¿Y cruzarán el disco?
Por Carlos Diviesti.
Remo Manfredini se lleva puesto el mundo. Es el mejor jockey de Sirena, el que gana incluso con el caballo cansado, pero algo le pasa en estos últimos tiempos, algo que lo tiene encajonado y en cualquier momento lo llevará a ponérsela antes de que se abran las gateras. A lo mejor es el amor de Abril, que le dará un hijo pronto. A lo mejor es la velocidad, para la que ya no es ningún aprendiz.
A lo mejor son estos tiempos líquidos que se le escurren de las manos, o a lo mejor, simplemente, no sabe qué le pasa y se puso anteojeras para no saberlo. Quizás nunca fue un purasangre como todos dicen, quizás algún día se transforme en otra cosa y se le pase ese ennui que lo apartó del turf y lo hace caminar por las paredes.
Quizás es un indicativo de posibilidad, y con ese quizás es con lo que juega Luis Ortega para llevar al espectador por una pista llena de obstáculos que parecen caprichos, pero que no son otra cosa más que contingencias, atajos, alteridades, deseos reprimidos que de repente se corporizan y se adueñan del escenario de cualquiera de nuestras vidas.
Tomando como universo uno que su padre, Palito, podría haber tomado para alguna de sus películas, Luis Ortega se anima a escamotearnos lo real para hablar de un tema carísimo para la sociedad global de hoy: la identidad.
Y así, con poesía, con citas cinéfilas que van mucho más atrás de lo que uno podría ver en la superficie (el espíritu de Desarraigo –Palemo oderWolfsburg, Werner Schroeter, 1980– campea en la forma del relato, y el de Rio das Mortes –Rainer Werner Fassbinder, 1971–, en la escena del baile entre Remo y Abril, dos exponentes de la iconoclasia de los insurgentes años setenta), con el ojo impar de Timo Salminen (el director de fotografía del universo Aki Kaurismäki) en la salvaguarda de la imagen, El jockey se convierte en la pieza artística más osada del último cine argentino, cuyas respuestas podrán cambiar de andarivel sin previo aviso, y que siempre tendrán el disco desplazado un poco más allá.