(Apuntes sobre Soy lo prohibido de José Arenas).
Por Eldys Baratute.
Lo primero fue buscar la interpretación de Olga Guillot del tema que compusiera Roberto Cantoral en 1970. Y al mismo tiempo que disfrutaba de su voz mientras cantaba (…) Soy ese beso que se da / sin que se pueda comentar. // Soy ese nombre que jamás / fuera de aquí pronunciarás. // Soy ese amor que negarás /para salvar tu dignidad. // Soy lo prohibido.(…) me fui a revisar una carpeta de los desnudos masculinos de Servando Cabrera, otro cubano ilustre. Nadie como él ha sabido mezclar los torsos de hombres sensuales, musculosos, entregados al placer del disfrute, del gozo.
Escuchar a Olga Guillot una y otra vez mientras imaginaba el rostro extasiado de Servando dibujando a esos hombres lascivos me condujo a hojear Soy lo prohibido, de José Arenas.
Mucho había escuchado ya sobre él, pero más allá del boom del primer momento, de la impresión que causa hablar de ciertos temas cuando, lamentablemente, aún se vive bajo el prejuicio del “deber ser”, de los rituales que marca la sociedad para la infancia, del irrespeto de las individualidades del niño —entendido este como un apéndice del adulto—, más allá de su nombrada irreverencia, descubrí un libro que desnuda al ser humano, sin importar edad, identidades de géneros, clases sociales, nivel cultural, estilos de vida, tendencias y tribus, un libro que muestra como todos nos doblegamos ante el placer, olvidamos a qué grupo pertenecemos y sucumbimos a nuestros más primitivos instintos.
Después de leer las primeras páginas comencé a preguntar a mis amigos a qué edad habían descubierto el placer sexual, no hablaba de sexualidad con la carga sociocultural que lleva la palabra, sino de placer sexual, algo más básico, más personal.
Como siempre sucede, cada uno me dio una fecha diferente. La mayoría no recordaba ni siquiera el momento exacto. Y por último y mucho más ridículo, marqué el número de una amiga psicóloga para preguntarle si a los tres o cuatro años se podía experimentar dicho placer. Por suerte mi amiga estaba ocupada y al segundo timbre me di cuenta de lo inapropiado de mi pregunta.
No era eso lo que José Arenas pretendía con la escritura de Soy lo prohibido. No trataba de sentar cátedra, de dictar fórmulas, de retomar tratados de conductas, normas sociales, comportamientos en la infancia. Por el contrario, este es un libro sobre la verdad y la libertad, esa verdad y esa libertad que nos son arrebatadas en la infancia y que algunos llegamos a conquistar en la madurez. Lamentablemente, solo algunos.
Desde una visión adulta, Arenas evoca su infancia, la suya, no la de mis amigos, no la mía, no la de cualquier otro que lea estas páginas; y con la normalidad que necesita este asunto, relata escenas de su vida marcadas por el descubrimiento del placer.
No es sencillo, años después, recordar nuestros primeros años de vida, no es sencillo sortear las trampas de la memoria y evocar pasajes que la mente trata de olvidar, a veces por dolorosos. Sobre todo, si están marcados por el estigma de lo pecaminoso. Sin embargo, en Soy lo prohibido se hace, y se hace sin alardes, sin exageraciones, sin un dolor que añada dramatismo, sin grandes heridas, más allá de la herida de no haberlo contado antes.
Confesar que descubrió el placer a tan temprana edad, que supo desde niño que era maricón, con la tragedia que lleva sentirse maricón a esa edad (el miedo, la represión, el acecho a escondidas a otros varones, de nuevo el miedo, el bullying, la mancha que significa que no te gusten las niñas más allá de ser tus cómplices, la familia decepcionada, el deseo de ser Melissa, el miedo a no ser tan auténtico como ella, el miedo, el miedo, el miedo… Y al mismo tiempo la felicidad que significa serlo, la felicidad de saber que estás arañando la independencia de a poco, que cuando te dicen maricón tiene que saber que no eres gay, ni homosexual, ni puto, sino maricón, así con la boca bien abierta, maaaariiiicooooón, alguien que, aún de niño, disfruta intercambiar favores sexuales por juguetes, aunque más tarde te cause remordimiento; que obedece con gusto las órdenes de César, aunque él, ni casi nadie, sepan que pocas cosas te provocaban tanto placer como los torsos sudados de tus amigos mientras juegan futbol.
