Carretera perdida en otro país
“Yo conozco al boxeador que besa la lona y escupe la cruz, se arrastra hasta la esquina y susurra al oído de su entrenador. ‘Agua fresca en las heridas’ pide por favor”.
Buitres después de la una
“Cave cave dus videt”
En Mesa de los pecados capitales, de Hyeronimus Bosch, El Bosco
Advertencia: como procedimiento analítico se ha elegido una estrategia descriptiva para el hilo del presente análisis, por lo que es aconsejable leerlo luego de ver la obra, ya que incluye datos cuyo conocimiento podría arruinar la experiencia.
Desde que se ingresa a la sala Verdi se puede observar la mano del director Jorge Denevi: el dispositivo escénico ha invadido la platea. El decorado rodea las primeras filas y genera una sensación de solución de continuidad que integra al público con los actores en un espacio intermedio. Esto es reforzado por el hecho de que hay personajes que ingresan desde la platea, lo que instala una sensación que se intensificará posteriormente por la obra en sí misma: no estamos afuera, esta vez el público no tiene el privilegio de sentirse a salvo o inmune cuando finalice el pacto ficcional. Miró y Denevi nos interpelan a todos en cinco actos.
Esta nueva puesta refiere, desde el título, a un tipo particular de viaje: “travesía” no es sinónimo de viaje, sino que aluda a uno que implica recorrer un territorio, atravesarlo, proceso en el cual, simultáneamente, el protagonista lleva a cabo su jornada espiritual, su viaje del héroe. En este caso la protagonista es la hermana Cecilia, encarnada por Roxana Blanco en una interpretación que le calza como un guante. Tanto en los momentos más intensos como en los anticlimáticos se la ve cómoda y dueña de la planta. Suele ocurrir que cuando un actor del porte de Blanco entra en escena todos los demás significantes se empequeñecen. En esta obra hay tres integrantes de esa estirpe, pero no nos adelantemos.
La travesía a la que hace referencia el título es el viaje iniciático de Cecilia. Ella, que ya recibió su vocación monacal, es sometida a la prueba final y, como todo héroe trágico, deberá superarla o morir en el intento. En su viaje encontrará ayudantes y oponentes, pero a nadie más que a ella pertenece la responsabilidad de demostrar si tiene la areté, aquel concepto crucial para los antiguos griegos que, grosso modo y a riesgo de simplificar, podríamos traducir como excelencia.
La obra comienza cuando Rai (Fabricio Galbiati), un fotógrafo (por su profesión es un portador de luz, lucifer), ingresa desde la platea al escenario. Allí se encuentra con Cecilia (su nombre en latín significa “cieguita”) y se plantea el conflicto que parece angustiar a la monja. Ambos personajes fueron testigos de un infanticidio: ella fue protagonista accidental de la muerte al descubrir a la niña que agonizaba; él acudió al lugar para registrar el hecho con su cámara. En ese momento crucial, la niña pronunció sus últimas palabras, y Rai quiere saber cuáles fueron. Cecilia se niega a revelarlas, casi como si se tratara de un secreto de confesión (y como si las mujeres en la Iglesia fueran valoradas para estar habilitadas a recibirlo). Ella sabe que él sacó una foto del momento, y le pide que la elimine.
Se produce entonces un momento de enorme belleza e intensidad dramática. Rai sostiene que la madre sosteniendo al cadáver de la hija parecía una Piedad, a lo que Cecilia, desbordada, le responde literalmente, exclamando que no había piedad alguna en ese lugar. La polisemia es obvia: no se refería únicamente a la crueldad del asesino, sino a la evidencia de que tampoco estaba Dios en ese lugar. Ninguna piedad. Sin poder ponerse de acuerdo, Rai se va y Cecilia se queda en soledad. Le queda únicamente el haber compartido un cigarrillo que él le ofreció mientras conversaban. Un hecho fuera de la rutina de destrucción y muerte que la rodea.
El segundo acto transcurre durante la noche de ese mismo día. Aparece Isaac (Leandro Núñez) e interpela a Cecilia. Su nombre es indicio de que es judío, y el cambio físico del actor, que en esta obra tiene barba, pelo muy corto y lentes, hace casi imposible reconocerlo hasta oír su voz inconfundible. Repite hasta el cansancio que pertenece a una ONG, a la que en ningún momento nombra, pero que adquiere presencia en el logo que aparece impreso en las cajas que se reparten por todo el dispositivo escénico: una mano pequeña dentro de una grande.
