Por Mauricio Rodríguez.
China Zorrilla rendía culto a la amistad. En sus gestos y acciones, que iban desde regalos hasta compartir proyectos, demostraba el lugar de importancia que ocupaban sus amigos. Soledad Silveyra, Leonardo Sbaraglia, Graciela Borges y Carlos Perciavalle recuerdan parte de los momentos que compartieron. Y la veneran por su maestría.
Soledad Silveyra cuenta que conoció a China Zorrilla en 1973, cuando preparaban Pobre diabla, una telenovela que fue un éxito rotundo, la más vista ese año en Argentina. Fue escrita por Alberto Migré y dirigida por Alejandro Doria, y los protagonistas eran Silveyra y Arnaldo André. Fue a su vez la primera novela de China Zorrilla, quien interpretaba a doña Hilda, la mamá del personaje de Solita. Muchos de sus parlamentos finalizaban con una frase que pasó a ser muy popular: “¿Te das cuenta el espanto?”. “En una de las reuniones de producción me presentaron a la señora que iba a ser de mi mamá. Y era China Zorrilla ‒recuerda Silveyra‒. Yo no la conocía, no sabía quién era China, no conocía todo su pedigrí, sabía que era una actriz conocida de Uruguay, pero no sabía nada más. Estaba al tanto de que había filmado con Lautaro Murúa la película Un guapo del 900. Creo que ella en realidad vino a Buenos Aires a eso”. Silveyra recuerda “patente” aquella reunión inicial, donde Alberto Migré le señaló a China, quien estaba parada frente a ella, y le dijo: “Bueno, esta señora va a ser tu mamá”. “Fue en ese momento que yo la miré, nos miramos, nos sonreímos, y ese momento fue una amistad para toda la vida”, apunta la actriz.
¿Cómo fue la construcción, día a día, del vínculo entre China y usted?
Primero, creo que tenía que ver con una enorme admiración que yo sentía por ella. Me di cuenta de que era una mujer distinguida en todo sentido. No en el sentido de distinción que le damos los porteños, sino que se distinguía de los demás por su educación, por cómo hablaba, las cosas que me contaba, el mundo que había vivido. Y me fascinó ella. Entonces yo la admiraba, aprendía de ella, escuchaba y absorbía todo. Nos divertíamos como locas. Esa vez que hicimos Pobre diabla nos conectamos al instante, a tal punto que Alejandro Doria nos subía a un colectivo a las dos con el cámara y ni subía él. Nos decía: “Bueno, vayan a hacer una escena donde van de compras”, y ahí nos largábamos. Obviamente esa relación se fue profundizando, trabajamos juntas muchas veces, incluso me dirigió. Una amistad que siguió hasta el día de su muerte. De hecho, la acompañé cuando la velaron en la legislatura [Palacio Legislativo].
Silveyra nos comenta que va a poner su voz para una serie de recuerdos y homenajes a China que se harán en Uruguay. Le pidieron, entre otras cosas, que recuerde alguna anécdota. “Es difícil elegir un momento, porque con China he vivido millones de situaciones, sobre todo situaciones mágicas. Por ejemplo, una vez estábamos en Nueva York, caminando por Broadway, y me dice: ‘Pero yo no puedo creer estar acá, mija, y que nadie me diga China, ¿what are you doing in New York?’. Entonces se da vuelta en ese momento y aparece Ernesto Acher, que era uno de Les Luthiers, con el piloto al viento, y le dice ‘China, ¿what are you doing in New York?’. Fue insólito, le dijo lo mismo que China había dicho un momento antes, de pura casualidad, ¿entendés? Y yo le pregunté a Ernesto cómo se le había ocurrido decirle eso, y me dijo que fue simplemente un chiste”.
¿Qué le gustaba de China arriba del escenario?
Lo que más me gusta de China es su lado de comediante. Para mí es un estilo, tiene un timming que no tiene nadie. Nadie. Yo trato, trato de llegar y me doy cuenta de que no llego. Su timming es extraordinario. Me gusta mucho como actriz de comedia, como actriz dramática la vi menos. Está la película que hizo con [Marcos] Carnevale, la de los dos viejitos [Elsa y Fred, de 2005]. Ahí la amo, porque tiene una ternura, una empatía… Hubo épocas en las que ella hizo drama en el Teatro Solís.
¿Alguna vez le dio un consejo o sugerencia para la profesión?