Ese espacio personal, propio, te hace sentir más libre que los otros. De eso van las crónicas de Arenas, de mostrar que, incluso en la infancia, se puede disfrutar de la libertad, hacerla suya.
Tres partes tiene el libro, y aunque para mí la segunda y la tercera son vitales, casi todas las notas que he leído hasta el momento se concentran en la primera, “Postales del sexo niño”, imagino que por lo desafiante que resulta tratar dos temas de los que supuestamente no se debe hablar en la infancia: el placer y el sexo.
Sin embargo, en “El cuerpo en guerra” (y no me queda claro si este nombre alude y reniega del libro homónimo de John M. Dweyer que versa sobre el cuidado del cuerpo) y en “En busca del deseo perdido”—parafraseando a Marcel Proust— es donde más cerca puedo sentir a Arenas.
A medio camino entre la crónica y el ensayo va plasmando su criterio sobre estereotipos establecidos en la sociedad moderna: la preferencia por el cuerpo cincelado, el culto a la dominación, a la fuerza, a la juventud, a la belleza, a la moral uniformada o el seguimiento de patrones heteronormativos y clasistas, incluso por la propia comunidad lgtbiq+.
Interesante resulta el análisis, dividido en cuatro capítulos, de Grindr, una de las redes de encuentro homosexual más conocida y al mismo tiempo donde más conductas clasistas y heteropatriarcales existen. Sobre eso dice Arenas:
Pero detrás de Grindr como idea está el macho golpeador, detrás de la app está el porno gay hecho por heterosexuales para heterosexuales, detrás de la virtualidad está la vergüenza, detrás del mundo idílico del sexo practicado una y otra vez está el prejuicio y el gobierno de uno sobre el cuerpo del otro, detrás de Grindr está la categorización y la etiqueta, está el monopolio de una estética y una ética, detrás de cada celular que suena con los fuegos artificiales de una nueva notificación de match, aparece en realidad la reminiscencia al gueto; los homosexuales tienen su espacio, lo ejercen y lo dominan, pero ojo con salirse de allí.(…) Una vez allí metidos, la ilusión gringa y capitalista del espejito de color con perfume de trolo superado nos aprieta en una celda, en una fiesta de máscaras eternas donde la cara que predomina sigue siendo la careta dura del hombre blanco heterosexual con sus privilegios y violencias.
Mucho para pensar, para debatir, sobre un espacio en que confluyen algunos de los temores más grandes del ser humano con lo más despiadado.
Dos capítulos de la segunda sección desnudan completamente al cronista “Hambre” y “Mi cuerpo en crisis, 2017”. Hay que tener demasiado valor para exponerse tanto, hay que mantener bien lejos la doblez, la hipocresía, las poses, hay que ser muy auténtico para gritar la verdad, su verdad, desde esas páginas y dejar que los otros lean los caracteres que van apareciendo en su cuerpo. Con solo esos dos capítulos, narrados con la naturalidad con la que se escribe un buen texto de ficción, José Arenas establece un vínculo difícil de romper con cualquier lector.
De la invisibilidad de los homelees, de la construcción de lo metafórico desde el travestismo, de su pesimismo ante el amor, también nos habla. Hay mucho detrás de estas páginas, pero sobre todo hay un compromiso que emerge mientras se lee, el compromiso de un hombre que apuesta por el otro, por el que es igual y el que es diferente, y que, como todos, también sueña convertirse algún día en mariposa.