Reconocida por sus coloridos murales, Cecilia Rodríguez Oddone ‒o simplemente Ceci Ro‒ aborda el arte de forma orgánica, espontánea, navegando entre formatos y soportes.
Como artista, Cecilia Rodríguez Oddone sigue el ritmo de la naturaleza. Cuando empieza el calor sale a las calles y pinta murales; algunos son encargos y otros son proyectos personales. Puede ser una casilla de guardavidas en Cabo Polonio, la fachada de un cowork o la pared de la Facultad de Química.
Cuando refresca y las hojas de los árboles se ponen amarillas, ella se refugia en Casa Wang, un espacio en la Ciudad Vieja que comparte con otros colegas. La mitad hombres y la mitad mujeres. Encerrada en su espacio, en la primera planta, experimenta con serigrafía en papel y en textiles, pintura e ilustración. Al principio la pausa le daba miedo, pero ahora la entiende como parte necesaria para el balance. Se guarda para inspirarse, recargar energías y luego volver a salir a la calle.
Ceci Ro se identifica con el ecofeminismo, un movimiento social que sostiene la existencia de “vínculos profundos entre la subordinación de las mujeres y la explotación destructiva de la naturaleza”. Sabiendo eso, sus propios ciclos cobran un nuevo sentido. Cuando el mundo se detuvo, al comienzo de la pandemia, el grupo de Casa Wang se refugió en su santuario y se dispuso a crear. “Veníamos todos los días todos, mil horas e hicimos de todo, la gran producción fue la del año pasado en invierno. Le decimos la Wang-demia”, cuenta entre risas.
A pesar de florecer el pasado invierno, la artista extrañó el contacto con la gente. Desde chica tuvo inquietudes vinculadas a lo social, pasó por la Facultad de Ciencias Sociales y la de Humanidades, y encontró en el mural un medio para unir el arte con el activismo.
El muralista navega la esfera de lo público y lo privado, comunica a la masa. ¿Tiene una dimensión activista?
Sí. Cuando empecé a pintar en la calle me di cuenta de que esto iba mucho más allá de una obra que tal vez la hacías en papel y la veían cinco personas: era una expresión pública y, por lo tanto, había mucha más gente involucrada además de mí. Es apropiarse del espacio público y eso lo empecé a entender mucho después de hacerlo intuitivamente. Al principio, exploré mucho más lo técnico que lo conceptual y después, con el paso del tiempo, empecé a entender el poder que tenía la obra en la calle.
¿Sos más de hacer y luego mirar para atrás?
Lo mío es súper instintivo y a veces me cae la ficha de lo que quería decir o de lo que hice después de haberlo hecho. Me dejo ir por ahí porque me funciona, me sale así, me parece de las cosas más honestas que puedo hacer: dejar que las cosas sucedan. El poder de comunicación que tiene el muro te hace situarte en un lugar y no ser neutra en lo que estás diciendo. Es un buen medio para decir cosas, va mucho más allá de lo bello.
¿De qué temas te gusta hablar? Se percibe una temática feminista.
Mi exploración conceptual decantó en eso, en que mi arte es feminista, porque es de donde lo vivo. De nuevo, lo más honesto que puedo hacer es hablar de mis ideales y de mis luchas, del contexto en el que estamos viviendo. También hablo mucho de la naturaleza y del cuidado de la naturaleza, de la rama más ecofeminista. Me siento muy alineada con esa rama del feminismo.
El feminismo debe de interpelarte bastante como artista.
Totalmente. Hay unas contradicciones ahí, las contradicciones mismas de vivir en este sistema, que las vas reflexionando y tratando de cambiar en el camino. Es un aprendizaje en curso que estamos haciendo, que en mi caso tiene que ver con mi trabajo, con los materiales que uso. Por ejemplo, me ha pasado de pintar una casilla de guardavidas en Cabo Polonio y después tener todos restos de agua con pintura y no saber dónde tirarla. Porque te da cosa vaciarla en el océano, pero en el desagüe de la ciudad es lo mismo. Mientras haya reflexión y pensamiento crítico de todo lo que hacemos y que la acción sea lo más ajustada a eso, es valioso.
¿Cómo fue tu evolución como feminista?
La respuesta a eso es la red, la red de gente que te va ayudando a pensar, a reflexionar, a preguntar y darte respuestas. Para mí fue reimportante el ingreso a Casa Wang, porque más allá de lo artístico se armó una comunidad de mujeres. Acá somos mitad mujeres, mitad varones, pero la pata femenina de la casa es un gran referente que tenemos todas. Nuestro referente feminista más importante es esto y creo que es ahí donde depositamos todas las dudas, reflexiones, todo lo que nos surja. Es un lugar de reflexión, de contención, de ayuda y apoyo. Nos inspiramos entre nosotras.