No, de la profesión no. Sí cuando me dirigía. Pero no me daba consejos. Éramos dos mujeres muy independientes en ese sentido, pero obviamente cuando me dirigía sí. Pasaba que a veces le discutía algo, a veces se la ganaba, a veces me la ganaba ella porque tenía razón [risas]. Me hizo ganar todos los premios con Perdidos en Yonkers. Para mí fue la madre que siempre me faltó… [Piensa]. No por no tenerla físicamente, pero mi madre se nos va o decide irse en 1982, nueve años después de conocer a China. Ahora recuerdo un viaje inolvidable que hicimos con China, sus sobrinos y mis hijos a Disney, donde nos equivocamos de camino y terminamos en la Nasa [risas]. Imagínate a China manejando en esas carreteras estadounidenses, terminamos en cualquier lado.
¿Recuerda haber visto a China triste?
Bueno, cuando China bajaba la cabeza y se la agarraba, ahí en entresueños, aparecía cierta melancolía. No te diría preocupación porque era una mezcla de estados. Pero China era mágica, es la palabra que tengo para definirla. Porque aparece, desaparece, y está ahí todo el tiempo. En casa tengo precisamente una foto que me dio una admiradora ‒una chiquita, de doce años, que tiene un material increíble de China Zorrilla‒ y me hizo una foto grande blanco y negro, espléndida. Y tengo otra chiquita, que la tengo en la mesa de luz, siempre.
¿Cuándo fue la última vez que la vio?
La fui a ver a su casa y recuerdo que grabé unos videos maravillosos que no entiendo por qué no están más en mi iPad, donde Inés, su hermana, y ella me cantan la canción de Uruguay cuando gana en 1930, ‘Vayan pelando las chauchas’.
El actor Leonardo Sbaraglia, por su parte, protagonizó con China la película de 1996 Besos en la frente. Actuaban también Mabel Manzotti, Claudio García Satur, Érica Rivas y Carolina Papaleo. El filme está basado en la obra teatral de Jacono Langsner Una margarita llamada Mercedes y cuenta la historia de amor entre una mujer de ochenta años, llamada Mercedes Arévalo, y Sebastián Míguez, un joven escritor que acaba de llegar a Buenos Aires desde Montevideo. Sbaraglia recuerda a China como “una persona muy generosa, llena de amor para dar, para compartir”. Dice que tuvo “la suerte” de encontrarse con ella en un momento esplendoroso de la vida y la carrera de China. “Tuve la suerte de que ella tuviera el corazón completamente abierto, tanto para la película como para nuestra relación como compañeros de trabajo en toda esa época. Desde 1996 hasta 1998. Pude compartir y vernos muchísimo”.
¿Qué le dejó desde el punto de vista de la actuación, de la profesión?
Era una persona que hacía muy fácil el trabajo. Para mí, esa película en particular fue un trabajo que me costó mucho por las características del personaje y por lo que me tocó interpretar. Lo que más rescato, al margen del resultado de la película ‒que puede apreciarse de muchas maneras‒, es que yo tuve la suerte de compartir con ella una amistad, y en esos momentos de su vida que fueron hermosos y me la llevo para siempre. Parte de eso quedó plasmado en esa película tan tierna que habla también del amor, de la vida, de la muerte, de las relaciones de amistad, de los anhelos, de los deseos, del tiempo que se va. Ojalá la hubiésemos tenido a China por muchos años más, pero tuve la suerte de compartir mucho con ella y acompañarla unos años de su vida. Y de la mano de eso descubrir su gran talento, su gran maestría, su gran personalidad.
¿Recuerda cuando se enteró de que iba a hacer una película con ella?
Te diría que la película la hice por ella [risas]. La idea era trabajar con ella y aprender. Me costaba un poco hacer la película en ese momento, porque justo yo estaba con un viaje a España, yendo y viniendo, y estaba también haciendo teatro, ni más ni menos que con Alfredo Alcón, con la obra En la soledad de los campos de algodón. ¡Imagínate! Fue un año en el que estuve rodeado de grandes artistas, que nos han dejado un legado impresionante. Me gustaría haber tenido en ese momento la edad que tengo ahora para poder jugar un poco más parecido al juego que China jugaba. Que era el juego de los maestros. Ahora yo me siento un poquito más canchero en mi trabajo y podría pasarle la pelota mucho mejor, devolverle la pelota mucho mejor a China entonces… Las cosas son cuando son y es un montón.
¿Hay algún momento compartido con ella que recuerde con especial cariño?
