La cultura en tus manos

Rossina Abril se confiesa. “Soy una persona profundamente nostálgica”

26 noviembre, 2025

Por Eldys Baratute.

Rossina y yo habíamos acordado vernos en una cafetería. Y aunque parezca el comienzo de un cuento, esta es una historia real. Pactamos la entrevista días antes, mucho antes, pero no había podido ser y al final el día elegido para vernos lo hicimos justo en medio de un paro, con la calle 18 de Julio abarrotada, mientras el eco de alguna consigna repicaba en nuestros oídos. Imaginé mil veces este encuentro, por primera vez entrevistaba a una fotógrafa. De todas las escenas que soñé, la que más me gustaba era verla llegar con un sobretodo negro, pantalones ajustados, gafas oscuras, el rostro duro y una cámara en cada mano, con los dedos índice sobre los respectivos botones de disparo, haciendo fotos a ráfagas, sin respirar, como salida de una película de ciencia ficción. Luego se sentaba junto a mí, me estiraba la mano derecha sin soltar la cámara, y me decía: “Hola, soy Rossina, sí, yo, la misma que estabas esperando”. Todo eso lo imaginé justo antes de verla entrar con jeans anchos, sin cámara alguna, una cartera y un rostro que me transmitía toda la paz que yo necesitaba en ese momento. “Hola, tú eres Eldys", me dijo y yo, medio aturdido aún, le dije que sí. Y empezamos a conversar, como si nos conociéramos de toda la vida.

“Practiqué patín artístico desde los cuatro años, y llegar a competir a nivel sudamericano fue una experiencia muy importante que me marcó a niveles profundos. Entrenaba muchas horas por día, y si bien me entusiasmaba superarme técnicamente, lo que realmente me fascinaba era el trabajo creativo: inventar coreografías, elegir la música, construir climas. Fue mi etapa más temprana de conexión con el proceso creativo y con el arte escénico. El patín me enseñó disciplina, constancia y entrega emocional. Me permitió descubrir formas hermosas de conectar con la imaginación, la sensibilidad y el cuerpo en movimiento. Hoy siento que fue una de mis primeras formas de lenguaje: una manera de contar algo que no se puede decir con palabras. Sin saberlo, ese vínculo con lo escénico, con lo expresivo, fue un origen silencioso de todo lo que vino después”.

Entonces tuve que aceptar, avergonzado, que no la había reconocido. Aunque en su perfil de Instagram había mirado mil veces sus autorretratos, cuando entró ese día no supe que era ella. 

“Hacer autorretratos fue mi primera conexión con la fotografía.Surgió de una necesidad de entenderme, de explorar qué pasaba dentro de mí y de construir una relación más íntima con mi imagen y con mi cuerpo. Para mí siempre fue un espacio terapéutico. Por otro lado, a los trece años, cuando empecé a sacar fotos, la inspiración solía llegar de noche, y conseguir modelos en esas condiciones era difícil, así que empecé a fotografiarme a mí misma. Ahí entendí que el autorretrato me daba una libertad absoluta: podía crear sin depender de nadie, sin expectativas, jugando con la luz, el vestuario, el maquillaje, los personajes. Era un lugar de invención ilimitada.

Con el tiempo entendí que no era una práctica tan ligada al ego, sino más bien al deseo de exploración. A veces es una forma de sanarme, de verme desde otro lugar, de encontrar en la imagen algo que no sabía que estaba. También es un espacio íntimo en el que puedo crear sin pensar en la mirada ajena: son fotos para mí. 

