. Cuando empiezo a ensayar una obra ya sé cómo será su gráfica, me gusta elegir la música y la escucho mientras estoy preparando los ensayos. Trabajo sobre el texto, le doy mi impronta, invento una acción que potencie la actuación, todo eso lo trabajo previamente. Al actor le doy los límites preestablecidos, pero tengo claro qué voy a hacer. En Cocinando con Elisa lo tenía muy claro desde antes de empezar a ensayar, a pesar de la dificultad que tenía ese montaje. Si no podíamos conseguir lo que necesitábamos y no podía ser como yo la visualizaba, no tenía sentido hacerla. Entonces antes de empezar a ensayar, les dije a los actores: esto va a ser así, va a haber animales colgando, sangre, animales vivos, será muy impactante visualmente.
En Mi hijo sólo camina un poco más lento conviven actores de generaciones, formaciones y estilos distintos, por lo que el desafío mayor de hacer este texto era cómo formar un elenco de diez actores de diferentes edades –la menor tiene veinte años y la mayor ochenta– y unificar el estilo de actuación. Tuve muchas dificultades con este texto. Me interesó porque estaba haciendo mucho ruido en Buenos Aires y quise leerla. Me costó mucho acceder al texto. El dramaturgo es croata: vi teatro en Croacia y tienen una poética bastante distinta. Mi marido es croata y cuando tramité la ciudadanía croata, casualmente la cónsul en Buenos Aires era la traductora de la obra. Gracias a esto pude acceder al texto y hacer las tratativas para conseguir los derechos. Compramos los derechos con El Galpón porque les entusiasmó a todos, y empezamos a ensayar. Cuando estábamos a un mes del estreno nos enteramos de que iba a venir la versión argentina y que se presentaba en una sala estatal –la Hugo Balzo–. No quise ver esta versión ni acá ni en Argentina, para tener libertad absoluta de creación, sin condicionarme, y para hacer algo diferente. Se generó una polémica en torno a por qué un elenco extranjero tenía una sala estatal cuando había una producción y un elenco uruguayo que iba a estrenar esa obra. No quise hablar de ese tema porque considero que en el teatro hay lugar para todos. Algunos compañeros preguntaron si me parecía bien estrenarla, y sí: la estrenamos porque tengo muy claro nunca postergar la fecha de un estreno, porque ahí abrimos la puerta de la mediocridad, de la cual soy enemigo y lucho permanentemente para no entrar en esa zona; no permito que eso contamine mis espectáculos. El Galpón tiene su público, hay mucha gente interesada que sigue las obras que hago, y las comparaciones van a existir igual; no habrá nada que comparar más que un texto, esa es la universalidad del teatro. Nos benefició que se instalara una polémica en las redes en cuanto a la llegada del elenco argentino y el estreno simultáneo de compañeros uruguayos. Nunca entré en esa polémica, pero se generó ruido en torno a esta obra y se llenó el teatro. Me decían que no tiene nada que ver una con la otra y que las dos tienen su estilo.
¿En el rol de director es en el que se siente más cómodo?
Soy un actor que se formó como tal, me gusta dirigir y creo que lo hago bien, aunque necesito actuar por lo menos una vez al año. Es una necesidad casi fisiológica: lo necesita mi cuerpo. La actuación es entrenamiento; uno siempre tiene que estar creando, pero al mismo tiempo no puedo dejar de dirigir. Es una necesidad, no puedo estar sin ensayar algo como director, puedo estar un tiempo sin subirme al escenario como actor, pero sin dirigir no. Si uno hace las cosas bien va a tener un lugar siempre en el medio, no estoy mirando lo que hace el otro. No tengo ningún tipo de frustración, no puedo quejarme, he hecho todo lo que podría haber hecho un director de mi edad; quizá alguien de cincuenta o sesenta años no ha hecho todo lo que hice yo. Eso me lleva a ser muy solidario, muy generoso con mis colegas, con mis actores, porque sé que soy un privilegiado, que soy un laburador, que me ha ido bien por mi propio empecinamiento, porque soy obsesivo del trabajo. Todo es mérito de mi propio trabajo. Si bien he hecho muchas cosas no tengo ningún tipo de deuda con nadie, he recibido el apoyo del teatro El Galpón, que traduzco en personas que dieron horas de vida, que lo construyeron con sus propias manos; algunos están y otros no. Con esas personas sí tengo un tipo de deuda, porque fueron quienes me formaron, pero no le debo ni al Estado, ni a ningún gobierno de turno, ni a ningún director de cultura, ni busco ningún cargo político, soy de izquierda, tengo cierta simpatía con el Partido Comunista, pero no tengo ningún tipo de deuda con nadie. Simplemente son deudas conmigo mismo, porque me gusta generarme desafíos, avanzar, estar siempre creando y creciendo; el compromiso lo tengo conmigo y es permanente.
¿Qué opinión le merecen las políticas culturales?
En los últimos tiempos fui la cara visible de muchas reivindicaciones, levanté una bandera que mi sindicato de actores estaba necesitando que levantara, y no me arrepiento. Trato de ser muy genuino con lo que pienso; a algunos les podrá molestar, a veces cometeré errores, tendré una forma que quizá no a todo el mundo le guste, quizá por ser naturalmente transgresor en la forma de relacionarme con la vida. La política es una herramienta muy poderosa de construcción, como lo es el teatro, no estoy de acuerdo con que el teatro tenga una bandera partidaria. Hablo de la política en general, como herramienta de cambio, y en ese sentido se relaciona con el teatro, pero no creo que nuestra institución ni ninguna otra institución teatral tenga que tener una bandera político-partidaria. En cuanto a políticas culturales, algunas han sido acertadas, otras tímidas, otras que –como muchas cosas– se desestimulan, se desinflan, algunas vagas, porque no todo el mundo quiere trabajar realmente, hay cierta pereza para hacer las cosas o miedo o frustración, que no deja avanzar. Trato de construir y vivo en función de eso. Construyo espectáculos sin destruir nada.