El hombre nuevo
Complejidad y riqueza
Por Diego Faraone
Aldo Garay, el más reconocido y sólido de los documentalistas uruguayos, estrenó El hombre nuevo, la que probablemente sea su mejor película hasta el momento. A lo largo de su obra Garay orientó repetidas veces sus cámaras para documentar la vida de un submundo específico, el de las travestis uruguayas, echando luz sobre una existencia marginada e indefectiblemente humilde. Pero su enfoque siempre se ubicó lejos del miserabilismo, nunca pretendió enfatizar las penurias o las dificultades de integración de este grupo en particular, sino más bien dar a conocer a las personas detrás del maquillaje, a seres humanos provistos como cualquier otro, de problemas, frustraciones, sueños, deseos y alegrías. Esta escondida humanidad que pasa a ser patente e ineluctable en sus películas parece ser la marca de fábrica de Garay, su sello de calidad.
El hombre nuevo se centra y estructura en torno a la figura de Stephanía Curbelo Mirza, travesti nicaragüense que en su niñez fue adoptado por una pareja de exiliados uruguayos y que viajó a Montevideo cuando tenía quince años. Hoy Stephanía trabaja como cuidacoches, vive en la calle o de paso por pensiones. El acercamiento a este complejo y entrañable personaje da cuenta parcialmente de una accidentada e intensa historia de vida, pero, por sobre todo, de una personalidad magnética y aparentemente llana. Cuando durante un trámite para el cambio de sexo registral, por el que va a cambiar su nombre en la cédula –de Roberto a Stephanía–, le piden que describa alguna situación en la que se haya visto discriminada, ella sonríe y responde: “Toda la vida”, pero no hay en su mirada ni en su voz la menor huella de sarcasmo; su enunciado es respetuoso, franco. Con el mismo tono calmo, honesto y cristalino, el personaje describe lo que significa dormir a la intemperie, comenta fotos, relata un abuso sexual que sufrió durante su infancia.
Así es que, paulatinamente, nuevas dimensiones de Stephanía comienzan a revelarse. Nos enteramos de que cuando era un niño, Stephanía (entonces Roberto) crio solo un bebé de seis meses, una suerte de “hermano” también adoptado por sus padres militantes. O que siendo un adolescente daba clases a 23 alumnos a los que impartía “educación popular básica”, un programa de alfabetización del ejército sandinista. La recuperación de un video de época en el que el niño Roberto le habla, micrófono en mano, a una multitud supone un notable hallazgo y una gran escena que ilumina un emotivo reencuentro de Stephanía consigo misma.
A diferencia de El casamiento, que se quedaba en el universo cotidiano construido por la pareja protagonista, El hombre nuevo remonta auténtico vuelo cuando el equipo de producción viaja junto a Stephanía a Managua; se toma registro de su sentido reencuentro con viejos conocidos y con su familia biológica. El choque es inmediato: muchos de ellos daban a Roberto, el niño que alguna vez conocieron, por muerto. Pero Stephanía se les apersona como Stephanía, lo que significa un doble impacto para muchos de ellos, devotos católicos evangelistas que no pueden evitar seguir llamándola Roberto. Como es sabido, se trata de una religión con un discurso renuente y profundamente retrógrado respecto de la homosexualidad. Así, el reencuentro propicia tramos ciertamente incómodos, como aquel en que un pastor evangelista intenta “transformarla” devolviéndola a su “estado original”. El montaje impone un corte brillante al pasarse inmediatamente de ese “exorcismo” a una escena al aire libre en la que se ve a Stephanía arreglada, vestida con botas y minifalda, más femenina que nunca, continuando dignamente con esa vida que eligió y que jamás abandonaría.
Las diferentes capas de la existencia de Stephanía van acumulándose, y en torno a su figura van entretejiéndose espacios de luz y oscuridad. Si bien hay aspectos de su vida que quedan sin conocerse, el abordaje no busca ser exhaustivo en este sentido, sino dar a conocer tan sólo una parte de la compleja multiplicidad de factores que confluyen en torno a un ser humano. El personaje articula una historia de revolución, decadencia y fracaso, de una religión instaurada que sustituyó drásticamente un proyecto de educación popular y revolucionaria. A un palmo del plan del Che Guevara de engendrar un “hombre nuevo”, Stephanía crece entre los escombros del derrumbe de los grandes relatos y del socialismo real, pero lejos de ser una estampa o un producto unidimensional, se trata de un personaje en movimiento; su viaje es también de transformación individual, de revoluciones y cambios internos.
La notable dirección de Garay y la conjunción de grandes talentos en los rubros técnicos propician una puesta en escena atractiva y refinada. La cuidada composición fotográfica de Diego Varela, la ambientación sonora de Rafael Álvarez y Daniel Yafalián, y la construcción de ritmos y significados gracias al planificado montaje de Federico La Rosa, se conjugan para convertir este documental en una propuesta estética sobresaliente.
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