Grandes hitos
Por: Bernardo Borkenztain
Como todos los años en esta época, propicia para los raccontos y evaluaciones, hacemos lo propio con el acontecer teatral. Lo primero a destacar es que fue un buen año, con propuestas buenas y variadas, del que se puede resaltar tres hitos positivos y quizá uno negativo.
El primero fue, sin duda, la excelente temporada de Jorge Denevi, con cinco estrenos: Miedos privados en lugares públicos, Los elegidos (Theresa Rebeck), Arcadia (Tom Stoppard), Skylights (David Hare) y Constelaciones (Nick Payne). Estas obras son muy diferentes en temática, estilo y muy especialmente en registro, pero dos de ellas son, particularmente, de un nivel de excelencia tal que solamente pueden ser descritas como geniales.
Nos referimos a Arcadia, con el elenco de la Comedia Nacional y actuaciones excepcionales de –entre otros– Diego Arbelo, Stefanie Neukirch y Juan Antonio Saraví, y a Constelaciones, en la que Álvaro Armand Ugon y Leticia Scottini realizan un tour de force actoral que los lleva a realizar casi sesenta escenas en setenta minutos (con cuatro funciones por fin de semana).
Estas obras no se destacan solamente por lo actoral (en ese sentido, las otras tres están excelentes también), sino por su dificultad y por la técnica interesante que exhibe Denevi para resolver los problemas que plantean. También, y no menos impor tante, por incluir en sus tramas la discusión filosófica y científica, algo poco común en el teatro en general, y en el uruguayo en particular.
El segundo de estos hitos lo constituye la doble puesta de la compañía teatral Complot, en sus diez años, Mucho de Ofelia (Mariana Percovich) y La ira de Narciso (Sergio Blanco). Ambas obras presentan textos más que interesantes, actua- ciones excelentes y muy particularmente el desarrollo de un lenguaje propio que lleva la integración de los rubros técnicos de luz y sonido a lo que Mariana Percovich llama “dramaturgia visual”. Esto es, de ser un mero sopor te del fenómeno escénico, a un verdadero lenguaje –paratextual, quizá– que dialoga integradamente con las actuaciones y permite lograr un efecto de una profundidad de sentido excepcional.
Las actuaciones de Gabriela Pérez y Gabriel Calderón (ambas obras son unipersonales) son excelentes y muestran, en la manera de habitar el dispositivo escénico, una riqueza que com- plementa el pesado bagaje simbólico con el que tanto Percovich como Blanco amueblan sus obras. En el caso de Calderón, es destacable también el forzado trabajo vocal, con el desgaste que conlleva la obligación de hablar y cantar a lo largo de dos funciones por día.
El tercero, sin duda, fue una nueva edición del Festival Internacional de Artes Escénicas, cuya realización corrió peligro, pero que gracias a la gestión de José Miguel Onaindia –actual director del Instituto Nacional de Artes Escénicas– pudo llevarse a cabo, aunque fuera en una versión acotada que permitió ver excelentes puestas. Destacamos, de entre toda la grilla del festival, tres obras: Mi hijo sólo camina un poco más lento, de Ivo Martinic y dirigida por Guillermo Cacace; Brecht, de Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu (ambas obras argentinas); y Desde aquí se ve sucia la plaza, dirigida por Chiqui Carabante. Claramente la oferta era mucho más amplia, pero estas son las que nos resultaron más interesantes dentro de lo que pudimos ver. La cereza de la tor ta, por su impor tancia como compañía, fue sin duda la presentación de Mucho ruido y pocas nueces, de William Shakespeare, por la compañía Globe Theatre de Inglaterra.
Otro punto interesante fue la integración del evento con otras instancias relevantes para el medio teatral, como el Coloquio de Teatro, iniciativa del doctor Roger Mirza, que es la única instancia anual en la que los diferentes allegados al medio teatral tienen un ámbito de reflexión académica. También es más que destacable la incorporación de la Escuela de Espectadores del Uruguay para interactuar con el público al final de las obras y acceder así a un nivel de intercambio con el elenco y de comprensión del hecho teatral mayor y más completo. Esta institución, fundada en Buenos Aires por el doctor Jorge Dubatti, tiene su filial uruguaya a cargo de las profesoras María Esther Burgueño y Gabriela Braselli, que también cumple sus diez años en el país.
