Pide al tiempo que vuelva.
Por Carlos Diviesti.
1969. Mientras John Lennon y Yoko Ono se encaman por la paz en Ámsterdam y Montreal, Kristófer, en Londres, planta sus estudios en la Escuela de Economía y decide cruzarse al bando de los proletarios. Así que en vez de seguir de parranda con sus compatriotas islandeses de pub en pub, pide trabajo en ese restaurante japonés donde una chica japonesa le sonríe y lo flecha de inmediato. La chica se llama Miko y es la hija de Takahashi, el dueño del restaurante que vive con su hija en Inglaterra desde 1957, cuando se fueron de Hiroshima. 2020.
A Kristófer se le borra la memoria poco a poco; aunque realiza sus ejercicios mnemotécnicos puntualmente, desde que enviudó los recuerdos lo afincan en aquel otro tiempo, inmanente incluso a lo que ya no existe o a lo que perdurará tras nuestras vidas, como el monte Fuji o el pico Kirkjufell, y también al amor. Porque Kristófer nunca dejó de amarla a Miko, y aún no comprende por qué Miko se fue de Londres sin despedirse, y por qué Takahashi vendió el restaurante sin avisarle a nadie durante las vacaciones.
El tiempo también es distancia: la distancia entre dos puntos difusos de la memoria, la que traza la vida suspendida por la pandemia, y la que puede acercarse cuando indolentemente se viaja en avión, o cuando melancólicamente se recuerda junto a la ventana de un vagón del tren. Las razones de ese viaje en el tiempo, aunque dolorosas, aunque pudieran haberle dado otro sentido a nuestras vidas, aunque podrían haber pasado de nosotros si no porfiábamos en el coraje de nuestra obcecación, son quizás lo menos importante que debamos conocer.
Ese viaje en el tiempo que propone Baltasar Kormákur, el encuentro físico entre lo que fuimos y lo que somos, entre lo que nos condena y nuestra liberación, más que en explicaciones se traduce, inolvidable, en un par de flares –esos destellos que inundan de luz una imagen– que perpetúan lo efímero en las escasas sílabas de un haiku.