“No siempre soy ‘yo’ en los autorretratos: hay proyecciones, emociones, máscaras, heridas. Más que una exposición directa, es un lenguaje simbólico. Creo que fotografiarme a mí misma también me enseñó a empatizar con las personas que retrato: a entender cómo se sienten, qué tipo de dirección necesitan, qué los incomoda o los calma. No sé si podría acompañar esos procesos desde la cámara sin haber pasado primero por ese lado. Me gusta pensar mi rol de retratista como un espejo en el cual las personas se pueden observar de forma honesta y sin presiones. Creo que también funciona a la inversa: termino reflejándome yo también en quienes retrato. Como si se generara una fusión entre mi historia y las suyas. Y como todo en la vida, hay partes de luz y partes de sombra. Creo que la oscuridad es ese lugar honesto donde no hay nada que sostener porque ya se cayó todo; eso me parece interesante y digno de observar. También, a nivel visual, las sombras son una parte importante en la composición de una fotografía. Si una imagen fuera solo luz, estaría quemada y no tendría profundidad alguna. Las sombras dan profundidad y forma; creo que funciona un poco así en la vida real también. Pero igual es cierto que pongo mucho de mí, de mis propias inquietudes. Hay algo de confesión en cada retrato, aunque no sea evidente. Una de las cosas que más captan mi atención en el día a día es la luz: la de los lugares, de las personas, las luces reflejadas o tamizadas por una nube gigante. Me parece alucinante y bellísimo. En ese contexto, muchas veces los ambientes oscuros los genero para preponderar una luz en especial. Como te decía, si una imagen es solo luz, se pierde su impacto y pierde fuerza. Los ambientes oscuros son un buen lienzo para el juego de luces. A la vez, creo que la luz no es solo un elemento técnico o estético, sino una forma de mostrar lo que está oculto. No busco eliminar la oscuridad, sino que ambas convivan. En mi trabajo, suelo jugar con contrastes: entre lo que se ve y lo que se intuye, lo delicado y lo más duro, lo suave y lo áspero. La luz ayuda a revelar, pero también puede ser fuerte o dura. La oscuridad no siempre es algo negativo; puede dar profundidad y un espacio para pensar. Me interesa ese equilibrio porque creo que es parte de la realidad humana”.

Si hay algo que destaca en la obra de Rossina es el tratamiento de la figura femenina. En sus fotos se abrazan la delicadeza y el carácter; lo sensual y la huella del tiempo, como si cada imagen contara una historia.

“Mi historia está profundamente marcada por el vínculo íntimo y complejo con mi corporalidad. Crecí, como muchas, atravesada por expectativas ajenas sobre cómo debía verme o comportarme. Creo en la fotografía como una herramienta para explorar esa relación y, a veces, sanarla. Para mí, el cuerpo no es solo un objeto visual, sino un territorio simbólico que guarda memoria, identidad, tensiones y transformaciones. 

“A través de mi obra busco una expresión más honesta y libre, que no responde a una mirada erotizante ni cosificante, sino que indaga cómo habitamos el cuerpo y cómo nos atraviesa el hecho de ser miradas. Es un trabajo que nace también desde el deseo de aceptación, disfrute y reapropiación. En ese sentido, la feminidad en mi obra funciona como un lugar desde el cual pensar lo íntimo, desarmar mandatos culturales en torno a la piel, la vulnerabilidad y la presencia física. Es una forma de reconciliación con lo femenino que históricamente ha sido controlado, censurado o idealizado. Trato de acercarme a eso con honestidad, cuidado y atención, explorando distintas maneras de habitar el cuerpo y la identidad. 

“Me considero una persona feminista, entendiendo el feminismo como la toma de conciencia sobre la desigualdad de derechos que tenemos las mujeres frente a los hombres y la lucha por la igualdad en ese aspecto. Más allá de vivir la vida desde ese lugar, mi obra también está atravesada por esta visión, ya que utilizo mucho mi historia personal como material de creación e inspiración, y creo que todo arte es político. Además, soy muy consciente de la desigualdad de oportunidades que existe en la fotografía y el audiovisual, lo que me interpela (y enoja) constantemente. Creo que el feminismo está presente en la forma en que construyo mi mirada y tomo decisiones al narrar una historia visual: en cómo elijo a quien retratar, desde dónde, con qué respeto. En mi modo de habitar mi cuerpo y de darle lugar al de otras personas. También en mi manera de producir: colaboro frecuentemente con otras mujeres y busco crear entornos de trabajo cuidados y sensibles, que no reproduzcan jerarquías ni fórmulas preestablecidas”.

