ABRIR EL ALMA.
Por Carlos Diviesti.
¿Qué hace que una película sea considerada una obra maestra? ¿Su historia, su forma, su sentido último más allá de las imágenes -eso tan inasible, tan lábil, tan cuestionable-? Quizás uno, automáticamente, apenas ve una película descubre en ella ciertos elementos que agitan su experiencia sensible, experiencia que coincide con una época determinada que no necesariamente es la propia y que trasciende lo conocido, o lo redimensiona.
Hay sobrados ejemplos de obras maestras en los casi ciento treinta años de existencia del cine, pero quizás no sean tantos en el volumen de la cinematografía mundial, y quizás no sean todos porque no todas las películas filmadas y estrenadas a lo largo de casi un siglo y medio han logrado sobrevivir al tiempo. Antes de la revolución digital iniciada en los años ‘90 que significó el reemplazo del celuloide por los píxeles, y que modificó la experiencia sensible de ver una película en una sala de cine, la gente tenía dos caminos para encontrarse con títulos considerados indispensables: la gran pantalla en un espacio oscuro -cuando se esperaban ansiosamente los estrenos, o se rogaba para que sean repuestos por un puñado de funciones en cineclubes o cinematecas- o la televisión, perdidas en maratones de sábado a la tarde, en el horario central del lunes a la noche, o a la hora de las brujas y casi sin avisar cualquier día de la semana. Una obra maestra es también esa clase de película que deja una huella permanente en el imaginario del público y alcanza unanimidad en todos los espectros sociales, no importa de qué se trate, quién la firme o quiénes la interpreten.
Es probable que hoy muchos espectadores recuerden lo indispensable que resultaba ver El espíritu de la colmena en los años ‘70; a muchos quizás les haya quedado la marca indeleble de la metáfora contra el totalitarismo franquista, a lo mejor a otros cómo los ojos de Ana Torrent a los seis años descubren la muerte, y a todos -eso seguro, porque constituye el cuerpo de la película- la sequedad de la estepa castellana en esos enormes, bellos e inasibles planos generales por los caminos de Hoyuelos. Luego con El sur, en los años ‘80, la tersura de las transiciones y el preciosismo fotográfico que le dan tacto a la memoria consiguen que una hija ensaye cuál fue la pena de su padre, y la democracia española empiece a mirar de frente el dolor del desarraigo, desde el norte y hacia el sur de la península; y ya en los ‘90, El sol del membrillo no solo difumina el límite entre la ficción y el documental sino que nos permite asistir, casi como ninguna otra película en la Historia del Cine, al milagro de la luz incidente que durante el día o durante la noche baña un cuerpo y alumbra su vida ahí donde ese cuerpo viva.
Y excepto por una serie de cortometrajes que rodara en los 2000 (Alumbramiento, sobre la curva de la existencia en el preciso momento de nacer, parte del largometraje colectivo Ten Minutes Older: The Trumpet; la inolvidable correspondencia que mantuviera con Abbas Kiarostami a través de nueve envíos en video grabados en territorios que no diferencian tanto a Irán de España, y Cristales rotos, sobre la reconversión laboral durante el neoliberalismo portugués y los recuerdos que despierta la mirada de una masa de trabajadores en una fotografía centenaria -en el largo colectivo Centro Histórico-) esa es toda la filmografía de Víctor Erice a lo largo de cincuenta años, una obra cuyo visionado decanta con el correr de los días, de los meses y de las décadas, una filmografía que parecía cerrada a los ochenta y tres años de su creador.
Omitimos deliberadamente nombrar uno de los extraordinarios cortometrajes de Víctor Erice, La Morte Rouge (Soliloquio), en el que el autor indica cuál es el momento preciso en el que el cine se transforma para él en la posibilidad de fraguar una existencia nueva en una ciudad que no se encuentra en el mapa: el descubrimiento del asesino en la película Sherlock Holmes and the Scarlet Claw, de Roy William Neill. Erice descubre el cine en la vieja sala del casino Gran Kursaal del San Sebastián donde creció, a una edad similar a la de Ana cuando ve el Frankenstein de James Whale en el ayuntamiento de su pueblo de Castilla a comienzos de los años ‘40, y en simultáneo a las fantasmagorías que crea la luz cuando le escamotea sombras a la noche y cuando se forja la memoria larga que nos acompañará hasta el final, o hasta que se disuelva detrás del aliento. CERRAR LOS OJOS, el cuarto largometraje de Víctor Erice, estrenado en la última edición del Festival de Cannes, no podría haber sido filmado antes que en estos tiempos, los del mundo y los de su autor.
Es la historia de Julio Arenas, un actor que abandona el rodaje de una película y desaparece. Durante más de treinta años no hay rastros de su existencia hasta que un programa de televisión que investiga esta clase de casos, lo pone otra vez en la consideración pública y surgen nuevas pistas respecto de lo sucedido. Pero estas pistas no son un tembladeral en la existencia de los que aún lo esperan; en el caso de Miguel Garay ponen en marcha una serie de recuerdos sobre la amistad que Julio y él supieron tener en la juventud, sobre los amores que compartieron y los dolores que desconocen del otro, sobre cómo quedaron inconclusas sus carreras (Miguel lo dirigió a Julio en esa película sin terminar, y abandonó el cine cuando Julio desaparece), y sobre cómo los libros atesoran ese momento fugaz en el que late el corazón.
A lo largo de casi tres horas CERRAR LOS OJOS se toma el tiempo para meditar sobre cómo se completa lo que no se terminó, cómo se conservan las evocaciones de una época olvidada, y cómo se aceptan los cambios que traerá el porvenir. Durante el siglo XX el cine se encargó de registrar lo efímero para proyectarlo, por qué no monstruosamente -como un cuerpo muerto que renace a la vida-, en esa pantalla blanca al frente de un espacio hueco, de techo tan alto y repleto de butacas, que pareciera no tener destino en los tiempos que corren, mucho menos en un pueblo costero perdido de las ciudades. Erice, que hizo del ver cine la médula de su obra y que hizo del cine una herramienta contra los estragos de la indiferencia, lega con esta obra un presente continuo más allá de los píxeles o el triacetato de celulosa, un presente posible que aunque cierre los ojos se permita abrirle el alma a la evocación permanente. Por eso CERRAR LOS OJOS está hecha con la materia de las obras maestras, y probablemente lo sea.