Por Rosalía Souza.
Ignacio Iturria toma asiento en un sillón caramelo, entrelaza los dedos, apoya las palmas contra su pecho y con la mirada seria pero la voz lúdica pregunta: “¿Lo ves?”. Lo que él mira, sobre su caballete a un par de metros de distancia, es un cuadro que empieza. Hay manchones de tonos tenues, difuminados, que podrían ser como de una pared húmeda, descolorida, y hay líneas negras que delimitan un cubo y una pinza hacia la izquierda.
Esta es su última idea. “Empecé a pintar la maquinita esa de juegos de los grandes. Con eso estoy bastante contento”. La inspiración fue la heladería de Rosario, Colonia, y su máquina de juguetes tragamonedas para adultos, donde Iturria ha sacado uno, dos, tres, cuatro –y perdí la cuenta– peluches: “El más lindo es el mono”, dice. También hay dos pingüinos iguales. Guarda las fotos en su celular.
Es el primero, pero va a ser una serie, porque Iturria es, y lo admite, un pintor que se obsesiona y repite decenas de veces lo mismo, hasta que cada una de esas veces lo vuelve único, se agota y entonces surge algo nuevo.
Un rato después deja una vespa miniatura sobre una mesa, recorrer los estantes de juguetes para contar cómo han ido llegando hasta allí –guerrilleros, autos, aviones, un Fidel Castro miniatura y un largo etcétera–, levanta la mirada hacia la pared detrás del caballete y dice, con el orgullo de un niño con el marcador en la mano al que los padres perdieron de vista: “Mirá la pared”. Es una lluvia de colores, de manchas “de oficio” –verdes de varias gamas, negros, amarillos– que fácilmente podría ser un impresionismo abstracto sin querer. Baja la mirada y con el mismo orgullo dice: “Mirá el piso”. Y allí están verdes, negros, amarillos, y otras manchas “de oficio”. “El chicotazo que yo hago es mío. Se repite. Se repite”, dice.
En una muestra de que el azar de sus movimientos pinta tanto como sus momentos de reflexión y conciencia, toma un cuadro, de pequeño formato, sin figuraciones claras, y lo coloca sobre el piso. La magia está dada: la obra se extiende casi al infinito cuando pega sus bordes al piso y eso a él, que lo logra, y a mí, que me contagia –porque la alegría de los niños se contagia–, nos hace felices.
“Pintar es alegría”, dice antes o después de ese momento en su taller. Y después, o también antes, dice que lo que él hace es “una pintura con bastantes risas”. No es algo nuevo para nadie que siga su arte o que al menos una vez se haya topado con obra suya o lo haya escuchado. Iturria es de esos a los que le sienta bien la frase cliché de conservar el niño interior.
“Mi forma de relacionarme con las personas es a través del juego. Si no hay un juego, me cuesta. Eso de que vengan a casa a tomar un café, significa fácil tres horas de ponerse a hablar. No me gusta. Ahora, si me decís: ‘Vamos a jugar a algo’… El juego te afloja. Todo lo que vas a hacer es desinhibido. Pero si vos venís serio, formal, con problemas, la misma tensión con la que estabas pensando vas a pintar. Pero si vos estás solo, estás tranquilo y estás pintando, sos dueño de sentirte o de tener el humor que se te dé la gana. Con facilidad se me meten problemas en la cabeza que para sacarlos es difícil y no puedo ir a pintar con eso”.
La primera imagen que trae Ignacio Iturria a la conversación es la de un campo ondulado.
“Yo tengo un campo al que vamos con pintores, en Rosario, y tenemos una laguna: la tristeza es lo que bajó la laguna. Tiene como una islita y ahora podemos llegar caminando. Los caballos están flacos y todo eso. Llama mucho la atención, porque evidentemente nunca había visto un fenómeno así. Yo no soy campero, no tengo animales para vender, tengo unos caballos, no estoy pendiente de que llueva o no llueva, pero ahora sí, por el lago que se apagó”.
En el campo ondulado, Iturria coloca un caballete para captar el movimiento del paisaje. “Si todo fuera liso, el típico paisaje uruguayo con montecitos de eucaliptos, es un plano que se corta a la mitad del cuadro y nada más. Pero no. Este es todo ondulado, con muchas piedras, montes criollos”, dice.