Por extraño que parezca, en ciertos círculos se debate si la fotografía es arte o no, si es más una herramienta de comunicación (que también lo es, obviamente) o si también constituye un espacio para crear, soñar, construir mundos ajenos o propios. 

“Veo a la fotografía como una llave para entrar a lugares –tanto espaciales como personales– a los que no cualquiera puede acceder. La cámara habilita el contacto con personas, realidades y experiencias, pero a la vez siempre estás en el rol de observar. Hay una especie de deseo de entrar en la intimidad del otro, de ver más allá de lo visible, de asomarse a una verdad que a veces ni la persona retratada conoce. En mi caso no soy una observadora pasiva. Me involucro profundamente con quien retrato, incluso cuando trabajo con modelos. Hay un vínculo que se genera, una energía compartida. Y creo que debe existir un fuerte sentido de responsabilidad y cuidado al momento de cumplir ese rol. Me gusta la improvisación como impulsora y canal del proceso creativo. Mi intención es siempre asegurar la parte técnica –desde aprender y estudiar hasta dejar a disposición todo objeto o equipo que pueda necesitar durante el proceso creativo– para así permitirme el desapego del pensamiento al momento de crear. Siempre lo pienso como entrar en un túnel del que salís transformada/o. Pero para que eso suceda necesito dejar espacio al momento intuitivo, en el que hay varias opciones y caminos a tomar. Si planifico absolutamente todo de antemano, no se habilita el juego, la sorpresa, lo nuevo. Ese momento de creación más libre, donde aparece lo inesperado, en realidad se sostiene sobre mucho trabajo previo: aprendizaje, análisis, horas de observación, incluso premeditación. Me interesa ese equilibrio entre lo conceptual y lo intuitivo, entre lo cerebral y lo visceral. A veces la idea aparece de golpe, en una imagen mental fugaz, pero luego viene un proceso largo de elaboración, prueba y error, ajustes. Otras veces es al revés: parto de una idea que me intriga profundamente, pero en el momento de fotografiar dejo que la emoción me guíe. No soy una fotógrafa metódica en el sentido tradicional, pero eso no significa que no piense o que no investigue. Mi trabajo tiene una carga emocional muy fuerte y, a la vez, está lleno de referencias simbólicas, artísticas y filosóficas. Siempre pongo el ejemplo del manejo de la cámara. Es difícil improvisar si hay que estar pensando demasiado en qué ajustes usar para lograr una buena exposición. La idea es tenerlo tan incorporado que, al momento de disparar, lo haga casi sin pensar, y así puedas fluir con todo lo que está sucediendo. Para llegar a eso, se necesita mucha entrega, estudio previo y obsesión. 

En 2020 armé un taller que llamé ‘Fotografiar desde la intuición’, con la idea de bajar a tierra una metodología sobre algo tan intangible como el proceso creativo intuitivo. Así como se aprende a improvisar en el jazz o en la danza, me parecía interesante habilitar un espacio así en la fotografía. Nunca lo saqué a la luz porque terminé mudándome a Buenos Aires, pero tal vez en algún momento me anime y lo haga”.

Y entonces le pregunté por la cámara. Se supone que una fotógrafa no debe andar sin ella, y para mi asombro abrió la cartera y la sacó de una bolsa pequeña. Tócala, me dijo, no tengas miedo, no se te va a caer, y yo la agarré unos segundos con el respeto que se le tiene a algo tan personal, ajeno, algo que tiene tanta historia.

