Aki Kaurismäki, un autor indispensable del cine contemporáneo.
Por Carlos Diviesti.
El regreso con gloria del maestro escandinavo en la última edición del festival de Cannes es quizás la mejor noticia cinematográfica en lo que va de la década. En estas líneas la mirada del cronista no puede apartarse de su fanatismo con causa, porque una vez que alguien entra al mundo de Aki, la vida entera cobra otro sentido.
Hubo una vez un tiempo, durante los meses de la Gran Pandemia, en el que la gente tuvo necesidad de relacionarse con los otros. Y como la gente en todo el mundo andaba con ganas de hablar con aquel o con aquella que tuviese la misma necesidad de conversar con los demás, es así como este servidor terminó cruzando mensajes a través de Facebook con Sakari Kuosmanen, uno de los actores de presencia constante en el cine del finlandés Aki Kaurismäki, el protagonista de Juha (1999) o de El otro lado de la esperanza (Toivon tuolla puollen, 2017), por citar dos de las tantas colaboraciones que Kuosmanen le prestara a Kaurismäki hasta la fecha (el autor de esta crónica hizo una retrospectiva integral de las obras de Kaurismäki en su habitación durante los meses de abril y mayo de 2020). Kuosmanen es uno de los músicos y cantantes más queridos en Finlandia desde los años ochenta. Es quien canta el himno nacional en los eventos más importantes del país, y quien cantó maravillosamente un pedacito de Siks oon mä suruinen durante la conferencia de prensa que presentó El otro lado de la esperanza en la edición 2017 del Festival de Berlín (ese tango finlandés que popularizara Olavi Virta y que dice “Siks oon mä suruinen / kun sua nyt muistelen / niin paljon meni kanssas kaunista pois” –Por eso estoy triste / cuando te recuerdo / tanta belleza se fue contigo”).
En uno de sus mensajes (primero en inglés, luego en un finlandés traducido por Google, al parecer correcto), el cronista le dice a Kuosmanen que su personaje de Melartin –repetido en Sombras en el paraíso (Varjoja paratiisissa, 1986) y en Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996), un mensajero leal y taciturno– permanece indeleble en su memoria. En otro de sus mensajes, Kuosmanen dice que Kaurismäki seguramente volverá a filmar un largometraje. Luego de su paso por la Berlinale de 2017, Kaurismäki aseguró que El otro lado de la esperanza sería su última película, que ya nada tenía para decir o para mostrar. En esa edición del festival Kaurismäki ganÓ el Oso de Oro a la Mejor Dirección, un premio que recibió desde su butaca en la platea del Berlinale Palast y que poco menos que rechazó, por pudor o borrachera. ¿Aki Kaurismäki, un hombre joven todavía, que tiene tantas películas por filmar aún, se retiraría del cine, y con una obra sin atenuantes y de final amargo, aunque con aquella bonhomía suya intacta, bonhomía tan hierática como cercana? Claro que los maestros se cansan, pierden quizás las herramientas con las que forjaron una nueva mirada sobre el mundo, pero ¿Aki abandonaría a sus fanáticos así nomás, los dejaría tan solos en el mundo? Del estilo de Aki Kaurismäki se ha dicho que es heredero del de Robert Bresson y de Charles Chaplin, por su ascetismo y su humanidad respectivamente, pero en gran medida debiéramos considerar que en su trabajo con los personajes hay algo tan surreal como en las películas de Jacques Tati y tan sorprendido como cuando Buster Keaton queda frente al momento cúlmine de su aventura. Los de Kaurismäki son personajes en apariencia secos, pero de espíritu indómito, un espíritu que no ceja en superar las adversidades; y las adversidades, desde los años ochenta, cuando Aki comienza su carrera, hasta el día de hoy, no son más que las de enfrentarse a un sistema injusto y deshumanizado en una Finlandia que –aunque se sabe que no es como en sus películas, o algunos finlandeses influyentes niegan que así sea– Aki observa en toda su helada soledad.
