Al modesto entender de este cronista, la de Pablo Stoll es una de las primeras voces que consolidan la continuidad del cine uruguayo a principios del siglo XXI. Además de revisar su filmografía, esta nota ensaya la semblanza de un artista que no quiere –o que no sabe, o que no puede– trabajar solo.
Por Carlos Diviesti.
A veces uno puede hacer el ejercicio de imaginar cómo habrá sido el siglo XIX y no hay manera de que se lo imagine distinto a como lo filmaron los estudios de Hollywood, Cinecittà o Pathé-Gaumont: una minuciosa reconstrucción en cartón piedra de lo que podría haber sido el mundo tangible. Hay que reconocer que este no es un postulado original, pero es muy cierto que el cine también reemplazó a la narración histórica en muchísimos aspectos. Sin ir más allá de la pantalla muchas veces creemos conocer ciertas ciudades a través de las películas, como Cannes o Saint-Tropez, y eso porque, por ejemplo, hemos visto Du côtè de la côte, un corto maravilloso de Agnès Varda en el que la Costa Azul francesa adquiere un definitivo ribete cerúleo y amarillo, y en el que hasta el Imperio Romano permanece en pie al menos por el recorte de sus imágenes. Lo que a veces también podemos preguntarnos es por qué ese tipo de obras se filmaron justamente en ciertas épocas; en el caso de Varda a fines de los años cincuenta, cuando Francia estaba un poco más repuesta de los estragos de la Segunda Guerra Mundial y había que volver los ojos hacia los tesoros nacionales, y en el caso de Pablo Stoll a fines del siglo XX y comienzos del XXI en Montevideo, cuando empezaba a quedar claro que no se iría a producir el fin del mundo por más que las cosas sí empezaran a cambiar.
Y a lo mejor desde el principio de su carrera, cuando hacía tándem con Juan Pablo Rebella, en el cine de Pablo Stoll se vislumbra la idea del final no como apoteosis, sino como simple modificador de la existencia. En esa impertérrita y dominante posición apenas contrapicada de la cámara, cuya lente gran angular permite deformar una realidad insobornable, el tiempo cronológico finalmente pasa para Mauri y Pete quienes, quizás por un rato, se asoman al abismo de ser otros. Víctor y los elegidos, el cortometraje que Rebella y Stoll filmaron en 1996, visto ahora dista mucho de ser un trabajo de estudiantes o de cineastas amateur: en él está el germen de un corpus de obra que efectivamente cambió la perspectiva de la historia en el cine uruguayo. En Víctor y los elegidos, Federico Veiroj y Daniel Hendler, Mauri y Pete, son dos veinteañeros moldeados por el sopor del invierno en un pueblo balneario cuya demografía alcanzaba entonces las 335 almas. No importa si viven ahí o si están de vacaciones, tampoco importa si el Víctor del título es un pingüino o un pato o un bicho que irá a parar al parrillero apenas bautizado, lo que importa es que entre las 7.13 y las 8.59 el tiempo, que parecía letalmente detenido, avanza. Y avanza aun cuando no lo registren ni Mauri ni Pete, y avanza aunque la anécdota sea tan ínfima que ni Mauri ni Pete más tarde recuerden que esa anécdota los eligió para ser contada. Tal vez ese tono no mucho más alto que el de un murmullo (seis años antes de que se filmara Funny Ha Ha, la película de Andrew Bujalski que es la pionera del movimiento mumblecore en los Estados Unidos), tono que no se levanta ni en el patio de la casa ni en la playa de Santa Lucía del Este donde se desarrolla este pequeño relato, sea el único que podría tener la imagen desgarbada de Mauri y Pete, o la imagen de Roque y Cristian, los propios Rebella y Stoll en 31 de diciembre (1996) y 6 de enero (2000-2002), sendos cortometrajes rodados por Veiroj y Hendler en el mismo escenario de Víctor y los elegidos, aunque en un extrañado verano austral, y cuya historia incluye una sorda disputa por los pelos que Roque deja en el jabón de Cristian y que puede ser zanjada con un piedra, papel o tijera, o con la pertinencia de un sueño de Roque acerca de avionetas de papel o de veleros. Esos trabajos de ambas duplas, filmados con el soporte del video analógico, a priori, sólo a priori, parecen anacrónicos a los ojos de hoy; sin embargo, gracias a ellos y a esa fórmula que posiblemente encontraron sin buscar lograron establecer la continuidad de la imagen del cine uruguayo y su proyección al mundo, cosa que no pudieron hacer –por tantos motivos que huelga enumerarlos, también porque son desconocidos– El pequeño héroe del Arroyo del Oro (Carlos Alonso, 1933), Un vintén pa’l Judas (Ugo Ulive, 1959), Carlos. Cine retrato de un caminante en Montevideo (Mario Handler, 1964), Mataron a Venancio Flores (Juan Carlos Rodríguez Castro, 1982), o La historia casi verdadera de Pepita la Pistolera (Beatriz Flores Silva, 1993). El cine de Stoll con Rebella, que incluye el videoclip para el tema Nico de la banda Exilio Psíquico (1998), habrá de desembocar en ese hito para el cine latinoamericano que es 25 watts (2001), al modesto entender que uno ejerce, una de las obras más importantes que haya dado el arte cinematográfico a lo largo de su historia, luego diremos por qué.