Y entonces su carácter, que probablemente a los 74 años es más cabal que hace unas décadas, se delinea: se puede ser un ermitaño camuflado o, mejor aún, selectivo.
¿Va solo también? ¿El campo para usted es un lugar de inspiración o de resguardo, además de un espacio para compartir?
Alguna vez estuve, pero no lo tengo para eso, no. Para estar solo estoy en mi estudio. Yo ahí me siento bien y además la gente que va se encuentra fuera de su vida normal, desestructurada. Porque pintamos toda la noche. Amanece y seguimos pintando. Se entra en un ritmo que es el que yo tengo de pintura y de dormir de día. Terminan mareados cuando se van. Después, estar juntos es una aventura colectiva. El motivo que nos une es la pintura y no lo que se habla. No se trata de un diálogo para conocer profundamente la vida de cada uno, sino de hablar de lo que está haciendo cada uno y formar un espacio colectivo donde, además, los otros están mirándote y piensan en vos, lo que están haciendo, se comentan.
Cuenta que tampoco prima demasiado la comida, que hay un fuego y que ahí va el alimento. El único ritual que importa cuando él y los artistas de Casablanca –Fundación Iturria– están allí es la pintura.
¿Lo ven como un maestro, siente la responsabilidad de uno?
Pueden estar a mi lado para ver cómo me tomo la pintura. Que eso es lo que a mí me hubiera gustado al empezar a pintar, que algunos pintores me permitieran ir a su estudio a ver cómo encaraban: si se ponían con cara seria para pintar, si demoraban, de dónde sacaban las pinturas, si era de su cabeza, de fotos, de la naturaleza muerta que ponían ahí, qué música escuchaban, si era muy barroca, si era música clásica. Tengo una forma muy floja de pintar, divertida, con música variable, puede ser cualquier tipo de música, hasta puedo estar pintando mientras escucho un partido de fútbol, mirando el partido con la tele detrás”.
Y sin embargo no siente ningún tipo de responsabilidad. Lo que busca es dejarles a los otros algo que les sirva para aplicar en sus artes, en sus modos.
¿Nunca tuvo la oportunidad de entrar al estudio de otro?
No, eran los años setenta, y no todos, pero generalmente los pintores de Montevideo se basaban en haber encontrado una técnica propia, eran como alquimistas, y no la querían contar. Entonces, estaba todo encerrado y se diferenciaban. Yo sigo descubriendo cómo era el funcionamiento de sus técnicas. Por supuesto, que no querían que los vieras por miedo a que les sacaras eso. Me parece que estaban poco seguros de sí mismos, por pensar que están tan limitados que si les sacás la técnica se termina su historia. A mí no me importa nada. No tengo ningún secreto y me abro a todos. Y aparecen una cantidad de cosas que son de alquimia personal.
Iturria es seguro de sí mismo y no le teme a eso.
Nació en 1949, en Montevideo. Hijo de padre vasco y madre uruguaya. La cultura estuvo presente en su casa desde siempre. “Mi casa estaba llena de libros, de revistas, por mi madre, que era una profesora y tenía miles de libros. De bajo perfil, pero enseñó a medio pueblo”.
El primer cuadro que recuerda haber visto en su vida –probablemente haya habido otros, pero ese lo marcó– fue de Van Gogh. “Como a la mayor parte de la gente”, dice. Tenía catorce años. El cuadro estaba en un libro de tapa azul o celeste. Entonces habla de eso que siempre se dice de Van Gogh: que su obra gusta mucho porque parece fácil, y dice que aunque de fácil no tiene nada, para él fue una especie de motivación, de encendido de llama, por la “aparente proximidad técnica”.
Dice que de haber empezado por clásicos como ‘Las meninas’, por Velázquez, se hubiera desalentado. “Estaban unos que yo descartaba porque eran los difíciles. Y me iba quedando con Van Gogh, con los impresionistas, con toda aquella gente, el impresionismo abstracto, que era medio mamarrachento y a cualquier cosa que le ponías ojos parecía una cara. Porque yo cómo hago para jugar como Messi. Es imposible ser Messi. Ya de entrada no voy. Hay que buscar metas más chicas y después ir subiendo un poco”.
