Por Carlos Diviesti.
Vicente, Carla y José son hermanos. Antonio, el padre, murió el año anterior, y aunque se veía venir, la muerte como siempre llegó de golpe. José es el primero en llegar a la casa de la infancia ese fin de semana; llega con Silvia, su compañera, y están encargados de empezar con la limpieza.
Un año cerrada hace que una casa, más que llenarse de polvo, se invada de ayer en cada trasto sobre los anaqueles. Quizás José, por ser el menor y por tener la infancia más a mano, no se resigne a haber crecido; luego, cuando lleguen Vicente y Olga con su hija Ema, y Carla y Cristóbal con su hija Laia, veremos cuánto les ha costado crecer a ellos también. ¿Les costó vivir en esa casa pasada la adolescencia, o les costó imaginarse en esa casa de campo, con el mar en el horizonte desde la ventana de la habitación, hasta que se hicieran viejos? ¿A Vicente y a Carla les fue mejor que a José, con su vida madrileña y su novia editora de libros? ¿A Vicente le sirvió pasarle sus libros al hermano cuando terminaba de leerlos, para ahora verlo crecer como escritor? ¿A Carla le ayudó estar casi hasta el final junto a su padre? ¿Vender la casa permitirá que cada uno siga, efectivamente, con la vida que les toca? ¿Será esa la decisión que los obligue a ser adultos? ¿Pensaron en Ema, que siempre quiso pasar sus días en casa de los abuelos? ¿Pensaron en Laia, a quien el abuelo alguna vez le cocinó gambas? ¿Si venden la casa se perderá para siempre la memoria de la sonrisa franca de Amparo, la madre? ¿Y la pérgola recién montada? ¿Y la higuera, que nunca dio un solo higo?
Basada en la delicada novela gráfica de Paco Roca, en apenas setenta y siete minutos, Álex Montoya consigue que cada viñeta, cada ángulo, cada encuadre y cada momento de La casa aporte, sin sensiblería, una justa emoción a su cercano concepto de familia. Un concepto que, como en las epifanías de Ozu, solo se comprende cuando quede abierta, franca y leal, la palma de tu mano sobre la espalda de tus seres queridos.