Por Carlos Diviesti.
El horror.
En lo que más se parece Virus:32 al universo de H. P. Lovecraft es a que tanto para Gustavo Hernández (y su guionista Juma Fodde Roma) como para el escritor nacido en Providence, el cosmos es un todo inmenso y hostil. El Club Neptuno ‒tal vez involuntaria referencia a la mitología grecorromana que puebla el universo de Lovecraft‒, decadente y sumergido en el olvido en aquel postergado sector de Montevideo, semeja un mundo a punto de colapsar mientras la galaxia que lo rodea ya colapsó. Con su luz menguante, sus canchas de básquet vacías, los vidrios rotos en las ventanas y esos pasillos que se vuelven infinitos en la oscuridad de la noche, el Neptuno es también un muerto que se niega a morir, como todos esos atacados por el virus que lamentablemente se han transformado en monstruos.
¿De dónde salió el virus? ¿Quién fue el primer contagiado? ¿Habrá alguna cura posible? ¿Volverán a la vida normal y cotidiana aquellos que lo padecen? Son preguntas que hoy se formulan los diarios en un mundo ajeno a las ficciones cinematográficas, y que cualquiera de nosotros se niega a formular por terror a lo desconocido. Ese terror es el que tan bien expresara Lovecraft cuando dijo que la muerte es misericordiosa porque nadie vuelve de ella, “pero para aquel que regresa de las cámaras más profundas de la noche, extraviado y consciente, no vuelve a haber paz”.
Virus:32 no solo es virtuosa por su forma cinematográfica, depurada e impactante, sino porque atiende el signo de los tiempos que nos toca vivir a partir de la fantasía que genera el miedo colectivo. ¿Por qué este virus nos ataca a nosotros? ¿A nosotros solos nos pasa? ¿Nos vamos a morir? La única certeza que tienen Iris y Luis, compañeros contingentes en una aventura que nada tiene de heroico (aquí no hay padres que se inmolan para que sobrevivan sus hijos, como ocurría en la romántica Estación Zombi, de Yeon Sang-ho), es que se van a morir y, sin embargo, se las ingenian para que la vida siga su curso aunque el destino les dé la espalda. También es una virtud que Hernández y Fodde Roma manejen, con absoluto control del recurso, a la gran protagonista de esta historia: la ignorancia.
En Virus:32 el virus que ataca a los montevideanos y los convierte en zombis se ignora si se desplazó a otros confines del planeta; se ignora su nombre ‒nadie lo nombra: se sabe que hay un virus y que quienes lo padecen y saciaron su necesidad de sangre viva, se quedan paralizados durante treinta y dos segundos‒, se ignora cuál es su tiempo de incubación, cuáles son las proyecciones para que se propague al resto del país, si hay algo que lo detenga. Esa ignorancia es la que promueve el pánico a lo que vendrá, a quedarnos quietos y escondidos ahí donde nos sintamos seguros, y es la que provoca el desborde cuando ya no se sabe dónde uno puede esconderse, cuando se nos confunden las imágenes que vemos frente a nosotros, cuando el amor nos pone en peligro y hasta nos obliga a darle un tiro si es que el amor amenaza con comerse a sí mismo. Como diría el general Kurtz en trance místico, mientras comenzaba el apocalipsis en torno a él: “El horror”. Hay unos cuantos correlatos entre la ficción de esta película y la realidad tangible; la Ciudad Vieja y el club Neptuno, y todos sus olvidos evidentes, no están vistos aquí con el prisma de la emoción, y es por eso por lo que Virus:32 no califica como simple película de género. Quien quiera verla así puede hacerlo, la película se los permite, pero en Virus:32 hay algo más notable que la abarca, y que es mostrarnos artística, figurada y poéticamente al hijo dilecto de la ignorancia: el nihilismo. Este sostiene la imposibilidad del conocimiento y la negación del valor de las cosas. Virus:32, con ese final desolador, nos interpela: es necesario que creamos en algo en la vida de todos los días, para no morirnos así de fácil.