Dónde está la libertad.
Por Carlos Diviesti.
Rodrigo Moreno (Buenos Aires, 1972) es un director con ciertas constantes argumentales: en Nosotros (1993, su primer cortometraje como estudiante en la Universidad del Cine), Trelles y Amílcar no cejan en el empeño de trabajar como artistas, aunque no tengan público al que ofrecerle su arte menguante; en El custodio (2006, su primer trabajo en solitario luego de codirigir Mala época, 1998, y El descanso, 2002), Rubén, el custodio de un ministro, se transforma en posible amenaza cuando comprende la invisibilidad de su rol laboral; en Un mundo misterioso (2011), la deriva emocional de Boris tras una ruptura sentimental lo lleva a desplazarse, más que en el espacio y en el tiempo, a través de su vida interior; en Réimon (2014), Ramona, una trabajadora doméstica, es observada en su trabajo y en sus relaciones interpersonales, mientras algunos de sus patrones discuten El capital, de Karl Marx, sin prestarle demasiada atención a su decurso proletario.
En su última película, Los delincuentes, esas constantes que pendulan entre la capacidad de trabajo, el ser social y los deseos personales, profundizan su alcance y se conjugan no sólo en una de las grandes películas de 2023 sino en un verdadero prodigio audiovisual. Morán, el tesorero de un banco cooperativo, cumple a rajatabla su rutina de levantarse –solo–, vestirse, salir del subte, tomarse otro cafecito en la barra del Ecuador de Diagonal Norte y Esmeralda, llegar al banco, abrir el tesoro con Inardi, fumar con Marianela y Del Toro en la puerta de la sucursal, solucionar conflictos –como que dos personas que no se conocen entre sí, extrañamente, tengan la misma firma–, y pensar cuánta guita representa en dólares, hoy, el cuarto de siglo que le queda hasta la jubilación. Así es como urde un plan: robar esa guita, pero robar el doble y dejar el monto completo a resguardo de un socio –un cómplice en términos delictivos– hasta que él cumpla condena por ese robo y el crimen prescriba. El elegido es un cajero, Román, que tiene una existencia tan anodina como la de Morán aunque compartida con Flor.
La tentación no tiene discurso sino que es un nervio que se tensa, y es a partir de esa tensión que Los delincuentes se transforma: los planos cortos que dan cuenta de la enormidad de la ciudad (el prodigioso paneo ascendente sobre la fachada de un edificio, apenas iniciada la película, plantea lo maravillosamente ominosa que puede resultar Buenos Aires) o de la escarpada topografía en el alma de los personajes, escondida detrás de sus ojos, se convierte en panorama, espacio e independencia cuando la serranía cordobesa se transforme en el sitio ideal para esconder el tesoro y encontrarla a Norma. Porque Norma no sólo brindará la posibilidad de una nueva vida, sino también el reconocimiento de lo que significa ser libre aún estando en prisión, cuando la ley esté disuelta en los difusos límites de la poesía. Pero Los delincuentes, además, navega en las olas de la Nouvelle Vague y se deja llevar por todo el cine que dejaron en la playa. Aunque encontremos referencias directas a Robert Bresson (hasta hay imágenes de El dinero, su última película y su obra capital), Los delincuentes, por la textura de su imagen, el clima de sus tiempos y el albedrío de sus resoluciones, le debe mucho a La felicidad, esa película impar de Agnès Varda. ¿Es tan importante ser feliz? ¿Es posible ser completamente libre? Los delincuentes se toma tres prodigiosas horas para investigarlo y ofrecer quizás una única respuesta que quedará grabada en la retina: en la vida lo más parecido a ser libre y ser feliz es cabalgar hacia la inmensidad, y perderse gozosamente en ella en la pantalla de un cine.