“En mi caso, prefiero la fotografía analógica en general porque me encanta la textura, el color, el rango dinámico de la imagen y la dinámica más pausada que se genera al disparar en película; requiere mayor concentración y convicción al momento de tomar decisiones, porque solo tenés treinta y seis fotos por rollo, pero en mi experiencia los resultados suelen ser hermosos. Sin embargo, la realidad es que en Uruguay no suelen contratarme para trabajos publicitarios en analógico. Aunque en otros países es lo más habitual, acá se prefiere la fotografía digital –al menos esa es la impresión que tengo–. Me encantaría que me contrataran para hacer publicidad en analógico; ojalá suceda. Dicho esto, creo que la herramienta no define la profundidad de la obra, sino la forma de abordarla. La fotografía analógica me obliga a un ritmo más lento y meditativo, que me conecta con la materia, el error y la espera. En cambio, el mundo digital, sobre todo en publicidad o moda, demanda inmediatez y volumen. Ambos lenguajes tienen sus potencias y limitaciones. No creo en una jerarquía entre lo analógico y lo digital; creo en la intención con la que se usa cada medio. Y ya que hablo de lenguajes, tampoco creo que mis imágenes necesiten un título para ser decodificadas. Me interesa la libertad que se genera cuando la obra no está atada a una palabra: que cada persona pueda imaginar su propia historia, conectar con lo que ve desde un lugar íntimo, sin una guía que condicione la mirada. Tal vez sea una forma de cuidar el misterio, de mantener abierta la interpretación. No se trata de alejar a nadie, sino de invitar a ver con más libertad. A veces siento que poner un título es como cerrar una puerta antes de que el otro entre. Prefiero dejar las ventanas abiertas, permitir que cada quien complete el sentido desde su experiencia, sus recuerdos, sus emociones. Para mí, una imagen tiene muchas posibles lecturas, eso es parte de su riqueza. Incluso me resulta más interesante cuando alguien ve algo muy distinto a lo que imaginé: ahí es cuando la obra empieza a vivir fuera de mí. De todos modos, no es una regla cerrada. En ciertos casos he sentido la necesidad de nombrar una foto o una serie, pero no porque quiera decirle al otro qué pensar, sino porque ese nombre me nace y se vuelve parte del proceso”.

En su obra Rossina se mueve entre dos aguas, dos estilos que pudiesen parecer antagónicos si se miran superficialmente. La fotografía artística, intimista, personal, y la otra que se destina más a la publicidad.

“Creo que la búsqueda es constante, sobre todo porque siempre queda mucho por aprender, y tanto el crecimiento personal como los cambios del entorno me impulsan a seguir explorando nuevas miradas, narrativas e historias para contar, así como distintas formas de hacerlo. Con el tiempo, siento que se fue formando un hilo conductor estético en mis imágenes –incluso entre retratos, paisajes y fotografía de moda–, una cierta coherencia visual que aparece aunque los contextos sean distintos. Pero no me interesa cristalizarme en un estilo cerrado ni quedarme cómoda en lo que ya sé hacer. Para mí, la cámara es una herramienta de exploración más que de afirmación, Quiero seguir sorprendiéndome con lo que soy capaz de descubrir y contar. Sí, totalmente. Estudiar cine en Madrid fue una experiencia muy formativa porque me abrió otras maneras de narrar, de pensar la imagen en movimiento, el montaje, el tiempo. El amor por contar historias siempre estuvo, y sigue intacto. Aunque no me haya dedicado directamente al cine, siento que esa mirada está presente en mi trabajo: en la construcción de atmósferas, en el uso de la luz, en cómo compongo cada imagen. No descarto volver a ese territorio en algún momento. También he hecho trabajos audiovisuales en el ámbito de la moda y la publicidad. Me interesa muchísimo la creación audiovisual como un lenguaje híbrido, donde se fusionan lo performático, lo visual y lo narrativo. En la fotografía de moda, como en muchos ámbitos artísticos, la clave está en el trabajo en equipo. La manera de combinar y abarcar todas esas aristas –la idea del diseñador, la belleza de la modelo, lo que puede interesar a los públicos– es dando lugar y escucha a los profesionales con quienes comparto el trabajo. También trato de poner mucho foco en la preproducción, las reuniones previas, la construcción de los conceptos, la comunicación fluida entre todas las partes, etcétera. Además, todo el tiempo pienso producciones que me gustaría hacer. Casi todos los días se me ocurren ideas o conceptos que me dan ganas de crear, y muchas veces esas ideas las termino materializando en trabajos para clientes”.

