(Y que Dios se entere).
Por Eldys Baratute.
Estimada Virginia:
No nos hemos visto nunca, pero de cierta forma parece que te conozco, por eso me atrevo a decirte “estimada”. La culpa de esa confianza que te profeso la tiene el libro Ni Dios sabía, publicado por la editorial Fin de Siglo el pasado año. Y los libros, cuando son buenos, logran establecer una especie de intimidad entre quien los escribe y quien los lee. ¿Me dejas tutearte por favor? Estos últimos días han sido largos, con demasiado trabajo, demasiados asuntos por resolver, demasiada vida agitada. Y llegar a tu cuaderno me ha hecho recuperar el estado de tranquilidad que necesito, esa paz que alcanzo cuando me gusta lo que leo.
Leerte me ha enseñado algunas cosas sobre ti. Primero que eres una defensora de la mujer. En tus personajes femeninos se respira independencia, iconoclasmo, ansias de libertad y eso es inspirador.
Segundo que te gusta la la antropología. Observar los comportamientos humanos y luego convertir a esos hombres y mujeres en protagonistas de tus historias. Evidentemente conoces demasiado a esos personajes a los que les pones voz. Aunque muchos piensen que narrar en primera persona es fácil, estoy seguro de que es todo lo contrario. Narrar en primera persona no es contar con la voz del escritor. NO. Hay que pensar el personaje, ponerle cuerpo, alma, pasado, presente y contexto y después escucharlo, dejarlo que sea él quien hable. Saber que eso yo no eres tú sino él y vivir dentro de ese él mientras va contando. Y si en un libro de cuentos hay varios narradores en primera persona, te toca desdoblar en varios él y lograr que el lector sienta que son distintos.
Eso, Virginia, lo lograste en Ni Dios sabía.
Pudiste dejar de ser la niña que se pone un coquito en la pepa-coca-vagina y quiere que a su abuela se la lleve el diablo (un rato) para convertirte en madre de Manuela, con una vida demasiado común pero con el secreto deseo de convertirla en algo extraordinario, o en una Clara demasiado sola para percatarse de su soledad, o en una niña a la que no le salen bien los rasgos de las letras pero sí sabe contar, porque mientras su mamá la golpea con el cinturón va enumerando las veces que el cuero llega a espalda, también fuiste la hermana que sufre mientras ve a la otra soñando matarse. Hay muchos colores en esas voces, cada narrador tiene el suyo y tú, Virginia, los tienes todos.
Algo más que sé de ti es que te gusta el suspenso. Tus cuentos son como esas películas que te dejan con deseos de más, de saber qué pasó después de los créditos, qué vida tienen tus personajes más allá del final del libro. ¿Siguen viviendo, los retomas? ¿Hay más después de Ni Dios sabía? Ese enamoramiento, ese querer saber más de Martin, Pablo, de Morena (por cierto lograste que llegara a sentir el mismo miedo de Morena) de Gustavo, de la madre de Camila, solo ocurre cuando el suspenso es efectivo.
También sé que te gusta Cortázar, tiene que gustarte, le rindes homenaje una y otra vez, quizás sin percatarte. Cortázar está en casi todos los escritores latinoamericanos que evaden la aplastante realidad con guiños a una fantasía tan verosímil como la vida misma. En tu libro unas veces se descubre en algún pasaje, en otras su presencia se esconde detrás de una frase, una metáfora, un giro sutil en la historia.
Hay tres elementos que coinciden en muchas de tus historias, Virginia (me gusta tu nombre por eso lo repito tanto, el apellido no tanto, yo le quitara la tilde, capaz que así me guste un poco más), y no sé si esto me da para conocerte, pero tenía que decírtelo, por aquello de sentirme en confianza.
El primero es el diablo, el diablo está ahí, en el consciente-inconsciente de esas niñas-mujeres, como una presencia constante del pecado, un freno ante lo mal hecho, una limitación de la libertad. En otros casos como un desafío, las ansias de sublevarse ante el dogma.
El segundo es la presencia de muñecos, muñecas, cerdos que simulan mascotas. Eso en unos cuentos donde los niños son protagonistas, no es nada extraordinario. Lo extraordinario aparece cuando esos, que son un símbolo de esperanzadora niñez, terminan siendo mutilados, o se vuelven violentos y toda la candidez que han cargado a lo largo de los siglos desaparece. Hay mucho escondido ahí sobre los comportamientos humanos. ¿Recuerdas Virginia Mortola (sin tilde) que te dije que te gustaba la antropología? Bueno de eso no te digo más porque esta carta ya va siendo demasiado extensa y las cartas extensas aburren.
El tercer elemento común es la presencia de la abuela, también despojada, en muchos casos, de la carga semántica que las ha acompañado desde que las abuelas existen. Las tuyas no son tan cariñosas, dulceras, con predilección por las nanas. Tus abuelas pueden ser autoritarias, ríspidas, enemigas, mostrando quizás un ciclo que cierra la vida de esas niñas que primero son nietas pero más tarde serán abuelas también.
¿Viste que ya me estoy poniendo aburrido? Decir algo como carga semántica en una carta es horrible. V. Mortola (sin tilde) ahora sí termino. En resumen, que tu libro me encantó y no veo la hora en la que me lo firmes con esos rasgos extraños que tienen los escritores y las escritoras. Que me pongas, Para Eldys y cualquier otra frase linda de las que se les ocurren a ustedes.
Gracias por sacarme de estos días difíciles.
Gracias por recordarme que se pueden escribir cartas.
Gracias por Ni Dios sabía.
Gracias Mortola (sin tilde).