Por Florencia Sáder.
Durante la pandemia la gente descubrió cosas nuevas de sí misma. Daniela Rivero, quien con su marido regenteaba un restaurant en La Juanita, se encontró con la investigadora nata que llevaba adentro. Empezó con Instagram, donde recogía historias de José Ignacio. Pronto se dio cuenta, por la recepción de la gente, el interés, la cantidad y variedad de las historias que iba recopilando, que tenía en sus manos un diamante en bruto. El proyecto por momentos la excedía, le costaba ver cómo organizar la información. Entonces pidió ayuda al historiador Juan Antonio Varese, que casualmente tenía en su corazón un lugar muy especial para José Ignacio, ya que es sobrino nieto del visionario ingeniero Eugenio Saiz Martínez. La colaboración entre ellos, más incontables entrevistas –cerca de cien según la autora–, una certera edición y fotografías viejas que familias de la zona iban rescatando del fondo de cajones empezaron a darle forma a la historia para muchos desconocida de ese pueblo de mar, como lo llama la autora en su libro. Más tarde se sumó el gestor cultural Sebastián Manuele, quien ayudó a darle forma al libro, tal cual será presentado esta temporada veraniega.
Historias de un pueblo de mar es la ópera prima de Daniela, pero, según sus palabras, en su investigación encontró otras historias que merecen ser contadas con mayor profundidad, así que estamos seguros de que no tardaremos en ver otra obra de ella con José Ignacio como escenario.
La formación del balneario y casco viejo tiene sus orígenes en el loteo de terrenos que realizó Manuel Saiz Álvarez, responsable de la proyección, posición y urbanización de la ciudad de Aiguá. Saiz estaba radicado en la villa de San Carlos con su esposa Eugenia, también española, quien se destacó por ser la directora de una escuela llamada Eugenio Garzón en la villa del mismo nombre.
A Saiz Martínez le habían ofrecido un lote importante de hectáreas al lado de Punta del Este y otro que comprendía la península de José Ignacio, y prefirió invertir en esta península. Era un visionario y no lo dudó, compró las 404 hectáreas. Su padre fue quien hizo el primer fraccionamiento del casco de José Ignacio, de aproximadamente cuarenta hectáreas, tratando de respetar la vista al mar en todos los lotes.
La historia del José Ignacio internacional, como lo conocemos hoy, en el que durante los últimos días de diciembre y los primeros de enero podemos escuchar exóticos acentos e idiomas de distintas partes del mundo, es muy reciente. Ese hermano menor de Punta del Este que no se dejó seducir por los rascacielos miamenses, como lo hizo su hermano mayor, que quiso guardar su esencia de pueblo de mar y rehúsa parecerse a una ciudad, tuvo un crecimiento exponencial en las últimas décadas. Hasta 1994, José Ignacio no contaba con abastecimiento de agua corriente.
Sus primeros pobladores fue gente de campo, ya que allí había estancias y algunos intrépidos veraneantes provenientes de San Carlos, principalmente. Primero llegó el teléfono, allá por 1979; luego vino el puente en 1981, lo siguió la electricidad en 1982 y finalmente en 1992 llegó el agua. Hasta ese entonces las casas y otras construcciones de José Ignacio se abastecían de agua que salía de dos cachimbas y que repartía por las casas el aguatero de la zona. Parece increíble, cuando vemos el desarrollo edilicio que tuvo José Ignacio con imponentes casas por conocidos arquitectos como Carlos Libedinsky, Martín Gómez o la imponente edificación con paredes de titanio de Playa Vik, por Carlos Ott, que la llegada del abastecimiento de agua corriente tenga apenas treinta años.