Sí, yo estaba cumpliendo veintiséis años el 30 de junio de 1996. Acabábamos de filmar la película, había terminado el rodaje, y festejaba mi cumpleaños en la casa de quienes eran en ese momento mis suegros, que tenían una casa grande y con un lindo living. En un momento tocan timbre. Era China. Me traía un regalo, una mesita liviana, que vos la abrías y en la base había una foto de nosotros dos. Todavía la tengo por ahí. ¡Yo no lo podía creer! Y además tengo el suéter que ella me fue tejiendo a lo largo del rodaje. Un suéter con un punto precioso, negro y marrón. Lo tengo guardado después de treinta años. Así que China se merece todo, su recuerdo, su homenaje.
China tenía como hábito tejer y, como Sbaraglia, varios amigos y familiares recibieron prendas hechas con sus propias manos. Solía tejer en los entreactos de las obras e incluso cuando iba al teatro a ver obras de colegas, donde llegaba cargando lanas y agujas. La actriz Graciela Borges fue otra de las que recibieron como regalo un suéter hecho por su amiga China. “A través del tiempo, ella ha estado conmigo siempre. No recuerdo exactamente el día en que la vi por primera vez, pero desde ese día, incondicionalmente, está en mi corazón para siempre”, dice Borges.
¿Cómo era su vínculo con China Zorrilla?
Ella decía que yo era su amiga querida y una vez que Susana hizo una nota para su revista ella me había elegido a mí. Estuvimos juntas en muchas películas, en muchos sitios, en muchos lugares. Íbamos mucho al teatro juntas, jugábamos a las cartas, charlábamos. Me tejió un suéter. China es todo lo que hace bien y es maravilloso. Además de esto, yo amo tanto Uruguay. China es alguien importantísimo para mí y yo seguí hablando con ella después que se fue de Argentina. Después, empezó a no estar tan bien. Igual siempre era encantadora y decía cosas graciosísimas. A veces yo la llamaba por teléfono y hablaba un ratito y después de un rato decía: “Pero cómo, ¿con quién estoy hablando”. Y yo le decía: “Pero, China, soy yo, ¡la Gra!” [risas]. Yo la quería mucho, era una maestría para mi hablar con ella, filmar con ella, estar con ella. Grabamos una vez juntas una cosa para la Casa del Teatro. Todo lo que yo recuerde de ella es maravilloso, lleno de luz. Recuerdo que cuando íbamos al teatro y a veces se aburría de alguna obra, o ya la había visto y aunque fuera maravillosa se quedaba medio dormida. Entonces yo le tocaba el brazo y se despertaba [risas].
¿Qué enseñanzas recogió de su vínculo con China?
Era tan linda, porque todas sus historias y contadas por ella adquirían una calidez y un brillo que creo que no lo tenía ni [Francis] Scott Fitzgerald. Creo que ella era majestuosa. Sus enseñanzas son esto que te estoy diciendo: fue una maestría estar con ella, actuar con ella, mirándola. Recuerdo que hicimos un programa que terminaba con una imagen en la Plaza San Martin, rodeadas de palomas. Era una historia de madre e hija muy conmovedora. Me acuerdo de que estábamos sentadas en un banco y venían muchas palomas. Cuando terminó la secuencia, se quedó conmigo y nos miramos y, mágicamente, no sé por qué, nos pusimos a llorar y nos abrazamos, Pero con felicidad, no tristemente. ¡Y qué lindo, qué lindo que fue! Qué lindo era trabajar con ella siempre, porque un actor necesita la mirada del otro. En todas nuestras películas hubo un gran contacto humano, de vista, de tacto. Así que no hay cosa que te pueda decir más que ella fue y será alguien siempre muy profundo, en mi alma, en mi corazón.
¿Es verdad que tenía o tiene una foto de ella en la mesita de luz?
Sí, en este momento la tengo en un departamento que alquilé en Mar del Plata. Tengo la foto de ella, sí. Pero además tengo su suéter que me regaló, y así sea verano o invierno o lo que sea, lo llevo conmigo siempre. Es un precioso suéter gris y beige que me tejió. También le hizo uno a –y ahí ya va mi parte de celos [risas]‒ Solita, a Miguel Ángel Sola. Nos tejió unos suéteres divinos. ¡Era tan divina! Sus cuentos, sus historias y sus miradas. Nunca había un aburrimiento con ella. Nunca hubo nada más que placer. Uno podía estar de acuerdo o no con las cosas que ella pensara, pero era elevada. Era ese tipo de gente que hace circular la sangre y las ideas.
¿Cómo entiende que se la debe recordar, no solo en su dimensión humana, sino también como artista?