Pablo Guillermo Stoll Ward nació el 13 de octubre de 1974 en Montevideo, en el seno de una familia que el propio Stoll definirá en una entrevista, por los pequeños detalles que poblaban su casa, como la típica familia de izquierda uruguaya. Que sus padres se hayan divorciado siendo él un niño o que Stoll se haya nutrido por una parentela ensamblada, es en buena medida el común denominador de las relaciones humanas en la sociedad del país y del mundo en el último tercio del siglo pasado; un panorama tan precisamente observado que se traduce en el obsesivo cuidado de las plantas de Rodolfo, en la agria resignación de Graciela y en la ajena explosión que late en Ana, padre, madre e hija de la rebelde, esperanzada y luminosa 3 (2012, la última película de Stoll estrenada hasta la fecha). Estudió Comunicación Social en la Universidad Católica, de la que egresó en 1999, en un tiempo en que la enseñanza relativa al cine sólo se canalizaba a través de carreras como esta. En la UCU conoce a Juan Pablo Rebella, con quien comienza a formalizar planes y a trabajar en conjunto. Podríamos presumir que en alguna charla durante esos años de formación, Rebella y Stoll hayan hablado acerca de los beneficios de no trabajar en solitario, y así podríamos caer en la cuenta de que todo lo que diremos es pura especulación porque no estuvimos ahí para constatarlo; pero es posible que alrededor de la típicamente cuadrada mesa del bar Las Flores de Palermo, en la vereda y tabaco y cerveza de por medio, esas charlas entre Rebella y Stoll hayan derivado en encontrar la misma conclusión, los mismos matices o el mismo acento que definieron una manera de respirar su tiempo, un tiempo que seguro no se preocuparon por modificar pero que dio como resultado el desarrollo de la actividad cinematográfica en Uruguay. Porque hay que fijarse en algo: después de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll dirigieron cine en Uruguay César Charlone y Enrique Fernández, Ana Guevara y Leticia Jorge, Florencia Colucci y Gonzalo Lugo, Verónica Perrotta y Gonzalo Delgado, Federico Borgia y Guillermo Madeiro, Mauro Sarser y Marcela Matta, así, de a dos, congeniando un solo plan que diera buenos frutos. Aunque fue el segundo largometraje que escribieron y dirigieron, y que coprodujeron con Argentina, Alemania y España, Whisky (2004) se transformó en el hito más trascendente de una cinematografía que dejaba de estar en ciernes. Whisky, con la fábrica de medias de los crecidos hermanos Köller, con la gloria de Herman en Brasil, con la rabiosa mansedumbre de Marta y con la tragedia agazapada en los ojos de niño de Jacobo, es un entrañable prodigio de observación y análisis de una sociedad confrontada al deseo cuando el tiempo la pone en crisis, porque en un siglo que ya cambió es muy difícil ser los mismos de siempre. Whisky puso al cine uruguayo definitivamente en la órbita internacional; al premio en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes, y a los que obtuvo en Tokio, La Habana, Tesalónica y Chicago, se suma el Goya a la Mejor Película de Habla Hispana. En el escenario del Palacio Municipal de Congresos de Madrid, el 30 de enero de 2005, tanto Stoll como Rebella y Fernando Epstein, productor de la película, aceptan el premio agradeciéndole a la familia, novias, equipo y a Gonzalo Delgado, coguionista y parte integral del grupo que conformara Control Z, la productora convertida en el ADN de las películas uruguayas. También podríamos decir que alrededor de Control Z se fundó una manera de trabajar y de ver el cine como un trabajo, que dio como resultado las películas 25 watts (2001, de Rebella y Stoll), Whisky, La perrera (2006, Manuel Nieto), Acné (2008, Federico Veiroj), Gigante (2009, Adrián Biniez), Hiroshima (2009, Pablo Stoll), Un mundo misterioso (2011, Rodrigo Moreno), Tanta agua (2012, Ana Guevara y Leticia Jorge) y 3 (Stoll). Una gran producción para un tipo de empresa que se estimaba eventual pero que. como todo cambia, también cambió Control Z (sí, por supuesto, el atajo para deshacer una acción en el teclado de los ordenadores). Y antes, algunos, como Juan Pablo Rebella, decidieron no continuar en el camino por esas cosas de la vida. Pero aunque Stoll dirige y estrena dos películas en solitario, Hiroshima y 3, y aún se espera ver El tema del verano, una película sobre zombis y corazones rotos de muy largo desarrollo, los últimos trabajos de Pablo Stoll, dos series para la televisión, fueron codirigidos: Todos detrás de Momo (2018), junto a Adrián Biniez, y Ruido capital (2020), en Colombia y junto a Ana Katz. En ellas, como en su producción anterior, la simbiosis entre diversas formas del arte popular (comedia, rock, carnaval) está exenta de una mirada condescendiente hacia la actualidad y sus protagonistas, jóvenes o viejos, gente con un mismo pulso que sabe cuándo el murmullo se transformará en grito.