Aníbal Techera fue uno de los aguateros más conocidos. Oriundo de la zona rural, cuando se retiró de la labor del campo consiguió comprarse con sus ahorros un lote en el casco de José Ignacio. Fue el aguatero del pueblo desde 1970 hasta 1982. En verano el trabajo era arduo, aún más si había sequía, ya que a esta se sumaba la mayor cantidad de gente y consumo de agua. Don Aníbal recorría el pueblo con un carro tirado por su yegua Diana de sol a sol, el trabajo no daba tregua. Daniela lo recuerda en este libro, a él y a tantos personajes hoy prácticamente olvidados que nunca se imaginaron que estaban ayudando a forjar un balneario de reconocimiento internacional.
El encanto agreste de esa pequeña península oceánica de apenas dos kilómetros de largo supo atraer con su belleza salvaje a personas de distintos rincones del mundo que llegaban buscando el charme de aquel pueblo de mar, que había trascendido como los secretos mal guardados. Domina la península el faro majestuoso, testigo y protagonista de la historia de este paraje desde 1877.
La concesión para levantar el faro fue ganada por la empresa española Costa y cía., cuenta Daniela en su libro. Se utilizó tierra de Roma, semejante al portland, piedras de la cantera de Garzón y agua de una cachimba cercana. En 1907, luego de vencido el plazo pactado de usufructo con la constructora, el faro pasó a manos del Estado uruguayo.
Antes de su construcción, fueron muchas las naves que encallaron en la oscuridad de esa costa atlántica, emboscados por los fuertes vientos y las nieblas. Los desastres marítimos, pérdidas humanas y materiales, motivaron la construcción de este coloso de 32 metros que hasta el día de hoy domina el paisaje de este pueblo y es el sujeto de miles de fotografías de todos los que visitan esa zona.
En 1907, el mismo año en que Punta del Este pasó a llamarse así, pues hasta entonces su nombre era Villa Ituzaingó, Eugenio Saíz Martínez compró el campo de más de cuatrocientas hectáreas en una península de médanos, zona de arena y rocas donde el viento oceánico soplaba sin para: lo que hoy es el casco de José Ignacio y parte de Arenas de José Ignacio y su área circundante.
En este pueblo de mar se instalaron algunos de los restaurantes de más renombre internacional, como el emblemático La Huella, el Parador Santa Teresita o Los Negros. También supo seducir al multimillonario de origen noruego Alexander Vik, quien construyó allí tres versiones de su sueño de aunar la hotelería con el arte: Estancia Vik, Bahía Vik y Playa Vik. Pasaron por él y supieron pasar temporadas personajes famosos como el novelista inglés Martin Amis, hijo del también famoso escritor Kingsley Amis. Fue visitado por incontables estrellas de cine, jet setters internacionales y personajes de la farándula rioplatense. Su estilo bohemio chic lo hace más atractivo para muchas personas que la sobre construida Punta del Este.
La gente que eligió José Ignacio lucha por preservar este pueblo lejos de los rascacielos, los letreros luminosos y las calles asfaltadas. Es una lucha ardua, ya que la codicia y los altos precios del metro cuadrado hacen que instituciones que velan por los intereses del balneario, como la Liga de José Ignacio, tengan que estar en constante alerta ante los avances de los que ven el negocio más allá de la preservación de un estilo de vida que constituye justamente su marca y mayor atractivo.
No faltaron polémicas a lo largo de estos años, como la que generó la construcción del puente redondo sobre la Laguna Garzón, que enfrentó a los defensores acérrimos de las pintorescas balsas con los fuertes intereses en que hubiera un puente que permitiera unir de forma más fluida ese tramo de la Ruta 10 con el resto del balneario.
Como en todo proceso de gentrificación, hay dolores de crecimiento en el que hay pobladores originales que son desplazados, algunos seducidos por el dinero que les ofrecen por sus propiedades y otros porque se sienten invadidos en su propio lugar, que está cambiando de carácter ante sus propios ojos; otros se adaptan, acompañan los cambios y encuentran nuevas oportunidades. Este libro busca rescatar esas historias de cientos de personajes que forjaron el carácter de este balneario que hoy atrae a personas de todo el mundo y derrama su crecimiento hacia lugares más remotos como Pueblo Garzón.