De todas maneras, lo feliz en este caso es el rescate del festival en sí, al que le deseamos una larga vida, ya que es la única chance que tenemos en Uruguay de acceder, aunque sea de manera bienal, a lo mejor del teatro internacional de manera concentrada y a sus actividades integradas. Quizá el hito de sombra sea el flojo año que tuvo el elenco oficial, la Comedia Nacional, que con la excepción de la ya citada Arcadia, osciló entre puestas insípidas como La tierra purpúrea, de Anthony Fletcher, y otras francamente horribles, como el Stefano dirigido por Worobiov. Realmente consideramos que los excelentes actores de esta institución podrían estar al servicio de una mínima toma de riesgo y de puestas más modernas. Esto no quiere decir que Discépolo no se deba representar, por supuesto, pero el género menor ya lo era en sus inicios, y no ha superado la prueba del tiempo. Sin una vuelta de tuerca, una revisita original al texto no justifica una iniciativa a la que ni las geniales contraescenas de Levon y Andrea Davidovics logran rescatar.
En medio, navegando entre las dos aguas, la doble apuesta de teatro y ópera de Alberto Coco Rivero con las obras de Beaumarchais y Mozart. Si bien la obra de teatro es llamativamente convencional para ser de este director (uno de los mejores que tiene la escena uruguaya), es rescatada por el ritmo y por el enorme carisma de ese gran actor que es Leandro Núñez, cuya vis cómica lo hace ideal para estos papeles.
Otras texturas
Obviamente que el año no se agota en estos puntos, y nos ha permitido ver otras propuestas interesantes que deben ser reseñadas, como Tóxico, de Lot Vekemans y dirigida por Mario Ferreira, y El hambre, de Marcel García. Ambas obras, por cierto, formaron parte del Fidae como parte de la muestra de teatro nacional.
Ambas obras tienen elencos excelentes y actuaciones que sopor tan textos de gran intensidad dramática, sin caer en pozos ni falta de ritmo, lo que es muy difícil de lograr en obras anticlimáticas.
Algo más que comparten, y que queremos destacar muy especialmente por lo que representa, es que son fruto de la investigación seria y el trabajo intenso sobre temas tan básicos –y fáciles de melo- dramatizar– como el duelo y el hambre. Sin golpes bajos, ambas logran lo esencial en un fenómeno artístico: la comunicación con el público y transmitir el mensaje sin facilismos, lo que llevaría a un efecto no deseable de humor involuntario. Cabe hacer una mención especial de la bella y poética puesta de Los estrafalarios de Hernández, de Diana Veneziano, sobre Felisberto Hernández.
Por decir algo
No es nuestra costumbre realizar rankings asignándonos la potestad de otorgar valores relativos al trabajo teatral, pero este año hubo eventos que nos compelen a destacarlos de manera individual sin violentar nuestra falta de vocación taxonomista. Por ello, enumeraremos, sin ánimo de ser exhaustivos, algunas circunstancias que nos llamaron la atención. En cuanto a las actuaciones masculinas, ya nombramos a Diego Arbelo, Gabriel Calderón y Álvaro Armand Ugon, pero podemos agregar la delicia que fue volver a ver a Julio Calcagno (Miedos privados en lugares públicos) y las ya citadas intervenciones de Levon en Stefano. Igualmente, pero en las femeninas, a las ya citadas Leticia Scottini, Gabriela Pérez y Stefanie Neukirch podemos sumar los trabajos de Alicia Alfonso (Tóxico) y de Karina Molinaro (El hambre), así como el de Ileana López (Miedos privados en lugares públicos).
En cuanto a dramaturgia, es probable que el texto de Sergio Blanco (La ira de Narciso) sea con luz el mejor de los que presenciamos, pero son igualmente muy bellos y potentes los de Mucho de Ofelia (Mariana Percovich) y El hambre (Marcel García) en lo atinente a autores nacionales. En cuanto a dramaturgia extranjera, Arcadia (Stoppard) y Constelaciones (Payne) son textos de una calidad despegada del resto. En cuanto a iluminación, el trabajo de Juan José Ferragut en Arcadia y el de Eduardo Guerrero en Constelaciones, así como el de Lucía Acuña en La tierra purpúrea, son excelentes, pero el nivel de complejidad en la integración de poesía y técnica de Miguel Grompone en ambas obras de Complot es digno de mención aparte.
Como dijimos, no es nuestra intención ser exhaustivos y hay muchos otros rubros que se podrían analizar, pero queremos terminar con uno del que habitualmente se habla poco o nada: la producción, donde podemos destacar los múltiples trabajos de Adrián Minutti (Menta, para Complot) y de Carolina Escajal (Skylights, entre otras).