La camisa del hombre feliz
Lazzaro, levántate, anda y carga los fardos de tabaco, arrea las ovejas, dale de comer a las gallinas, sírveme un café, lleva a la abuela a la cama. Lazzaro Lazzaro Lazzaro, y Lazzaro va entre los niños y los adultos, entre los jóvenes y los viejos, entre los pobres y los ricos, con esa sonrisa beatifica, endemoniada, esa sonrisa de querubín, de ganado en pie, esa sonrisa que transporta de sol a sol. Lazzaro es feliz, feliz con la misma ropa. Qué más puede ser un simple que feliz. Qué más puede necesitarse en la vida que la sencilla felicidad del servicio a los otros, así los otros sean la misma carroña que los mata de a picotazos mientras aquellos (o ellos) cantan una serenata y Lazzaro le afirma a la Luna que los demás no lo oyen.
Así va Lazzaro por la existencia que discurre como un hilo de agua donde su gente se puede ahogar, donde el puente roto le impide el escape a quien se quiera ir de la Inviolata, donde la Marquesa, la reina del cigarrillo, les enseña a los chicos la caridad de Jesús y le enseña a Antonia cómo servir la mesa, y donde Tancredi, por puro chacotón, se hace amigo de Lazzaro y Lazzaro de él. Lazzaro, el amigo fiel, Lazzaro, fiel como un perrito aunque los perritos desciendan de los lobos. Un día Tancredi, aburrido de aburrirse, se propone robarle plata a su madre, la Marquesa, y finge ser secuestrado. La denuncia a la Policía de una chica que ve peligrar su alcurnia desencadena el descubrimiento de la explotación y esclavitud que la Marquesa infligía a su gente, pero Lazzaro ve la situación de lejos y no la comprende, y se despeña risco abajo como un muñeco de trapo.
Años después Último y Pippo desvalijan las ruinas de la Inviolata cuando Lazzaro les pregunta dónde está Tancredi, dónde están todos. Lazzaro no ha cambiado, sigue siendo ese chico sonriente con sonrisa amanecida. Todos están en las afueras de la ciudad, viviendo con sus comodidades pero en lugares incómodos, al margen de la ley aunque comprendidos por su marginalidad. Lazzaro es el mismo. Antonia ya es una mujer. Es la mujer de Último, la madre niña de Pippo, una buscavidas más entre tantos otros, pura como una Magdalena devota de su Cristo. Y se pregunta por qué Lazzaro no ha envejecido como Tancredi, que rodó por la pendiente de la ignominia, y por qué Lazzaro no aúlla nunca de dolor y por qué lo sigue la música cuando la música decide alejarse de la iglesia.
Claro, Lazzaro Felice es una fábula. Y a la vez es una película bellísima, una auténtica obra maestra. Una obra moderna que renueva el realismo poético y reformula las imágenes de sus héroes, esos héroes idealizados de ropa vieja y corazón batiente, una obra actual que se pregunta cuándo dejaron los perros de ser lobos, y cuándo los lobos comenzaron a acechar al hombre para recuperar su territorio, para devolverles a los hombres el alma que alguna vez perdieron y que los lobos resguardan entre sus colmillos.