José Ignacio es lo que es gracias a hombres y mujeres visionarios que se instalaron a lo largo de los años en ese paraje indómito y agreste, en el que por momentos, como dice uno de los carteles que da la bienvenida al pueblo, “Aquí solo corre el viento”.
Sobre la autora
Daniela Rivero tiene 48 años es apasionada por las historias y relatos familiares. Emprendedora del sector gastronómico, dirige junto a su marido Juan Carlos Aizpuru (proveniente de una de las familias pioneras que llegaron del país vasco hace casi doscientos años) el restaurante Oculto, en la zona de la Juanita, una de las iniciativas más originales de la zona. Daniela es oriunda de Maldonado y está radicada en la zona de José Ignacio desde hace más de veinte años. Su cercanía con los personajes y el afecto por el paisaje de la región se remontan a su niñez. Solía pasar fines de semana con su familia en un rancho frente a la Laguna de José Ignacio. Impactada por el veloz crecimiento de la zona y los cambios en la composición del barrio, producto de una explosión turística sin precedentes, sintió una necesidad incontenible de rescatar la memoria de sus pobladores originarios. La sed por escribir e investigar la conectó con historiados y escritores, entre ellos quien fue su mentor para este libro, Juan Antonio Varese. Se destaca en su obra una extensa investigación de archivo y fuentes oficiales, aunque la riqueza del relato surge de las entrevistas en profundidad a descendientes de las primeras familias de habitantes. Por momentos su voz es la voz de esos personajes, muy presentes en su vida desde pequeña que forjaron la identidad del balneario.
En cuanto al nombre de José Ignacio (extracto del libro)
Se cree que el nombre lo tomó un estanciero de la zona, tropero y faenador muy conocido, que se llamaba José Ignacio Sylveira. Algunos hablan de un indio que trabajaba para las misiones de los jesuitas, que por entonces se encontraban distribuidas por todo el territorio de la colonia española. Otras versiones cuentan que José Ignacio habría sido un tripulante de un barco que naufragó en las costas uruguayas, y otros creen que fue un pirata que navegaba por esas aguas y se ahogó.
Es más, hace mucho tiempo había una cruz en las rocas al este del faro, zona conocida como la Piedra de la Cruz o el Bajío de la Cruz, y se decía que José Ignacio fue sepultado ahí –algunos conocen el lugar como Sillón de la Reina–.
Juan Álvarez, escritor e historiador carolino, fue quien me informó que, según la tradición oral, se cree que la tumba pertenecería un marino italiano de un barco inglés naufragado por una tormenta. Esta crónica de los hechos figura en el diario El Telégrafo de fines del siglo XIX.
En el pueblo me contaron que en los años cincuenta Rosa Fernández, la esposa del comisario del pueblo, Juan Antonio Correa, con una de sus hijas y una cuñada encontraron en el Bajío de la Cruz un bulto que se notaba que era una especie de tumba, donde asomaba un par de zapatos casi destruidos; no había cruz alguna en el lugar. Excavaron, sacaron los pocos restos y los pusieron en una caja, volvieron a darle sepultura en el mismo lugar y le colocaron una cruz de madera señalando el lugar. Durante algún tiempo la gente le dejaba flores a dicha cruz, pero esta un día desapareció. “Nunca nadie preguntó nada”, me comentó el hijo de Rosa Carlos Correa. Hoy en un día no hay cruz, pero alguien ha puesto una placa en su lugar.
Según la reconocida historiadora María A. Díaz de Guerra, el nombre de Faro de Punta de José Ignacio se refiere a la zona más cerca de Carapé, donde nace el arroyo de José Ignacio, mientras que Punta José Ignacio es la esquina rocosa más al suroeste de la península, que es donde se construyó el faro. Esta explicación sería la más acertada.