Por Carlos Diviesti.
La verdad desnuda.
¿Qué es más importante, que la verdad sea eterna o que sea una sola? ¿O que la verdad esté del lado de la mujer oprimida? ¿O que sean los señores y no los escuderos quienes enarbolen el blasón de la verdad? ¿O que la verdad se reparta entre los ojos que la escrutan, desnuda en un campo marcial, descuartizada? ¿O que sea Dios y solamente Él quien detente la verdad? Cualquiera de estas preguntas podría tener una respuesta unívoca si no fuera porque la verdad, como problema filosófico, es tan árida como la muerte, tan evanescente como un suspiro, tan frágil como un recuerdo que se devoran las omisiones de la memoria. Hay quienes prefieran en esta película aquellos momentos épicos en los que Jean de Carrouges y Jacques Le Gris pelean codo a codo contra el enemigo, o aquellos en los que se baten en un duelo a muerte, más que por el honor de una mujer, por detentar el poder, que uno supone puro atavismo y que el otro codicia por puro resentimiento de clase.
¿Y qué hay de Marguerite? Lo que diferencia a Marguerite de otros sujetos de su especie es que sabe leer, sabe contar, es una buena administradora de la propia hacienda, es gentil; para no ser ociosos: lo que se le demanda a cualquier otro prototipo de la raza humana. ¿Y qué hay de la madre de Jean de Carrouges, y Pierre d’Alençon, el señor feudal, y de Marie, otra de las damas de aquella sociedad medieval, y de Crespin, el ladero de Le Gris, y de la esposa de Pierre d’Alençon, y del propio rey Charles VI y su esposa, la propia reina? ¿Qué parte detentan de aquella verdad triangulada entre Carrouges, Le Gris y Marguerite? Lo que transforma a El último duelo más que en una obra que cuestiona el gran problema del alma, en una que prefiere observar (o imaginar, o especular) el nacimiento de la burguesía y el capitalismo, es reparar y tomarse su tiempo en discernir entre qué manos se reparte el sistema productivo durante aquel medioevo tardío: entre las de la concupiscencia, el oscurantismo, la furia, las bacanales, la indolencia, la economía y el rencor, pecados que cimientan la construcción de las más bellas catedrales.