También habla de su padre, ese que pintó con él para darle aliento. Ese que, además, se ponía nervioso porque la pintura no resultara como para sostener una vida, una familia.
Iturria empezó estudiando ilustración publicitaria y diseño gráfico, pero lo suyo era la pintura y en 1977 se fue a España, con Claudia, hoy su esposa. Su padre esperaba expectante las cartas con noticias sobre ese hijo que se había ido buscando un sueño. “No me negaron nada, pero yo sabía que mi padre estaba un poco nervioso”.
Antes de irse a España había vendido alguna obra, pero es un cuadro “rojo” el que recuerda como “el primero” y fue en Cadaqués.
Claudia se había ido a la casa de Salvador Dalí con unos amigos chilenos y él se quedó pintando en el apartamento que alquilaban por 7.500 pesetas. Era un día húmedo de otoño o invierno y el vidrio que daba a la terracita estaba húmedo. Se hizo la noche. De repente, Iturria, que seguía trabajando, escuchó un “Pintor, pintor”. La voz venía de la ventana. Iturria la abrió y su vecino, desde la terraza de al lado, le preguntó por un cuadro rojo que había visto hacía unos días junto a la ventana: si lo había vendido, que no, y a cuánto lo vendería. Iturria le pidió el monto que estaba pagando por un mes de alquiler y el hombre aceptó, cruzó de un balcón a otro y se llevó el cuadro. Iturria puso las pesetas sobre la mesa, se bañó y cuando Claudia y los amigos llegaron los invitó a cenar en un restaurante de tejados. “Fue todo un acontecimiento. Y es una cosa que les digo a los alumnos de Casablanca: que pinten, que trabajen, que se rompan todo, que les van a golpear la ventana”.
De su casa de niño, en el Cordón, de la biblioteca de su madre, de Cadaqués, Iturria vuelve a su casa de adulto, la que afuera tiene una especie de plato de abuela o azulejo azul pintado por él y que queda al lado de Casablanca –que el año que viene cumple dos décadas y piensan festejar.
Iturria se encorva un poco sobre sus rodillas y señala un cuadro enmarcado en blanco, recostado a la pared al lado de la estufa. Es como un collage en el que el artista muestra su estudio, su admiración y su propia práctica para replicar a los que ha mirado por tantos años: tres retratos de Sáez, una Pequeña Lulú y sigue.
“Yo no nací debajo de la piedra, sino que nací del estudio de todos los pintores que he visto y todo lo que seleccioné para ver, las relaciones de esos artistas con otros artistas”. Si visita un museo, selecciona puntualmente algunas obras. “Los museos me empalagan. Voy en busca no de información, sino de ganas de pintar”.
De vuelta en su casa, delante de ese cuadro collage, hay un marco que protege la letra manuscrita de ‘Brindis por Pierrot’ que le regaló su amigo Jaime Roos. Iturria agradece haber crecido conociendo a “contemporáneos importantes”: “En el momento en que se apaga la admiración, se apagan las ganas de pintar”, dice.
Detrás del collage y del manuscrito, el pintor tiene guardada una procesión de la guardia civil caminera española. La pintó en 1987 y remite a la época en la que vivió su padre, el vasco. Lo tenía alguien que lo iba a vender y él decidió quedárselo. Está hecho sobre cartón.
“El cartón corrugado fue un gran descubrimiento para mí porque es el medio donde mejor me muevo. Primero que lo corto y todos los márgenes me quedan irregulares. Después, que la tela se quiera o no, intimida un poco. Esa cosa típica que tenemos, de ahorrar. El cartón ya tiene esa base de color marroncito. Hace acordar mucho a las bases de los colores de Figari. Y el cartón corrugado me permite usar el cuchillo. La agresión. Aparece algo como si fuera una pared descascarada, cosa que la tela en blanco no tiene”.
Cada pared, cada rincón de la casa de Iturria tiene algo de arte que nos permitiría hablar por más horas. Como el mural al estilo azulejo que está en el comedor y que lo esconde a él pintando en un barquito. Como el retrato de Claudia en Cadaqués sobre la chimenea. Como el infinito de obras que hay en su estudio.