¿En qué consiste Casa Wang?
Somos diez que integramos la casa, mitad mujeres y mitad varones. La mayoría pintamos murales, pero también hay una amiga fotógrafa, otra que hace serigrafía y diseño. Es nuestro espacio de trabajo, de taller. Cada uno tiene su rincón, compartimos algunas habitaciones. Yo me levanto, hago algunas cositas en casa y vengo para acá. Es un lugar de encuentro y de constante intercambio. Hay algunos proyectos que hacemos en conjunto, pero en general trabajamos individualmente. Más que un lugar de trabajo, somos familia ya. Esa cosa de trabajar solo en un taller a mí me deprimió. Me estanqué. Por ahí estás mucho más concentrado, pero estás menos estimulado, menos inspirado. A veces me quedo en casa para concentrarme más, pero sé que tengo este lugar al que vengo y que pasan un montón de cosas, que pasan a ver qué estás haciendo y opinan, surgen cosas. Compartimos proyectos y está buenísimo, también ‒pre covid‒ abríamos la casa, la idea es que sea un lugar de compartir. Dábamos talleres, hacíamos jams de dibujo.
¿Qué te llevó a navegar diferentes medios y soportes?
Se dio de forma bastante orgánica, fue natural empezar a probar diferentes cosas. Mi formación es de diseño gráfico y ese fue mi primer acercamiento al arte, después me fui empezando a animar. Lo primero que hice fue un taller de serigrafía en el que me quedé casi ocho años. Fue algo relevante para empezar a pensar qué quería decir y cómo quería mostrarlo. Luego fui experimentando, surgió lo de los murales, probé y me gustó. Nunca le puse demasiada intención o presión a cómo tenía que ser el camino y qué línea tenía que seguir.
¿Hubo algún formato que te sacudiera particularmente?
El mural. Fue muy novedoso para mí. Empecé en 2013, por ahí. Con una amiga con la que estudiaba diseño nos llegó un encargo comercial de un local que nos pedía intervenir el espacio, nos planteamos pintar un mural y ese fue el primer acercamiento al muro. A partir de ahí pensé en salir a la calle y me puse a investigar qué estaban haciendo otras personas en el mundo y acá, y siguieron surgiendo cosas que me motivaron a apropiarme de ese formato. Fue de casualidad.
En esa época hubo una suerte de boom. ¿No?
Sí, también coincidió que en esa época había muchos colegas en la calle ‒que no conocía y hoy somos todos amigos, la mayoría están en Casa Wang‒. Cuando pinté por primera vez ya estaba sucediendo esto y era un mundo que estaba parg1a explorar, porque era todo nuevo. Había gente muy creativa con muchas cosas para decir que recién estaba empezando.
Sos de Paysandú. Es de imaginarse que te debe haber sacudido mudarte a Montevideo. La movida cultural es otra.
De niña recibí un montón de estímulo artístico de mi familia, mi madre es replástica, entonces siempre fue algo que tuve despierto pero que no lo tenía como una posibilidad de vida. Cuando terminé el liceo lo que más me picaba era lo social y pensaba que era por ahí. Me vine a Montevideo, donde estaban mis hermanas, y empecé Ciencias Sociales, después Humanidades, y pasé por facultades buscando mi camino. Estaba bastante perdida, entonces me metí en Diseño Gráfico en la ORT. Siento que fue un momento muy infantil, como medio divagando sin rumbo. El diseño me enfocó hacia un lugar más artístico, más allá que tiene cosas que no tienen nada que ver con el arte, como lo comercial y el marketing. Ahí me sentí cómoda. Después hice unos años de Bellas Artes y tomé talleres.
¿Te dio herramientas el diseño gráfico?
Claro, me dio toda esa base. Siento que la estética que manejo hoy en día tiene mucho que ver con el diseño gráfico, el pensar las cosas desde lo conceptual y sintetizar ideas, la composición y el color.
Trabajando como artista no le has tenido miedo a los trabajos más comerciales.
Obviamente pienso y analizo qué trabajos me generan contradicción y cuáles no, pero sin duda creo que es súper válido plasmar mis ilustraciones en ciertas cosas más comerciales, que se venden, porque también estoy acostumbrada a la serigrafía. La serigrafía es algo que se hace en serie y no tiene sentido guardarte cincuenta copias de una misma serie para vos, porque me parece también hermoso que la gente las tenga y se mueva, que salga del taller y de los lugares de poder de ciertas personas. Por eso las vendo a precios accesibles. Yo misma como consumidora hay veces que no puedo comprar cosas que me encantaría tener.
