Sorpresa imperfecta.
Por Carlos Diviesti.
En la presentación de Anora durante la Semana de Cine del Festival de Cannes en Buenos Aires, el delegado del principal certamen del mundo, Thierry Frémaux, dijo que esta última Palma de Oro le recordaba mucho a otra entregada de hace ya setenta años: la que se le concedió a la también estadounidense Marty, de Delbert Mann.
Es cierto que ambas películas tienen un telón de fondo similar, el de las clases populares en las grandes urbes (una Nueva York desigual en el siglo XX, y una Nueva York desigual e hiperdesarrollada en el siglo XXI); pero mientras Marty narra su historia sin apartarse del personaje principal (un carnicero de origen italiano que se cree feo y que se niega a enamorarse por miedo al desamor, en una sociedad donde late la posguerra, y la xenofobia y la intolerancia están a punto de estallar), Anora pone en primer plano sus recursos formales antes que enfocarse en el desarrollo de sus criaturas.
Anora, de ancestros eslavos y quien prefiere ser llamada Ani, es una bailarina que se prostituye en un local más frecuentado por turistas que por locales. Una de esas noches tan parecidas entre sí, un muchacho ruso, Iván, la toma como objeto de deseo, le paga muy bien, le ofrece pasar una semana con él y hasta le propone casamiento durante una escapada a Las Vegas, anillo de tres quilates en el dedo y todo. Iván es hijo de un oligarca moscovita, y cuando su madre se entera de que se casó con una puta se arma la batahola, y unos esbirros armenios que trabajan para el oligarca ruso deben cumplir con la misión de divorciar a la pareja.
Aunque formalmente apasionante, sin embargo en sus dos horas veinte de duración Anora prefiere el espíritu burlón de su estructura a profundizar en la mercantilización del cuerpo o en la globalización capitalista, y eso la vuelve tan calculada como las luces led del boliche donde trabaja Ani, y le restan profundidad a esos posibles volantazos que siempre pega el destino.