La ley del mercado.
Por Carlos Diviesti.
Carlos tiene un patrón jovencito que se llama Rodrigo, quien tiene un bebé con algún problemita y una mujer preciosa que se llama Federica. Son buena gente, como el patrón mayor, el padre de don Rodrigo, gente preocupada por la cosecha y el bienestar de los demás. Al menos eso dice el padre de Carlos cuando le sugiere a don Rodrigo que se lleve a su hijo a trabajar porque él ya está viejo, y porque ese trabajo le permitirá a Carlos entrenar al caballo para la carrera del pueblo, su máxima ambición.
Rodrigo acepta porque tiene que hacer buena letra con su padre y con la cosecha de la que lo hace responsable, y Carlos y don Rodrigo se hacen amigos, casi compinches, una de esas amistades que desafían los cánones sociales establecidos en estas vastas pampas acuchilladas del sur del continente. Carlos es un gurí todavía, pero ya tiene una hijita con Estefanía.
Una tarde los padres de Carlos, Estefanía y la beba lo van a visitar a la estancia donde trabaja, y Carlos se lleva a Estefanía y a la beba a pasear en tractor. Algo tremendo pasa, algo que vemos de lejos y que no se puede remediar. Y la amistad entre Carlos y Rodrigo se quiebra, al tiempo que Estefanía se empodera, Federica se vuelve monstruosa, y el clima se enrarece para que El empleado y el patrón encuentre sus mayores virtudes.
En aquella geografía inmodificable de las fronteras, ese suspenso que crece a medida que se acentúa la ambivalencia en el juego del poder tiene su punto más verosímil cuando los personajes de ese maravilloso cuarteto de actores (Nahuel Pérez Biscayart, Cristian Borges, Justina Bustos y Fátima Quintanilla) muestran su verdadera naturaleza, tan lejana de la impostura social y tan cercana de nuestra esencia como especie. Visualmente espléndida, con esos constantes tonos fríos derivados del azul, El empleado y el patrón tiene la extraña virtud de no pontificar sobre cuestiones sociales o políticas de nuestra coyuntura actual. Sin embargo, le pone el pecho a las balas sin establecer juicios ni encontrar culpables, porque nunca se pregunta por la inocencia de nadie.