Para Kaurismäki, el mal es sinónimo o significado de capitalismo, un mal fogoneado en la hoguera del mercado tras el colapso de la Unión Soviética en 1992. ¿O acaso el bello y monumental porte de la Helsingin päärautatieasema, sostenido por los colosos que portan la luz que alumbra una de las estaciones ferroviarias más bellas del mundo, no debe su monumentalidad a la herencia rusa que en ciertos tiempos los finlandeses no podían sacarse de encima? ¿No es esa herencia, congelada por el frío nórdico y las centurias de la historia, lo que traslada Aki a sus personajes? Sobre este panorama citadino de casas colectivas agrietadas, de restaurantes que expulsan a los trabajadores por mera gentrificación, de paisajes fijos y cromáticamente fríos, de costas que miran a un futuro próximo que siempre está lejos (ah, las ramblas montevideanas…), Kaurismäki filma lo que pareciera ser siempre la misma película. Pero no, nunca, jamás es igual a las otras, propias o ajenas. Si bien filmó versiones de Dostoievski y de Shakespeare (Crimen y castigo –Rikos ja rangaistus–, 1983–, y Hamlet en el negocio –Hamlet liikemaailmassa–, 1987, de las que supo extraer el humor y el ridículo que subyace en los textos originales), y se trasladó a Londres y a París por iracundo y nuevaolero (Contraté un asesino a sueldo –I Hired a Contract Killer–, 1990; La vida bohemia –La vie de bohème–, 1992, más que vehículos para recuperar estilos cinematográficos, certeros análisis sobre la alienación de los individuos y sobre la subestimación del arte a causa del neoliberalismo rampante), el suyo es un cine finés y helsinguino; ahí están sus composiciones de cuadro, invariablemente fotografiadas por Timo Salminen, que alternan sombras, grises y colores primarios con ángulos luminosos que, más que alumbrar a los personajes, acuden en su rescate.
Incluso en sus primeros trabajos (El fenómeno del lago Saimaa –Saimaa-ilmio–, 1981, codirigida con su hermano Mika, documental sobre la relación entre bandas de rock finlandesas; la citada Crimen y castigo; Sindicato Calamar –Calamari Union–, 1985, sobre un grupo de trabajadores que se llaman Frank y que buscan incesantemente la utopía), Kaurismäki recurre a los mismos colaboradores y a ciertos actores y actrices como Esko Nikkari, Elina Salo, Kari Väänänen, Markku Peltola o el propio Sakari Kuosmanen, para poner en práctica un recurso estudiado, aprendido y adaptado de las experimentaciones de Bertolt Brecht con el Berliner Ensemble, y que no sólo utiliza para su trabajo con los actores, sino que también se puede rastrear en el montaje de sus obras y en la profusa utilización de la música. En una entrevista, Kaurismäki dice: “Me gusta la idea de Brecht de que el actor debe verse a sí mismo como un provocador de conclusiones intelectuales en lugar de simplemente apegarse emocionalmente a lo que ve”. Esa aparente parquedad insobornable de sus personajes, con la que miran el mundo que les toca y al que le arrojan frases que en otros contextos parecerían lugares comunes (“El cielo es el límite”, dice un personaje de Sombras en el paraíso, y algunos minutos después muere), es producto de esta técnica despojada que no es mero recurso sino absoluta toma de posición. Bien dice Angelo Koutsourakis en el capítulo 7 del libro The Films of Aki Kaurismäki: Ludic Engagements (Las películas de Aki Kaurismäki: compromisos lúdicos, Thomas Austin, compilador, Bloomsbury Academic editor, 2018): “Los temas sociales se abordan a través de una estética minimalista que subraya la acción corpórea y la acción física”. Para Koutsourakis, los personajes de las películas de Kaurismäki en el siglo XX “son individuos que tienen experiencia de primera mano en dedicarse a un trabajo que no les otorga estatus social sino precariedad laboral y alienación social. Todas las películas abordan implícitamente los cambios en el panorama social y económico que tuvieron lugar [en Finlandia] durante la década de 1980”. Son personajes que anhelan una vida que involucre un empleo seguro, una historia de amor y el estilo de vida de clase media, y a quienes se oponen jerarcas, banqueros o meros burócratas, quienes evitan la compasión o la flexibilidad porque no pueden permitir que los trabajadores alcancen aquello que desean.