Yo no hago demasiadas diferencias entre persona o artista. Ella era una persona artista; era una gran artista y era una gran persona. Era el conjunto de todo lo que hacía, de todo lo que decía, de todo lo que pensaba y de todo lo que sentía. A su alrededor siempre había cariño. Siempre. Tengo varios recuerdos con ella. Por ejemplo, las veces que fuimos a ver a Martín Bossi. Ella lo quería mucho y fue a ver diez veces las primeras funciones que hacía Bossi. Ya en las últimas se las sabía de memoria y a veces se quedaba dormida. Y se despertaba y seguía diciendo lo que él decía [risas]. Era maravillosa, no se perdía nada. Era vibrante, un ser que uno ha tenido la gloria de conocer. Un día fuimos a la embajada de Uruguay en Argentina y dijimos poemas las dos, juntas. Fue de esos días en que uno vibra y dice “¡Qué bueno lo que elegí!”. Filmar puede cansarlo a uno, o sentir que algo estuvo bien o estuvo mal. Pero estos actos que uno hace con otra persona, esta comunión que hubo entre las dos diciendo poemas en la embajada, son muy fuertes. Son esos recuerdos de la vida para siempre.
Carlos Perciavalle tuvo una larga amistad con China, en la que hubo momento y espacio para compartir viajes y escenarios. Y también apela al “para siempre” al evocarla. “La tengo permanentemente en mi cabeza, en mi corazón”, dice el actor.
¿Cuá es la primera imagen que le viene al recordarla?
De China no me he olvidado, su presencia en mi vida supera la muerte. Todos los días llega un momento, antes de irme a acostar, que digo “Voy a llamar a la China para contarle, por ejemplo, que me llamó Mauricio de la revista Dossier”. En todo lo que hago la tengo presente, la recuerdo siempre. No te olvides que si yo compré mi casa divina, el paraíso que es Laguna del Sauce, fue por ella, porque pertenecía a un primo hermano de China. Estando en Nueva York, en el siglo XVI [risas], hace muchísimo, me comentó de la casa, y al volver a Punta del Este la conocí.
¿Recuerda cómo conoció a China?
Sí, por supuesto. En aquella época yo iba al liceo Suárez y estaba creo que en tercero, que es cuando se estudia en literatura el Siglo de Oro español. Tercer año. Estaban dando algo en la Comedia Nacional, alguna obra de Lope de Vega o de Tirso o de Calderón y nos mandaron al teatro. Fuimos todos los del curso al Teatro Solís y yo me senté en un palco bajo del lado de la derecha, donde había una puerta que entraba al escenario. Yo tendría trece años, era muy chiquito. Apenas se veía mi cabeza, nada más, asomada en el palco, abajo de un foco. Los actores entraban caminando por la platea. China apareció y estaba vestida parte de mujer y parte de hombre. Eran dos personajes. Yo la vi y me deslumbró, me pareció que tenía más brillo que las estrellas que había conocido en el Festival de Punta el Este. Dije: “Esta tiene mucho más brillo que todas ellas”. Me fascinó. Además, me encantó el espectáculo. Entonces, después de la función, sin que nadie se diera cuenta y sin pedir permiso, abrí la puerta que entraba al escenario y me metí, pregunté por su camarín y me metí. Ahí estaba China, que me había visto cuando pasó, porque parece que todos los actores vieron una cabecita llena de rulos y casi que hicieron toda la función un poco dedicada a mí [risas]. ¡Nos reímos como locos! China tenía diecinueve años más que yo, pero no parecía, siempre tenía una parte muy adolescente, muy juvenil, muy divertida. Y ese día del teatro me dijo: “¿No querés venir mañana a almorzar a casa, a 21 de setiembre, y así conoces a papá, al escultor, José Luis, y a mamá?”. Que era Bimba Muñoz, una mujer tan graciosa que sus cinco hijas no se parecían en nada a lo genial que fue esta mujer. Lo cierto es que fui y desde entonces nunca más nos separamos. Nos hicimos íntimos amigos, yo con trece años y ella con diecinueve más. Nos reímos tanto, tanto a lo largo de toda la vida. Hemos convivido en Nueva York, en Puerto Rico, en México, incluso hicimos teatro varias veces, todo lo que hicimos fue divino.