Antes decíamos que la odisea de Leche, Javi y Seba, que va un sábado a las 7.14 a un domingo más o menos a la misma hora, en un barrio Larrañaga donde todavía se recorta la antena de ciento cincuenta metros de Canal 5, es uno de los grandes hitos del cine en toda su historia. No, no es una hipérbole; no estamos comparando a 25 watts con películas como El acorazado Potemkin, El ciudadano o Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, algunas de las que encabezaron los rankings de Mejor Película para los pools de críticos cinematográficos con el correr de las décadas (a juicio de quien suscribe 25 watts también podría integrar estas listas en alguna posición interesante). Lo decimos porque 25 watts es uno de los testimonios más lúcidos que haya dado el cine sobre el final del siglo XX; una de esas obras a las que el tiempo les descubre nuevas capas de sentido (un travelling inicial de derecha a izquierda, o el sentido opuesto al que entra la mirada al cuadro de la imagen; una panorámica de trescientos sesenta grados mientras gira un disco en la bandeja, y que divide en tercios la vida de una pieza de gente irremisiblemente fragmentada), y que le permite a los espectadores elaborar una idea de la modernidad sólo con oponer imágenes tomadas con la cámara de fotos de un teléfono celular, en este preciso momento y en los mismos escenarios naturales*. Lo que entonces era una estampa sobre un grupo de muchachos embotados por el provincianismo, en blanco y negro y a distancia prudencial, hoy, además de no haber perdido la gracia, se transforma cuando en el epílogo aflora la desesperación generacional de un final amargo despojado de humor. Y también cuando decíamos que hoy el video analógico parece anacrónico, no obstante el video digital haya ganado en nitidez y en profundidad de campo aún con bajas condiciones de iluminación, la textura del fílmico no reemplaza la experiencia física de ver cómo la luz rebota sobre la superficie porosa de una pantalla en una sala oscura. 25 watts –sin denunciar un estado de las cosas como por ejemplo lo hacía Pizza, birra, faso (Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano, 1998), cuestión que la llevó a envejecer irremediablemente–, a más de veinte años de su estreno, se desmarca de su tiempo por la autenticidad de su propuesta, esa de ser un retrato montevideano sin artificios, sin líneas de vana literatura. Tras la muerte de Rebella en 2006, a Pablo Stoll le costó tres años volver a desarrollar un proyecto cinematográfico. Su primera película en solitario es Hiroshima, el retrato de su hermano Juan Andrés y con Juan Andrés como protagonista, con diálogos reproducidos a través de rótulos como en el cine mudo, pero con un sonido ambiente sincrónico a la imagen, donde la idea de lo real queda suspendida en la voluta de humo de un cigarrillo o en el transcurso de un tren ajeno al ambiente citadino, y en la que géneros cinematográficos como la comedia o el musical colisionan con la política, como si se aplastaran en un patchwork por momentos incómodo, como suelen ser la rabia o el dolor. Hiroshima (que es el título de una canción que aparece como un bombazo al final de la película) es ardua y es bella, es consciente y es irritante, es moderna y es antigua, y no, de ningún modo, resulta indiferente con todas sus cosas a favor y con todas sus cosas en contra. Hiroshima es extraordinaria y es única. Como también es única la última imagen de 3, esa en la que un sueño sordo y compartido podría durar para siempre; o un sueño que, al despertar, nos permita percibir lo que podría suceder con angustiosa lucidez. Porque Pablo Stoll sabe que el grito no es más que catarsis sobre lo inmediato, y al indudable humanismo que comparte con su gente lo único que le importa es el dulce porvenir.
*A propósito, hay un excelente fotorreportaje en el link proyecto2020.um.edu.uy/index.php/fotorreportaje-25-watts/, en el que pueden verse imágenes de la película filmadas en 2000, e imágenes de esos espacios del barrio Larrañaga veinte años después de aquellas tomas.