Por Eldys Baratute.
He ido a disfrutar de la puesta en escena Parque temático, invitado por un actor que alguna vez me hizo emocionar. Una excusa más que suficiente para llegarme hasta Ciudad Vieja, lejos de casa, a una salita alternativa en la calle Sarandí, de esas que pululan en Montevideo, donde se exhibe teatro que se hace a pulmón, con bomba, con carne, con humanidad, teatro que, aunque no esté en las grandes salas, abarrotadas, con nombres que apuntalan una puesta, con grandes producciones, continúa siendo un espacio para emocionar y comunicar, decir cosas, más bien gritar cosas.
En la Madriguera Refugio Cultural, Irene Brusoni, la protagonista de Parque Temático, grita cosas.
Un sillón de terciopelo, una mesa ratona desgastada, una butaca, sillas de madera tan desgastadas como la mesa y un objeto que más tarde supe era un ladrillo, dan vida a la escenografía de un monólogo que te mantiene atado a las palabras, la gestualidad, las transiciones de Merwina, la periodista que reclama atención, que grita sus verdades, que acusa, que critica, que se siente víctima de una sociedad imperfecta y segregante.
Con guion y dirección de Agustín Luque, Parque temático es una puesta que te mantiene incómodo. Primero porque no puedes dejar de seguir a la actriz, si quieres entenderla tienes que tener tus cincos sentidos en ella. El texto no permita que hagas una pausa y vayas al baño, que cierres los ojos, que te evadas y si vas a evadirte tiene que ser al mundo que ella va creando sobre la escena. Una estación de servicio, un bar, una habitación, dos mujeres, tres mujeres, un hombre, otro hombre, hombres, mujeres, la madera desgastada que antagoniza con el terciopelo, la flexibilidad de una banqueta que antagoniza con rigidez de las sillas, el ladrillo que a veces simula un cofre; Merwina que unas veces parece feliz y otras demasiado desgraciada, demasiado triste, demasiado inconforme, tragada por una sociedad que la utiliza y la escupe.
No tiene una historia lineal Parque temático. No aparece en ella la clásica estructura dramatúrgica con inicio, centro y fin. No hay blancos y negros; por el contrario, Merwina habla y habla y habla, se deja arrastrar por un flujo de conciencia que la empuja a denunciar, quizás lo que no ha logrado hacer con su oficio de periodista. Y uno, como espectador, se da cuenta de que tiene razón, de que nosotros también somos parte de esa maquinaria horrible y que, quizás, sin ella no nos hubiésemos percatado. Hay un alto contenido ideológico en ese “decir cosas”, una invitación a pensar, a sublevarnos.
¿Qué hacer con la pseudointelectualidad, con un sistema institucional que no funciona?, ¿cómo eliminar la estratificación de las clases sociales, la imposición de esquemas de vida preestablecidos, la mentira?, ¿como alejarnos del surrealismo? Son algunas de las preguntas que quedan después de ver, mejor, de sentir a una moza que parece sacada de un libro de Cortázar, a una señorita Circo caricaturesca, a una figura masculina que se desvanece en el recuerdo, personajes todos que sirven como excusa para que la verdad, la verdad de Merwina, sea dicha. Todo eso matizado con referentes de la música, la literatura y el propio teatro.
Las luces se suman a la música para completar un monólogo que se apoya en ambos para lograr las transiciones, no solo de una micro escena a la otra, sino también de los estados emocionales de la protagonista.
La actriz, sólida, dueña de un personaje emotivo, a veces histérico, que camina por una cuerda floja, al borde de la locura, y provoca reacciones diversas en el público. Por momentos yo quería gritar, sumarme al coro que dirigía Irene Brusoni, sentir su dolor, su rabia, su impotencia, mientras otros a mi alrededor, reían. Aunque también es justo decir que en ocasiones la sentí dubitativa, temerosa de decir la palabra exacta, frente a un texto quizás demasiado largo, incluso reiterativo.
Algo más que señalar es que el final llegó así, de apuro, tirado quizás por los pelos, sin la solución de continuidad y el ritmo que mantenía la puesta. Se sintió una especie de ruptura en el momento final, un apuro por terminarla, un agotamiento.
De cualquier forma, el saldo es positivo, muy positivo. Agustín Luque e Irene Brusoni logran que un monólogo se convierta en un coro de voces. Que el público, desde su butaca, su silla de madera gastada o su banqueta, se sume y haga su denuncia, que se deje arrastrar por los instintos y grite, grite, grite… Se sienta libre.
Fotos por Reinaldo Altamirano.