Perciavalle recuerda que uno de los primeros proyectos en común fue en Nueva York, cuando hicieron la obra Canciones para mirar, de María Elena Walsh. “Era en español y pensamos que no iba a ir nadie, pero fue un éxito. Hicimos una función ante Naciones Unidas, ante todos los embajadores, los presidentes, los reyes, los primeros ministros del mundo. Después de la función, apareció una especie de gánster muy educado, bien vestido. Se acercó y nos dijo a China y a mí: ‘Qué lindo espectáculo, ¿por qué no hacen esto en algún teatro del Village?’. China le dijo: ‘No, porque esto es en español y no hay tanta gente que hable español’. Hacía poco que había pasado la revolución cubana, no había mucha gente que hablara español. Y él le dijo: ‘Mire, yo no hablo español y me pareció adorable el espectáculo y lo quisiera ver’. Abrió su saco y sacó veinte mil dólares del bolsillo y dijo: ‘Yo les doy esto, si quieren lo hacen, se consiguen un teatro y lo hacen acá y si no se los guardan para ustedes, porque yo quiero de alguna manera agradecerles lo bien que lo pasé, lo que me divertí y lo que me encantó’. Es que la poesía de María Elena Walsh es maravillosa. Era un espectáculo realmente divino”, recuerda Perciavalle.
Cuenta el actor que con el dinero que les entregó el hombre “partieron desesperadamente” a encontrar un teatro para montar la obra. Finalmente lo lograron: “Se llenaba el teatro y la gente adoraba aquello. Estuvimos un año y medio llenando hasta que se nos acabó la temporada porque empezó la guerra en Vietnam. Era un momento en el que te mandaban a Vietnam, sobre todo a los hispanos y a los latinos. Entonces nos volvimos de Estados Unidos”. La obra la presentaron en Uruguay, Puerto Rico y “toda la Argentina”.
¿Cómo era su vínculo artístico con China?
China siempre hacía las letras de mis canciones, en los programas de televisión me ayudaba a escribir el guion de los personajes. Ella tenía una obra que había visto en un teatro de Nueva York, El diario privado de Adán y Eva, basada en la obra de Mark Twain, y lo tradujimos casi juntos. Yo me divertía mucho con China, le decía palabras cómicas. Yo quería ser el protagonista de El diario…, pero yo no podía ser el protagonista porque el personaje tenía que ser un hombre grandote, como Schwarzenegger, muy masculino, enorme, grandote. Medio bruto, pero tierno. Y la Eva debe ser una niña de diecisiete años, rubia con pelo largo, flaquita. Lo cierto es que al final la terminamos haciendo ella y yo. Porque un amigo inauguraba una galería más biblioteca, en Florida y Córdoba, y entonces no tenían nada y nos dijeron si queríamos hacer algo para que nos viera el público. Y lo hicimos y la gente se volvió loca. Nos ofrecieron un teatro. Después [Federico] García Vigil le agregó canciones. Lo hicimos durante no sé cuántas temporadas. Lo hicimos en Uruguay, viajamos a varios países, a Brasil, en Porto Alegre, etcétera. Una de las características que teníamos China y yo, cuando hacíamos funciones y que nos divertíamos muchísimo con eso, era que después de que terminaba la función cada uno huía a sus casas y cuando llegábamos hablábamos por teléfono de todo lo que había pasado. ¡Pero por teléfono! Y nos divertíamos, aunque después venían unas cuentas astronómicas de teléfono, pero no nos importaba nada porque nos divertía mucho hacerlo así más que comentarlo ahí en el teatro. Y así fue hasta el final.
¿Recuerda la última vez que se vieron?
Sí, la última vez que la vi fue el día antes de que se la llevaran al sanatorio porque tenía epoc. Había fumado mucho, pero tuvo una muerte muy tranquila a pesar de la horrible enfermedad. Tenía 92 años. Estábamos con ella y nos dijo: “Miren, chicos, no quiero que nadie llore en mi velorio o donde sea porque yo he sido muy feliz. Bueno, entonces ustedes cuídense porque desde donde sea les voy a mandar una pálida que se van a aterrar”. ¡Fue maravilloso! ¿Conocemos a alguien que haya sido muy feliz y lo diga en el momento clave, en el momento de pasar al más allá? Esa fue la despedida y nosotros nos reímos tanto y así fue como no pudimos llorar, estuvimos casi con alegría. La velaron en el Palacio Legislativo y después la llevamos en un recorrido que pasó por la puerta del Teatro Solís. Y al llegar al cementerio tuvimos que bajar dos cuadras antes porque había tanta gente… Pero nadie lloraba, estaba todo el mundo feliz de haber tenido o haber conocido o haber tenido alguna vez relación o haberse reído con las cosas que inventaba China. O más bien, no que inventaba, sino las cosas que le pasaban China. Porque ella estaba preparada para que le pasara de todo. Y yo, que conviví muchos años con ella, les puedo asegurar que le pasaba de todo.