Hacés un uso del color muy rico e interesante. ¿De dónde viene eso?
Viene de una mezcla del mundo del diseño y de la serigrafía, porque te requiere sintetizar la paleta de colores. Podés hacer una serigrafía de diez colores, pero es un trabajo muy grande, entonces la síntesis del color es el gran desafío. Mi cerebro fue hacia ese lugar y mi exploración va por ahí. Una de las cosas que más me gusta hacer es sintetizar el color y achicar, achicar y achicar la paleta a ver si puedo reducirla a una tinta.
Durante un tiempo diste talleres de serigrafía. ¿Cómo te enriqueció en lo personal dictar clases?
No me considero tallerista en sí, cuando lo hice fue con otra amiga, enseñando más que nada la técnica, pero nunca me metí en la academia, en la enseñanza de pintura. Me encantan las instancias de taller, compartir con la gente. También di un montón de talleres con adolescentes y niños en programas del Mides, por ejemplo, donde acompañamos a liceales de barrios más periféricos. O con Nada Crece a la Sombra, con los que fuimos a pintar la fachada del Comcar. Esa pata me parece hermosa porque salís de la burbuja. Vas con tu herramienta, que es el mural, y suceden otras cosas que son mucho más importantes que el muro. En general, yo siento que todo lo que pasa alrededor ‒el momento de convivencia, la charla, la experiencia‒ es el gran objetivo. El mural es la excusa: vas a hacer eso puntual, tampoco es que vas a cambiar el mundo, pero te sirve para darte cuenta de que esa realidad existe y le dedicás unas horas a hacer algo.
Fusionaste tu vocación por lo social con lo artístico
Totalmente. Pintar en la calle tiene eso de salir de la burbuja y tener contacto con gente que por ahí pasás por al lado y ni te enterás. El estar ahí habilita que vengan a hablarte y ahí sucede de todo, es increíble. Es de las cosas más lindas. Me he dado cuenta de que varios puntos se han conectado por esos intereses. En esta casa [Wang] todos tenemos un interés social.
Has pintado en el exterior en el marco de festivales. ¿Qué te dejan esas experiencias?
Me encanta irme para volver, me encanta Uruguay. Volvés con una manera nueva de ver todo y empezás a valorar lo que tenemos. Ya sea que vaya a Centroamérica o a la ciudad más tranquila de Europa, me ha pasado de extrañar. No me siento cómoda. Una de las cosas buenas que tenemos acá es que no está penado por la ley pintar. Vos vas, le golpeás la puerta al vecino y si el vecino quiere pintar su casa la podés pintar, excepto en la Ciudad Vieja que interviene la Comisión de Patrimonio. Eso ya es un montón.
Pero a veces se abusa, se vandaliza. ¿Qué opinás del tagueo?
A mí no me molesta. Que la ciudad esté rayada quiere decir que está viva. He ido a otros países donde ves todo inmaculado, es muy Truman Show. Eso es porque hay represión. Si un muro está blanco, liso, es porque alguien le está diciendo que no a otra persona. Hay países en los que pasan cosas espantosas, injusticias, en donde esa forma de expresión es mucho más necesaria. Entonces, si está rayado es porque hay libertad, hay gente que quiere expresarse. ¿Quién es uno para decir que algo es lindo o algo es feo? Entiendo a la señora que pintó su casa de celeste porque a ella le gusta, pero en realidad la calle es de todos. Por eso es tan difícil pintar en otros países, cuando sucede es en formato de festival, con cierta gente que lo financia, organización y permisos.
¿Pierde espontaneidad?
Sí, porque no salís a la calle a pintar. Está divino, yo fui a Francia, copada, pero te dan una hojita por si viene la Policía. Es una realidad diferente a la de acá, acá hay libertad y esperemos que siga habiendo.
¿Cómo te llevás con las redes sociales?
Son la droga del momento. Personalmente las uso como una herramienta para comunicar mi trabajo. A mí me han servido un montón, mucha gente llega a mí por el Instagram, es como tener una web pública a donde voy subiendo mis trabajos. También conozco gente que se ha borrado de las redes y sigue activa, así que no es la única forma. En lo personal, a veces siento que tengo que dejar de ver todo eso porque estar tan estimulada es una locura, terminás totalmente perdido. Mi estrategia es tener cuentas silenciadas y solo veo los Instagram de mis amigos y de algunos artistas. Igual tengo momentos en los que estoy mucho más adicta, canalizás ansiedad por ahí y a la vez te genera ansiedad.
¿En qué momento estás como artista hoy?
Lo mío siento que es bastante instintivo y lo dejo ser, porque si me lo pienso demasiado me pierdo.