Montaje cinematográfico
El tercer nacimiento
Por Diego Faraone
“En el rodaje el que más sufre es el montador, por eso no lo invitan nunca. Y si algo sale mal, cualquiera puede decir esa frase tan manida de: ‘eso se arregla en montaje, no te preocupes’. Ahora también dicen otra peor: ‘eso se puede arreglar en efectos digitales’. Así que el montaje, la mayoría de las veces, se convierte en una tarea hospitalaria. Pones tiritas, tapas heridas, rellenas agujeros, disimulas errores. Y, de vez en cuando, te beneficias de algo hermoso surgido del rodaje, de un detalle del actor, de un destello de carácter”. Karel Reisz
Hay quienes lo minimizan y quienes lo sobredimensionan. No conviene engañarse: aun cuando se entienda lo cinematográfico como un trabajo colectivo, el montaje es una de las instancias fundamentales y determinantes de la labor. También es una de las más tapadas, y los montajistas son los creativos relegados a trabajar en las sombras, sin laureles ni reconocimientos.
El montaje es denominado comúnmente el arte “invisible”, y cuanto menos evidente sea el trabajo del montajista, mejor lo estará haciendo. Una edición bien hecha debería pasar desapercibida, y para ello tiene que ser de una precisión absoluta; la diferencia de uno o dos fotogramas de más o de menos puede marcar la diferencia entre una escena brillante y una absolutamente fallida. Es también llamado “el arte de la guillotina”, ya que un montajista ante todo decide qué debe cortarse y desecharse de la inmensa cantidad de metraje. Una escena puede haber sido filmada decenas de veces, y el montajista es el encargado de estudiar todas las versiones y decidir cómo armar la escena final, concatenando coherentemente centenares de retazos. En rigor, el editor es capaz de salvar a los actores eligiendo los fragmentos en los que se desempeñan bien y desechando sus malas actuaciones; también puede salvar a los directores e incluso películas enteras que no tienen ni pies ni cabeza. Pero a diferencia de la acción pública de los verdugos, el acto de guillotinar películas es una labor de escondida creación.
Armar una película
En los grandes rodajes, se llama “segunda unidad” a un grupo de personas que, en paralelo a la filmación principal, se dedica a concebir escenas de situación, ya sean tomas de exteriores, panorámicas desde helicópteros u otras; imágenes “de relleno” a las que el montajista pueda echar mano al hacer su trabajo. Mientras la filmación del director se centra en los aspectos dictados por el guion y se centra en los actores y en sus diálogos, la segunda unidad se dedica a filmar lo que circunda: paisajes, planos detalles de objetos, escenas de acción con dobles o especialistas. Es comprensible que, sumando el metraje aportado por la primera y la segunda unidad, el material recibido por el montajista de una superproducción sea inmenso.
Más allá de los efectos visuales obtenidos, como las cámaras lentas, los fundidos, los encadenados, el inserto de flashbacks o flashforwards, títulos y créditos, y de la consideración general de la banda sonora, en una sala de montaje puede alterarse una escena de modo que pueda adquirir significaciones absolutamente disonantes si se modifica el largo de las tomas. Aun una conversación común entre dos hombres, rodada con el clásico plano-contraplano, adquiere distintos tonos según se cambie el montaje: si la conversación está dotada de muchas tomas cortas, puede verse como un diálogo ágil, presuroso, quizá urgente. La misma conversación, con planos más largos, puede agregarle tensión y densidad al asunto, y, con planos aún más dilatados, sosteniendo las miradas de uno a otro, podría hasta interpretarse como un diálogo dotado de un flirteo homosexual latente.
Según la forma en que están concatenadas las tomas, el sentido de lo que se ve puede alterarse completamente. El efecto Kuleshov,1 concebido experimentalmente poco después de la revolución rusa, consistía en montar un rostro inexpresivo inmediatamente después de la toma de un plato de comida, a continuación de la de una niña en un ataúd y, finalmente, luego de la de una mujer recostada en un sofá. La audiencia a la que se mostraba cada uno de los fragmentos interpretaba que esa mirada denotaba hambre, tristeza y lujuria, respectivamente, cuando en realidad se trataba de un rostro captado en una toma única.