En esa casa transcurre mayoritariamente su rutina: a las 10.00 de la noche comienza a pintar y así sigue hasta las 4.00 de la madrugada. A esa hora cena, mira la tele y duerme un poco. A las 9.00 desayuna, por lo general en el dormitorio. Antes del mediodía llegan sus nietos, siente las voces y comparte un rato con ellos hasta que el más grande se va al colegio. En algún momento de la tarde descansa un poco más y entonces vuelve la hora de ir al taller. Así, dice, casi siempre.
“Incluso cuando viajo a diferentes estudios. No me desplazo. Me quedo ahí. Donde estoy siento que detrás de esa puerta que voy a abrir está Nueva York o está París. Después salís y vas a la panadería, y te encontrás con la madame con la que tenés que ser amable, porque te obligan a ser amables los franceses. Y das una vuelta. No necesito más que eso. En un ómnibus, en un taxi, siento que estoy en el lugar”.
Después dice que “hay una cosa porfiada en la pintura” y que en el verano tampoco sale del estudio. Que le preguntan si no le gusta la playa o la piscina y él responde que sí, pero que para eso tendrá otra vida, que ahora se queda pintando.
“Puedo tocar todos los géneros: el drama, la poesía, todo. Por eso el hecho de que sea lo único que hago, son muchas horas acumuladas de estar viviendo. Porque en el estudio no estoy ausente, estoy presente. Mucho más presente, porque estoy sintiendo las cosas, vibrando con ellas”.
Lo sigue apasionando tanto como cuando empezó.
Tanto o más, porque sé que antes las expectativas eran algunas, pero los fracasos eran mayores que los de hoy. Hoy ya sé que la tela en blanco es como ir a pescar. Ese día puede salir una terrible corvina o nada. La inspiración viene de repente un día que no sabés: algo que te dio lucidez y te hizo ver las cosas, los proyectos, de una manera que no habías visto antes.
Cuando no está inspirado, ¿pinta de todos modos?
Nunca voy a hacer un cuadro. Yo me levanto a pintar. Porque si me levantara a hacer un cuadro, estaría frito. Voy a pintar un papelito o iniciar un cuadro grande. Estoy permanentemente haciendo, tratando de estar en acción y de repente estoy caminando sólo hacia hacer un cuadro y sale. Pero la inspiración es una casualidad que aparece. Es tan especial, porque un día te viene más o menos como una euforia y, a su vez, es como que le perdieras miedo a la muerte, estás por arriba de esa sensación. Estás como flotando, como que te liberaste de todas las anclas, una inconsciencia y además el cuerpo no está sufriendo de nada. Esos días son maravillosos. Me acuerdo de esos días de antes, cuando jugaba al fútbol.
Iturria jugó al fútbol en su juventud, en la liga universitaria. A veces hasta cuatro partidos por fin de semana. “Y tengo la sensación física de que volaba. ¿Te das cuenta de qué maravilla? Poderlo sentir. Después me hacía trampa la cabeza, me ponía nervioso, me calentaba y no me dejaba disfrutar tanto. Ahora me gusta hablar más de fútbol que de pintura”.
No sé si es adrede, si es el inconsciente o la distracción del plano material por estar buscando palabras, pero al momento que Iturria enuncia lo siguiente, deja caer agua afuera del mate que toma cada tanto en nuestras horas de charla: “Nadie puede temblar como yo”. Y eso, dice, es su algo, su alquimia propia.
“Sobre todo en lo que para los demás pueden ser imperfecciones, defectos, falta de virtuosismo, ahí de repente se manifiesta más el artista. Yo nunca he tratado de disimular mis torpezas. Por ejemplo, tengo muy mal pulso. Y en vez de esconderlo, utilizo la espátula para que todavía me tiemble más”, dice.
Ignacio Iturria, el hombre que ha dedicado cinco décadas a pintar, el que ha creado mesas de juegos en sus cuadros, el que ha plasmado Montevideo, el que hace piscinas en piletas donde juegan los muñecos, el que por las noches está en el estudio, el que abrió una fundación por la necesidad de compartir el arte, el que es padre y abuelo y esposo, el que es hijo, el que habla de Maradona y Messi en el medio de cualquier reflexión, es, ante todo, el artista.
“Uno nace de una manera y si logra descubrir para qué es… la mejor suerte, como me pasó a mí, fue darme cuenta desde muy temprano que era pintor. Primero pintor, después Ignacio”.