Por Carlos Diviesti.
Este año, las cinco nominadas al Oscar a la Mejor Película Internacional coinciden en resaltar las tensiones entre la historia y el presente, entre los oprimidos y los opresores, entre la vida y la supervivencia. Aunque sobre los 88 trabajos enviados por otros tantos países en la selección que finalmente hizo la Academia falte la mejor película del año (Hojas de otoño, la representante de Finlandia dirigida por Aki Kaurismäki, título que se creía un número puesto), las cinco elegidas quizás representen lo mejor que se haya brindado en las pantallas globales durante el año pasado. Estos cinco títulos posiblemente tengan una vida mucho más prolongada en la memoria que los diez que conforman la categoría principal. Bueno, uno de ellos también está aquí, cuestión que marca una tendencia desde que Parásitos ganara la estatuilla a la Mejor Película en 2020: las películas del resto del mundo le demandan al Oscar una premiación aparte.
SALA DE PROFESORES (Das Lehrerzimmer, Alemania, 2022, Ilker Çatak)
La democracia, para el platonismo y el aristotelismo, es el gobierno de los ciudadanos. Es decir, es aquella forma política que resguarda los derechos que emanan de las decisiones colectivas, tomadas por un conjunto de personas en representación de todas las demás. En una democracia todos somos iguales así profesemos otras religiones u otras opiniones o tengamos otro color de piel u otra elección de vida que no se riña con la comunidad. La escuela es la representación democrática por antonomasia, y sin dudas que en una escuela lo más importante -más allá de la educación- sea formar un grupo humano capaz de elevar las condiciones de vida para que las sociedades sean mejores en el futuro. ¿Pero qué pasa cuando la democracia en una escuela enmascara ese totalitarismo que entrañan las posiciones bienpensantes, unívocas hasta la violencia? ¿Qué pasa cuando la delación no resulta ser un vehículo para modificar ciertas desviaciones sino el minutero que marca el tiempo hasta la explosión de la bomba? ¿Podrá el talento propio de una persona encauzar lo que impiden la intolerancia y el racismo? Más allá de que hacia el final resulte calculada, Sala de profesores se atreve a juzgar a la sociedad alemana de ahora mismo ahí donde no puede esconderse: en su evidente hipocresía.
LA SOCIEDAD DE LA NIEVE (España, Uruguay, Chile, EE.UU., 2023, Juan Antonio Bayona. También nominada en el rubro Mejor Maquillaje y Peluquería)
¿Qué más se puede decir de una película sobre la que se escribió tanto desde su estreno en la última edición del Festival de Venecia? ¿Que desde su técnica y su narrativa es una de las mejores películas que haya dado el 2023? ¿Que es excelente porque ubica al espectador en la incómoda posición de ser testigo de los hechos ocurridos en la cordillera hace más de cincuenta años? ¿Que es el gran fresco que se merecía un suceso poco menos que inédito en la historia del mundo moderno? A esas preguntas podríamos darle respuestas más o menos ingeniosas, pero siempre girarían sobre lo mismo: La sociedad de la nieve es una película extraordinaria. Pero como pasa siempre con los títulos que se hacen grandes, cuando baja la tensión que generan la sorpresa o la admiración uno puede ponerse a pensar en esos elementos que encontró en el fondo de las cosas. En este caso uno se pregunta, no con sentido crítico sino para hallarle una vuelta de tuerca a las apetencias estéticas, si el recurso de que Numa Turcatti sea el narrador de la tragedia no merecía otro tratamiento para el guión que firman Juan Antonio Bayona, Bernat Vilaplana, Jaime Marqués y Nicolás Casariego: quizás uno que se apartara del realismo naturalista -que pareciera ser el único vehículo para narrar la Historia- para encontrar así otra clase de realismo, el poético quizás. ¿Cómo sería la historia de los supervivientes de los Andes si alguien se atreviera a contarla como si fuera Stalker – La zona, esa alegoría de Andrei Tarkovski tan compleja de explicar? Para eso quizás el cine debiera despojarse del lastre de ser cronista de los tiempos y recuperar aquel lustre que tanto se extraña hoy en día, el de ser poeta de la eternidad.
YO CAPITÁN (Io capitano, Italia, Bélgica, Francia, 2023, Matteo Garrone)
Al menos una vez al año, desde hace unos cuantos ya, nuestras sociedades se ven sacudidas por esas noticias que dan cuenta de la pavorosa cifra de muertos que deja la inmigración clandestina, sobre todo la africana, que busca su horizonte en la venturosa Europa. Aunque haya cruzadas políticas y hasta películas como ésta que den cuenta o intenten morigerar la intransigencia de los gobiernos europeos, las condiciones de inmigración y la cantidad de cadáveres que se tragan los mares y los desiertos lejos están de haberse modificado. En manos de Matteo Garrone (autor de obras como Gomorra, sobre la clase baja dominada por la camorra napolitana, Reality, sobre el afán de notoriedad que lleva a un napolitano libre a encerrarse en la casa de Gran Hermano, o Dogman, sobre la asfixia del poder en la Roma marginal del extrarradio), el tema recupera aquella mirada pasoliniana sobre la materialidad y transforma la odisea de Seydou y Moussa (dos primos adolescentes que sueñan conque los blancos canten sus canciones en París) y lo transforma en una fábula que no se rinde a la tentación de la epopeya con ribetes trágicos. Hasta el final no sabremos si el barco donde viajan los dejará a Seydou y a Moussa en algún rincón seguro de Lampedusa, y tampoco sabremos, después de ver Yo capitán, cuál será el marco del drama que les depare el porvenir a todos los desclasados.