Isaac discute con Cecilia porque ella le manifestó su intención de abandonar el refugio luego de haber estado pràcticamente desde el inicio. Sus argumentos son peculiares: destaca la importancia del trabajo realizado, le reclama que no puede hacerle eso a él, a la ONG o a su propia institución, la Iglesia, pero nunca, o casi nunca, alude al fin último del refugio, es decir, las personas a las que rescatan y cuidan. Desde su perspectiva, los fines y los medios se han subvertido: mientras que el fin son la ONG y su trabajo, la desgracia ajena no es más que un medio, lo que constituye una violación de la formulación más elemental del imperativo categórico.
La conversación pone en evidencia que, pese a pertenecer a dos organizaciones muy diferentes, el objetivo común los ha hecho amigos (aparentemente) y se apoyan mutuamente. Esa proximidad se pone de manifiesto en los diálogos: Isaac se siente traicionado y abandonado. Él, no los refugiados. Él y su deificada ONG. Tanto presiona a Cecilia, que logra que ella le diga cuál es la razón de su partida y que le comente sus sospechas respecto de la muerte de la niña. En este momento se produce una cesura, y la escena continúa la mañana siguiente. Enojada, Cecilia acusa a Isaac de haberla traicionado y de haber hablado con Felipe, el sacerdote que dirige la delegación religiosa, quien la acusa de haber cometido supuestos actos inmorales con los refugiados, dichos de los que Isaac de alguna manera se hace eco. De esta manera se cortan los últimos vínculos y se disipan las dudas que aún pudiera mantener Cecilia con respecto a su partida.
En el tercer acto transcurre la travesía a la que alude el título. Durante la primera noche del viaje aparece Óscar (Lucio Hernández). Preocupado, busca a Cecilia, que se bajó del camión en una zona peligrosa, con la intención de meditar porque no podía dormir. Si bien Blanco tiene algunos parlamentos, lo más importante de esta parte de la obra es un larguísimo y difícil monólogo de Hernández, en el que describe la tragedia que ocurre fuera del refugio, un lugar en el que la mera presencia del camión puede significar la esperanza de salvación. Blanco y Hernández comparten la característica de desplegar una intensidad escénica de alto amperaje, arrolladora. De este modo, mientras Óscar le cuenta a Cecilia las huellas de la tragedia en ese lugar, conocido como “el cruce de la niña y el cachorro”, ella lo habita con un abanico de gestos y posturas que por momentos resuena de manera atronadora en su silencio. Por momentos, el actor se ubica en un lugar del que surge una luz desde el suelo, lo que confiere a su figura un aspecto fantasmal.
En este momento es preciso dejar constancia de una técnica a la que el autor recurre para generar el efecto: la presencia de dos acotaciones didascálicas en forma de código. Una de ellas indica que se debe interrumpir con el actor con el que está hablando (un recurso muy frecuente en el encuentro con Rai); la otra consiste en hacer un gesto silente, ya sea facial o corporal, que por momentos intensifica la tensión dramática de una manera que resulta imposible describir con palabras. Pero esto es el teatro: no es literatura destinada a ser leída ni una anécdota que pueda ser contada; hay que vivirlo. El teatro no es un evento que pertenezca a la esfera ontológica del acontecer, sino un hecho, efímero pero hecho al fin, que corresponde al dominio del ser.
Uno de los cuentos que narra Óscar es el que da nombre al cruce. A raíz de un acto de piedad con un animal moribundo, una niña termina dando a luz un cachorro. Esto determina que de ser una princesa reverenciada pase a ser considerada una abominación y, como consecuencia de ello, a ser expulsada de su familia. Otro relato refiere a una profecía de la que Óscar había sido objeto y que auguraba que la ruta se volvería sangrienta cuando viajara con la mujer que canta cuando muere. Vale recordar que la hagiografía de la santa llamada Cecilia sostiene que, tras varios intentos de matarla, cantaba por fin muere asfixiada con humo.