Es imposible despegar la técnica kaurismäkiana y los propios ojos del resultado que el maestro finlandés obtiene de las criaturas que interpretan Matti Pellonpää y Kati Outinen en Sombras en el paraíso. Nikander, recolector de residuos, e Ilona, cajera de supermercado, se cruzan porque Helsinki no es tan grande y en algún momento habrán de encontrarse, se flechan instantáneamente, pero son incapaces de mantener una relación amorosa sostenida. Nikander estudia inglés a través de grabaciones en una suerte de locutorio, escucha la radio en una radio a válvulas, sostiene el cigarrillo entre los labios y su cuerpo se maneja automáticamente, como los contenedores que calza en el camión recolector para descargar la basura en la compactadora. Ilona va a las discotecas, nadie la saca a bailar, prefiere ser amante de sus jefes, sostiene el cigarrillo entre los labios y roba una caja mínima del supermercado, más por venganza ante el despido (su jefe la echa del puesto para poner a su hija, y también la echa del departamento que le costea) que por necesidad del dinero. Lo que importa en esta película (la primera de la llamada Trilogía Proletaria, compuesta además por Ariel, 1988, sobre la búsqueda de trabajo y el ponerse fuera de la ley, y La chica de la fábrica de fósforos –Tulitikkutehtaan tyttö–, 1990, sobre la búsqueda del amor y el descubrimiento de un ángel exterminador), más que su anécdota, trivial, antigua y ramplona si se quiere, son las máscaras chaplinesca de Pellonpää y bressoniana de Outinen, él con su pelo grasoso y su bigotazo impoluto, ella con esos ojos vítreos y perpetuamente abiertos, que, moviéndose al impulso de la música que escuchan o de la música que acompaña el relato, intentan modificar el panorama aciago que los resquebraja. El mundo Kaurismäki no sería el mismo sin Pellonpää ni Outinen, o al menos no hubiese alcanzado el grado de profundidad que alcanzó sin haberlos tenido a ellos de cimiento. Kati Outinen también participó, como protagonista, actriz en el reparto o simplemente con una presencia mínima, en Hamlet en el negocio, Las manos sucias (Likaiset kädet, film para televisión sobre la obra teatral de Jean-Paul Sartre, quizás una de las obras menos irónicas de Kaurismäki), La chica de la fábrica de fósforos, Toma tu pañuelo, Tatiana (Pidä huivista kiinni, Tatjana, 1994), Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996), Juha, El hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002, premio a la Mejor Actriz en el Festival de Cannes), Dogs Have No Hell (cortometraje en el film colectivo Ten Minutes Older: The Trumpet, 2002), Luces al atardecer (Laitakaupungin valot, 2006), El puerto (Le Havre, 2011), y El otro lado de la esperanza. Algunos nos preguntamos si Pellonpää no hubiera sido el protagonista ideal de Nubes pasajeras y El hombre sin pasado, con ese porte de antihéroe entrañable, pero si sólo participó en Crimen y castigo (con un personaje también llamado Nikander), Sindicato Calamar, Sombras en el paraíso, Rocky VI (1987, cortometraje), Hamlet en el negocio, Ariel, Los Vaqueros de Leningrado van a América (Leningrad Cowboys Go America, 1989, en la que interpreta a un manager de malos músicos con enorme jopo y zapatos puntiagudos, como todos los integrantes de la banda, aunque sin anteojos Ray Ban), Las manos sucias, La vida bohemia, Toma tu pañuelo, Tatiana y Los Vaqueros de Leningrado encuentran a Moisés (Leningrad Cowboys Meet Moses, 1994), se debe a que la muerte lo sorprendió en 1995 a los 44 años. De todas maneras, Kaurismäki se las ingenió para que actuara en esas dos películas que citábamos antes: en Nubes pasajeras interpreta al hijo de Ilona y Lauri (una de las apariciones más conmovedoras de esa obra maestra) y en El hombre sin pasado es un parroquiano más en un bar en el que el amnésico M quizás recupere la memoria y la dignidad.