Hasta tal punto la edición es un arte subjetivo y personal, que el cineasta ruso Andrei Tarkovskii aseguraba poder diferenciar, sólo considerando el montaje, la autoría de las películas: “El montaje de [Ingmar] Bergman, [Robert] Bresson, [Akira] Kurosawa o [Michelangelo] Antonioni siempre se reconoce al momento. Nunca se confundirá con el de otros, pues su sensibilidad por el tiempo, que es lo que se expresa en el ritmo, es siempre la misma”.2
Amores que matan
La relación del editor con el director es muy peculiar, y abundan los desencuentros e incluso auténticas guerras en las salas de montaje. Se dice que la elección de un montajista es para un director algo aún más importante que decidir con quién contraer matrimonio: se trabaja con las emociones, el cuarto es pequeño, uno se sienta muy cerca del otro durante largas jornadas. Los argumentos son confrontados y las discusiones están a la orden del día, como una parte esencial del proceso. Es lógico que los ánimos se caldeen.
Se entiende que el director, al ser la cabeza responsable y visible de la película, tiene la última palabra y el corte final. Pero cada vínculo laboral es un mundo aparte y, en cualquier caso, es imposible definir, viendo tan sólo los resultados, hasta qué punto los méritos creativos corresponden a una persona o a la otra, o a esa singular e insustituible conjunción de voluntades. De cualquier manera, hay casos particulares en los que la existencia de tareas extras del montajista en el proceso de producción despiertan las sospechas de un peso mayor en la autoría; tal es el caso de William Chang, montajista y diseñador de producción (es quien dirige arte y diseña los vestuarios, entre otras cosas) en todas las películas de Wong Kar-wai. Para poner un ejemplo más cercano, Fernando Epstein estuvo a cargo, además del montaje, de la producción ejecutiva de la mayoría de las películas de la productora uruguaya Control Z (25 watts, Whisky, La Perrera, 3); seguramente su rol en el cine uruguayo nunca haya sido lo suficientemente ponderado.
Murch es defensor de la idea de que el editor debe ser una persona ajena al proceso de filmación. Según afirma, las complicaciones de los rodajes llevan a que los directores pierdan su objetividad a la hora de montar el material, y el editor debería tener la sangre fría necesaria para eliminar metraje que quizá costó esfuerzos inconmensurables o días enteros de trabajo, si comprende que no es funcional a la película. A la inversa, debe saber ver cosas en el metraje que un director descartaría por resultarle superfluas. Como sugerencia a estudiosos del montaje, Murch argumenta: “Supongo que estoy insistiendo en la preservación de un cierto tipo de virginidad. No se permita estar necesariamente impregnado por las condiciones del rodaje. Intente mantenerse al tanto de lo que está pasando, pero manteniendo un conocimiento específico tan pequeño como le sea posible, porque, finalmente, el público no sabe nada de todo esto, y usted debe ser el defensor del público”.3
Libertad y ostracismo
El margen de obra de un editor varía de acuerdo a las órdenes del director –o del productor general, en casos menos felices– y a la forma en que esté preconcebida la película –si el guion se considera algo acabado o si hay una relativa apertura a la reescritura, por ejemplo–. También es determinante la clase de películas a la que se enfrenta: el montajista de documentales generalmente se convierte en el mismo guionista encargado de “darle forma” a ese cúmulo de material bruto, entrevistas, materiales de archivo, tomas de aproximación o panorámicas sin orden definido, sin articulación ni coherencia.
El director y crítico de cine británico Karel Reisz describía la labor del documentalista en la sala de montaje como la de un auténtico creador: “Todo lo que el documentalista pierde al no contar con un esquema argumental lo gana en libertad para expresarse con originalidad y a su manera. No se tiene que sujetar a la estricta cronología de unos hechos y puede presentar las cosas según el orden y el ritmo que escoja libremente. Las imágenes no están ligadas a una banda de diálogos inflexible, el sonido pasa a ser en sus manos un elemento dócil y creador. Y algo más importante: tiene más libertad de interpretación que un director de films de ficción porque es esa interpretación del tema –el montaje– lo que habrá de darle vida y entidad”.4
En las sombras
Recapitulando, el montaje da vida y entidad, da sentido, da ritmo, salva o aniquila películas. Mientras que los rodajes son iniciativas dinámicas en las que se dispone de mucha gente y para las que se requiere una importante capacidad de liderazgo y de organización, el montaje es una labor solitaria, de aislamiento radical y de considerable estatismo. Quizá sea por esta razón que la figura del director esté revestida de un aura épica, que sus nombres y sus rostros sean reconocibles y difundidos en los medios de comunicación, que se les haga entrevistas y que todo el acto de creación se identifique e individualice en su persona. En cambio los montajistas parecerían relegados al anonimato, a recluirse en las sombras de los estudios, pese a ser padres y artífices insustituibles de una obra cinematográfica.
1. En YouTube bajo el título Kuleshov Effect / Effetto Kuleshov.
2. Andrei Tarkovski, Esculpir en el tiempo.
3. Walter Murch, En un parpadeo.
4. Karel Reisz, Técnica del montaje contemporáneo.