Despiértate, nena
Rosina ve la aleta filosa de un tiburón en el mar. El tiburón nada cerca de la playa. Hace un rato, Rosina se peleó con la hermana y le lastimó un ojo, al que tuvieron que darle cinco puntos de sutura; por eso se escapa corriendo y el padre, rengo como está, la sigue hasta darle caza. Como castigo tendrá que acompañarlo a trabajar en la poda de jardines con sus hombres. Rosina está inquieta, incómoda, disconforme. Tiene catorce años, las cosas en casa económicamente andan para atrás y ese verano, con la pesca menguante y los tiburones al acecho de las piernas de algún bañista, la temporada de vacaciones pinta espantosa. Para colmo, Joselo, uno de los empleados de su papá, tiene el short abultado cuando la mira, los pelitos rubios de la nuca erizados en la piel bronceada y el tupé de rechazarla. Ella cree entender mucho de la vida, como su hermana mayor, pero no entiende tanto lo que le pasa como su hermano menor. Está en el medio de todo, eso no le sirve de nada, y es lógico que se sienta sola.
Los tiburones gana en interés cuando Rosina observa a su alrededor y uno puede entender que su cabeza se disparará en múltiples direcciones, aunque no podamos imaginar hacia dónde. Y el mayor hallazgo de la película es ese: retratar en planos cortos a una adolescente que se despierta de la niñez como si le doliera la cabeza, con la vista filosa y el resto del cuerpo que rezuma endorfinas, que luego del bienestar inicial se convierten en granos en la cara, un andar cargado, un ánimo irresoluto, un deseo de venganza porque está creciendo y no se puede volver la vista atrás, o bien la obligan a seguir en la brecha sin arrepentirse de nada, con una sonrisa triunfante de taimada sinceridad y solapada satisfacción.