Los muertos que vos matáis.
Por Carlos Diviesti.
Cuando terminan los 206 minutos de Los asesinos de la luna, uno tiene la seguridad de conocer por completo la historia que nos cuenta Martin Scorsese, cosa inusual en los tiempos que corren. Sin tener la necesidad de echarle mano a spoiler alguno –ese recurso de marketing que obliga a ciertas obras a rebajar sus apetencias artísticas en pos de preservar la sorpresa, tantas veces carente de sustancia, del público potencial–, llegado el momento del fin uno sabrá que Ernest Burkhart siempre ha sido un pobre idiota, por qué William Hale es un asesino tremendo, si el amor de Mollie es menos sincero de lo que creemos y hasta qué punto el Buró de Investigaciones del gobierno americano (luego FBI) es concretamente eficaz. Estas certezas son el meollo del asunto en cuanto a narrativa refiere: en el caso del cine, al final de la película el espectador debe conocer a fondo el relato que se le ha ofrecido para poder formularse preguntas, para que haber visto ese trabajo no sea una mera y vacua experiencia sensorial.
Respecto de Los asesinos de la luna es un tanto ocioso relatar que trata sobre una serie de crímenes que se suceden en la nación Osage de Oklahoma, hace unos cien años, cuando el petróleo transforma a este pueblo originario en, quizás, el grupo humano más rico de la Tierra. También es ocioso decir que esos crímenes son cometidos por pura codicia por blancos rebajados al rol de sirvientes, y que la nación Osage se corrompe a causa de un dinero que efectivamente posee pero del que no es libre usuario. No es eso lo que importa en la película de Scorsese, porque todo asunto narrativo debe tener una anécdota intrínseca; aquí correspondería analizar los recursos gramáticos de los que se vale Scorsese para sostener su verosímil, y entonces comprenderemos cuándo y por qué el tiempo de duración de ciertos planos panorámicos deja de ser expositivo, cuánta importancia tienen los personajes ínfimos que capta la cámara en una estación de trenes, por qué la luminancia de la imagen nos genera tan profunda desazón, y cómo la palabra no puede expresar la totalidad de un gesto, así ese gesto nos parezca completamente impasible.
Es que Scorsese sabe tanto de cine que no tiene necesidad de presumirlo frente al espectador: su verosímil parte del retorno a las fuentes del cine mudo, y es así como a partir de la pura imagen uno habrá de preguntarse (por esa inquietante escena en la que William Hale “corrige” la conducta de su sobrino Ernest Burkhart) hasta qué punto hoy nos siguen gobernando –política y culturalmente– ciertas sociedades secretas que, a partir de su apriorismo filantrópico, no encarnan otra cosa que el supremacismo totalitario. Esto tampoco es un spoiler, es una inquietud por la que uno hace días no deja de pensar.