Por último, le pide a Cecilia que le cuente el sueño que la había alterado tanto cuando viajaba en el camión. Ella le describe una escena de espanto, en la que una persona se quemaba en medio de fuego y nieve negra, salía de las llamas y le entregaba un par de ojos, y la angustia que ella sentía al no saber qué hacer con ellos. Una vez más se alude a la etimología de su nombre: cieguita. A lo largo de toda la obra es central el tema de los ojos y de la vista. A la niña asesinada le destrozan los ojos, presuntamente para que no pueda identificar al criminal, y es justamente lo que ve la protagonista lo que desata su conflicto, aunado a lo que ni la Iglesia ni la ONG quieren ver. Miró denuncia que mientras Dios mira, quienes dicen hablar en su nombre apartan la vista. Como en la Mesa de los pecados capitales de El Bosco, un ojo en cuya pupila reza en latín: “Cuidado, cuidado, Dios ve”.
La escena siguiente ocurre en la parte del escenario más alejada del público; cabe recordar que ha sido prolongado e invade la platea. En una heladería, dos monjas, Cecilia e Isabel (Cristina Machado), mantienen una conversación en apariencia cordial y casual, que deriva hacia otros temas, en una tensión creciente. Comienza con una poco creíble preocupación por la salud de Cecilia y continúa con la alusión a una falta menor (haber ayudado en la cocina en lugar de servir la comida; algo imperdonable, obviamente), lo que fue denunciado por la hermana Agnes (en latín, “cordero” y, por extensión, “cordero de Dios”), que oficia de correveidile de Isabel. Los intentos de defensa de Cecilia son en vano, y no tarda en salir a luz la verdadera razón del encuentro: el largo brazo de Felipe, temeroso de que Cecilia denuncie lo que vio, la ha alcanzado junto con las acusaciones de actos impúdicos.
En este acto se sella el destino de la protagonista. Cuando volvamos a verla, habrán transcurrido cinco años. En un parque, la ahora laica Cecilia vuelve a encontrarse con Rai y se reconocen. Conversan, él le regala unos cigarrillos, como aquel que compartieran en el refugio, y ella le agradece su amabilidad. Por medio de la conversación –que tiene mucho de racconto– nos enteramos de que el refugio fue arrasado poco después de que se fuera Cecilia, de la misma manera en que Sodoma y Gomorra fueron arrasadas luego de que Lot y su familia fueran salvados. La diferencia radica en que, en este caso, en la lluvia de fuego y azufre murieron tanto los culpables como los refugiados. Dios no estaba en ese lugar. Ya lo sabíamos por Cecilia.
Nos enteramos también de que Rai ya no es fotógrafo. Su vocación lo abandonó y ahora se dedica a la publicidad. Los personajes se desplazan hacia un museo. Mediante un uso ingenioso de la perspectiva se crea un punto de fuga con las paredes y se intensifica el efecto con la proyección, que agrega profundidad, de Lamentación sobre Cristo muerto, de Andrea Mantegna. Cecilia, que ya no va a la iglesia, encontró entre los cuadros del museo un lugar donde rezarle a su Dios muerto.
Comentario aparte merece el cuadro, una excelente elección de Denevi. Sobre una losa de mármol yace Jesús muerto, en un ángulo casi perpendicular al plano del espectador, lo que genera una atmósfera de desolación y dolor mediante el juego de luces y sombras, y también con el artificio de distorsionar hasta el grotesco algunos detalles anatómicos, con los estigmas impúdicamente exhibidos en primer plano. En ese ambiente Cecilia logra por fin su momento de liberación, su apoteosis laica. Rai le pregunta nuevamente acerca de las palabras que la niña agonizante le dijo antes de morir. Fue solamente la expresión más humana posible, la verbalización del miedo que todos tenemos y del que debemos distraernos para poder vivir.
Estamos en los despojos de lo que fuera un campo de refugiados, en alguna de los miles de zonas en guerra que atraviesan el planeta y el siglo. Y el santuario ha dejado de serlo. Alguien murió. Alguien mató: tiene permiso de sentirse cómplice, lo es. Ocurre el conflicto y nace el drama, pero los espectadores tienen permiso para volver a sus vidas al salir de la sala. Las víctimas, no.
FICHA TÉCNICA
Elenco: Roxana Blanco, Fabricio Galbiati, Lucio Hernández, Cristina Machado y Leandro Ibero Núñez. Escenografía: Martín Banda. Iluminación: Lil Cetraro. Vestuario: Ingrid Gimena. Peluquería: Fernando Robaina. Música: Alfredo Leirós. Dramaturgia: Josep Maria Miró. Dirección: Jorge Denevi. La obra fue vista el 11 de marzo de 2017.