Pero entre los grandes títulos que le dieron grandes premios a Kaurismäki (por ejemplo El hombre sin pasado ganó el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes y fue nominada al Oscar en la actual categoría de Mejor Película Internacional, y de El otro lado de la esperanza ya se habló al comienzo de esta crónica), las tres obras maestras que al entender de este cronista lo convierten en el Gran Maestro contemporáneo, son Nubes pasajeras, Luces al atardecer y El puerto, porque las tres tienen el corazón a la izquierda del pecho, desde donde irradia el latido de la humanidad. Nubes pasajeras nos cuenta la historia de amor entre Ilona y Lauri, la encargada del salón en el restaurante Dubrovnik y el chofer de una de las líneas de tranvías de Helsinki. Los tiempos actuales llevan al sistema a prescindir de los servicios de ambos, por lo que casi a los cuarenta y habiéndole entregado sus días de juventud a su tarea, quieren encontrar trabajo en lo que se consideran idóneos, pero pareciera que no hay trabajo para los justos. En Luces al atardecer (título cuya traducción correcta debiera ser el hermoso Las luces del suburbio, que está mucho más a tono con ‘Volver’ y ‘El día que me quieras’, cantadas por Carlos Gardel al comienzo y al final de la película), Koistinen es el guardia de seguridad en un centro comercial, sus superiores lo ignoran, sus compañeros se mofan, Aila, la encargada del grill trata de llamar su atención, y Mirja se finge enamorada para hacerse con las llaves del sector que vigila Koistinen y entregárselas a Lindholm, el mafioso que trabaja para los rusos y quiere robar una joyería. Y en El puerto, Marcel Marx, un lustrabotas idealista, se topa con Idrissa, un niño refugiado africano, y le da asilo aunque las autoridades
en el puerto del título quieren capturar a Idrissa mientras Marcel debe cuidar a Arletty, su esposa, enferma de cáncer.
¿Qué hace de estas películas tres obras maestras, no sólo en la filmografía de Kaurismäki sino en la historia del cine? Cómo Kaurismäki se distancia del pesimismo de sus relatos (la desocupación, el drama de los desplazados –inaugurado en su cine lateralmente con Luces al atardecer, y continuado en El puerto y en El otro lado de la esperanza, en este último caso con mayor carga política–, y el reemplazo tecnológico a las tareas eminentemente humanas) y lo transforma en certidumbres de poesía, quizás se deba a la presencia de Pietari, Paju y Laika, tres perros que sin dejar de ser cuzcos callejeros son los únicos que transmiten escucha, confianza y un final esperanzado para la gente que les dará un hogar. No es un recurso blando: Aki Kaurismäki sabe ver en los ojos de sus criaturas (perros o personas) la vida que late en el interior, una vida que espera el momento de la rebelión para revelarse en toda su inefable magnificencia.
Cuando Sakari Kuosmanen le dijo al autor de esta nota que Aki Kaurismäki no abandonaría el cine, seguramente ya sabía que Las hojas muertas (Kuolleet lehdet, 2023) llegaría a la pantalla. Las hojas muertas, filmada en película de 35 milímetros –porque Kaurismäki, según Kaurismäki, no es un creador de píxeles–, ganadora del Premio del Jurado en la última edición de Cannes, es la película que este cronista espera con tantas ansias como cuando su madre, el jueves, le prometía llevarlo el sábado a ver los estrenos del cine Rex en las matinées de su infancia. A este modesto escritor, con esa poca confianza que alcanzó a tener en un tiempo que ya empezó a quedar lejos, le dio vergüenza pedirle a Sakari Kuosmanen (quien participó en El fenómeno del lago Saimaa, Sindicato Calamar, Sombras en el paraíso, Rocky VI, en las dos de los Vaqueros de Leningrado y en sus videoclips, en Ariel, Nubes pasajeras, Juha, El hombre sin pasado, El otro lado de la esperanza y Las hojas muertas) el contacto de Aki Kaurismäki. No hay que hacer esas cosas. Quizás un día, por esas casualidades de la vida, se lo cruce en un bar de Viana do Castelo (al norte de Portugal, donde Kaurismäki reside en invierno) como ya les pasó a algunos conocidos, y le pueda decir personalmente cuánto le cambiaron su forma de ver el mundo cada una de sus películas. Y también cuánto lo quiere.