DÍAS PERFECTOS (Perfect Days, Japón, Alemania, 2023, Wim Wenders)
Hirayama no es un hombre rutinario, es un hombre metódico: se despierta al alba con el rasguido de una escoba contra el pavimento, recoge el tatami donde duerme, se lava los dientes, se calza el overol, recoge el dinero y las llaves para pasar esa parte del día, comprueba cuán lejos y a la vez qué cerca está el Tokyo Skytree del cielo de su casa, pide una lata de café en el dispenser del barrio, se sube a la camioneta, elige un casete cuya música lo acompañará de camino al trabajo, llega al trabajo -limpia los baños públicos de un sector determinado de la ciudad, siempre el mismo sector-, deja los inodoros relucientes, almuerza un sándwich en el parque, le saca una foto a ese árbol (después su sobrina le preguntará si ese árbol es su amigo, pero eso será después; ahora es ahora), vuelve a casa, estaciona la camioneta y se monta a la bicicleta, se da un baño en las duchas públicas, cena, vuelve a casa, despliega el tatami, lee unas páginas, se duerme, y sueña los ramalazos del día. Claro, la gente de poca paciencia dirá y-éso-es-todo, y quizás hasta se levante de la butaca y se vaya del cine. Pero no, no es todo. Incluso en este método de vida, defendido a ultranza por Hirayama, nunca nada es parecido a lo ya vivido. Es un error pensar que Hirayama vive siempre el mismo día porque eso es imposible; quizás lo que haga Hirayama sea tratar de vivir en armonía la vida que le tocó, o la vida que eligió, que no es lo mismo. Hirayama, evidentemente, está muy agradecido con este hoy que atraviesa, con dejarse llevar por el tiempo, con observarlo pasar. ¿Por qué no sabemos nada del pasado de Hirayama? ¿Por qué Hirayama es de tan pocas palabras? ¿Por qué está solo? ¿Es necesario que esta película, una película, ofrezca respuestas? En los últimos años de su carrera, al menos en sus obras de ficción, Wim Wenders cometió la torpeza de haber explicado demasiado aquello que no necesita de tantas explicaciones, como si se hubiera olvidado de esa Alicia pequeña y sola perdida en Nueva York, de las discusiones de Wilhelm Meister siempre al filo del mismo abismo, de cómo Travis Henderson atravesó el desierto a pie, o de cuánto pesa la eternidad sobre las alas a Cassiel y Damiel. Hasta ahora. Días perfectos es una gran película, una de esas que -con su elegante formato cuadrado- atravesará el tiempo y que le brindará a los futuros espectadores las herramientas necesarias para comprender nuestro presente, ese que no se puede despegar del siglo anterior y que sin embargo está tan embebido por los artificios del porvenir. Porque no conocer el pasado de un personaje no es un problema. Lo que importa en una obra de arte es cómo administra sus recursos, y en ese sentido Wenders es intransigente, ¿o acaso quienes la vean, luego de verla, podrán decir que aquel rascacielos que contiene un hotel de seiscientos treinta y cuatro metros de altura, siempre está visto de la misma manera? ¿Siempre es el mismo? No, no puede ser el mismo. La sombra que proyectamos nunca es la misma, la próxima vez es una incógnita, el presente lo tenemos frente a los ojos -como ese árbol-, y al pasado lo cargamos dentro, como un despojo, como una canción, o como un abrigo.
LA ZONA DE INTERÉS (The Zone of Interest, Reino Unido, EE.UU., Polonia, Jonathan Glazer. Otras cuatro nominaciones: Mejor Película, Mejor Director, Mejor Guión Adaptado, Mejor Sonido)
Cuando a Rudolf Franz Ferdinand Höss lo trasladan a Auschwitz en 1940, él, su esposa Hedwig y sus cinco hijos encuentran en la casa aledaña al campo de trabajo una suerte de Edén sobre la tierra. Tal como sostiene Hedwig frente a su madre, esa casa, ese campo, esa vida que el Führer les da es el máximo premio al que un alemán puede aspirar en ese tiempo, un tiempo que sin dudas será eterno. Eso es lo único que cuenta, que el tiempo sea eterno; no importa que estén en territorio polaco y los polacos sean ciudadanos de segunda categoría. Ese tiempo que Rudolf y Hedwig se encargan de forjar será el Tiempo. Y ese radio geográfico –francamente pequeño visto en los límites de un mapa- es el recorte más perfecto para graficar el horror, la zona de interés que nos conduzca al juicio de la Historia. Jonathan Glazer toma la línea de acción del texto de Martin Amis para observar, con la distancia con la que un entomólogo observa a sus insectos, cómo un grupo de gente banaliza el horror para sostener el presente, un presente que, como sucede con el reloj biológico en la zoología, ignora el concepto humano de pasado y desconoce las tragedias del futuro.