Alguien que comenzó tan joven tiene, evidentemente, coincidencias con otras creadoras, puntos en común. Deudas.

“Conocí la fotografía de Brooke Shaden cuando tenía quince años, fue una de mis primeras inspiraciones, mi primer referente, podría decirse. Aprendí mucho de ella en mis etapas iniciales, y veía una fotografía que acá en Uruguay no se veía mucho. Fue una figura que me impulsó a explorar mi creatividad por encima de la técnica; creo que eso me llevó a consolidar una mirada muy personal y auténtica. Hoy en día, mi fotografía ha cambiado mucho y ya poco tiene que ver con lo que ella hace, pero la sigo admirando tanto como el primer día que vi su trabajo. Para mí, ella fue una puerta de entrada a creer que se podía contar algo profundamente personal desde la fotografía. Su obra me enseñó que lo onírico, lo conceptual y lo autorreferencial podían convivir en una misma imagen. Con el tiempo, he encontrado mis propios caminos y mis referencias se han expandido. No le tengo miedo a la influencia, porque sé que toda obra nace del diálogo con otras obras; pero creo que lo importante es transformar esa inspiración en una voz propia y siempre agradecer a quienes nos inspiran. Pero también tengo otras influencias. Muchísimas. En fotografía me inspiran Annie Leibovitz, Fernanda Montoro, Jan Saudek, Sebastião Salgado, Polina Washington, Marina Mónaco, Petra Collins, Mathias Barrios, Lucas Bornes, y podría seguir nombrando. También tengo un amigo, Mauricio de León, que es pintor y fotógrafo, y ha influenciado mucho mi trabajo. Además, recibo mucha influencia de todo lo que consumo: lecturas, poesía y cine. La música y la danza también tienen un lugar muy importante en mi vida”.

Pero también, si se mira bien, se descubre un poco de nostalgia en sus fotos, a veces dolor.

“Soy una persona profundamente nostálgica. He tenido muchas pérdidas a lo largo de mi vida que me han marcado muchísimo. Mucha gente querida se fue de mi lado; incluso he visto la muerte muy de cerca. Pero, curiosamente, no le tengo tanto miedo a la ausencia; incluso a veces siento que la busco. Me gusta irme de los lugares por un tiempo, para sentir ese vacío. No sé qué significa, pero sé que es algo que está ahí y me impulsa al movimiento. En ese contexto, la fotografía cobra todo su sentido para mí: como forma de retener lo efímero, de ‘capturar’, como decimos nosotros. De irme de los lugares, pero irme con algo que va a durar para siempre. Muchas de mis imágenes son intentos de diálogo con esas ausencias: invocaciones, homenajes, reconstrucciones imaginarias. La fotografía tiene algo de eso también: retener lo que se escapa, fijar lo que ya no está. Trabajo mucho desde la nostalgia, no como lamento, sino como motor poético”.

Rossina Abril es retratista y fotógrafa de moda, nacida en Uruguay. Estudió cine, formación que nutrió su capacidad para construir atmósferas e historias visuales. Actualmente cursa la carrera de relaciones internacionales. A lo largo de su trayectoria ha trabajado en producciones editoriales y campañas para marcas, ha realizado trabajos fotográficos para distintos artistas y ha desarrollado sus propios proyectos. Su enfoque prioriza la conexión humana, la singularidad de cada persona y una estética íntima pero potente. Su obra ha sido publicada en medios como Vogue Latinoamérica.

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