Joshua Bell en Montevideo.
Por Eduardo Roland.
Se sabía de antemano que la actuación de Joshua Bell & The Academy of St Martin in the Fields del pasado 5 de setiembre sería el mayor acontecimiento del año en materia de música culta o académica en Uruguay. Y lo sucedido en el auditorio del Sodre simplemente se encargó de confirmarlo.
En el reducido espacio que disponemos intentaremos condensar los aspectos más relevantes de este concierto, el cuarto de los ocho que conforman la Temporada 2022 del Centro Cultural de Música, institución que está cumpliendo nada menos que ochenta años de fructífera existencia.
Al observar el repertorio que haría en Montevideo esta famosa orquesta londinense, fundada por Sir Neville Marriner en 1958, lo primero que llamó la atención –más allá de que no sea estricta novedad– es que estuviera compuesto por música del período romántico, en tanto durante la mayor parte de su larga trayectoria, La Academia San Martín en los Campos fue sinónimo de música barroca. Pero además, la confección del programa reproducía el esquema más tradicional de los conciertos sinfónicos: la primera parte con una pieza instrumental breve seguida de un concierto para solista y orquesta; y la segunda, íntegramente abarcada por una sinfonía. La fórmula fue Beethoven-Tchaikovski-Beethoven: más “clásica” y menos innovadora, imposible. Claro que en estas lides, el disfrute justamente reside sobre todo en escuchar cómo una orquesta interpreta obras que ya hemos escuchados decenas de veces. Y he aquí una de las grandes interrogantes previas: ¿cómo sonaría la Obertura de Egmont o la Séptima sinfonía tocada por una orquesta de tan solo 45 integrantes?
Aunque parezca una hipérbole, la pregunta ya fue respondida en la primera nota (una redonda) con que se abre la obertura inspirada en un texto de Goethe. Fue impactante escuchar la perfección de afinación, la calidad de la emisión del sonido, el refinado empaste en una sola nota, que además fue creciendo en los pocos segundos que duró el unísono de cuerdas y maderas. Esa primera sonoridad que inundó el aire de la gran sala nos adelantaba todo lo que vendría; esto es, la maravillosa performance de una orquesta que por algo es de las más celebradas del mundo. Recordé de inmediato una frase con la que un catedrático “provocaba” a sus estudiantes universitarios en el inicio de sus cursos de literatura: “lo que más emociona de un buen poema es la técnica”. Claro que –por suerte– este concepto no es del todo cierto, sin embargo es un gran verdad.
Y esta verdad aplica maravillosamente a ese fuera de serie llamado Joshua Bell (Bloomington, 1967), quien además dirigió la orquesta desde su puesto de concertino (o de solista, en el caso del concierto de Tchaikovski). Conocedor del insuperable virtuosismo de Bell, el público melómano esperaba con expectativa su desempeño como solista en el Concierto para violín y orquesta, que durante los tiempos de Tchaikovski cobró fama de ser imposible de interpretar por su complejidad. Pues sobra decir que Bell, con esa energía corporal que despliega al tocar, fue arrasador. En la extensa cadencia –o solo– final del primer movimiento, el músico estadounidense demostró que puede hacer lo que quiera con su instrumento. El solo –seguramente inolvidable para muchos– fue un compendio de todas las posibilidades sonoras que se pueden extraer de un violín, y más cuando es un Stradivarius de pura cepa. Fue tal el impacto, seguido del enfático e inspirado final del primer movimiento, que buena parte del público aplaudió vigorosamente, contraviniendo esa preceptiva tradicional que indica no aplaudir en medio de la ejecución de una obra, sino cuando haya terminado (no importa cuántos movimientos sean). Bell, en un gesto de empatía y generosidad, sonrió agradecido y saludó al público, como minimizando que ese aplauso a destiempo denotaba falta de cultura en materia de música académica.
La Séptima de Beethoven cerró una noche para el mejor recuerdo, caracterizada por un repertorio de impronta optimista emanada de melodías y armonías luminosas (a excepción de la belleza algo sombría del allegretto de la sinfonía) y ritmos que, por momentos, parecen haber sido concebidos para ser bailados.