Ponme la mano aquí
En un momento que no importa cuándo ha sido, la madre le dice a Salvador Mallo que no fue un buen hijo. ¿Qué hijo podría aceptar semejante sentencia, sobre todo si viene de su madre? ¿No fue un buen hijo porque fue como quiso ser, por haber hecho la vida a su antojo, por ser esclavo de su libertad? No es tan fuerte la razón de su madre para decir semejante cosa; es algo trivial, algo de lo que hasta la madre es culpable. Pero con ese veredicto hace temblar los cimientos de Salvador y le enrostra sin delicadeza alguna la debilidad de sus andamios afectivos. Porque Salvador no puede sostener los afectos de su cotidianidad: el corazón se le parte, y ya ni siquiera el cine lo salva de la tristeza. Esa tristeza de pensar lo cerca que aguarda la muerte, de pie en aquella esquina a la que tampoco importa cuántos pasos habrá de dar para alcanzarla.
Sin querer y sin pensarlo, Salvador pide disculpas. Disculpas por no haber sido todo lo bueno que debió ser, por guardarse las películas que pudo haber filmado y no filmó, por la indolencia que no lo deja conciliar el sueño, por los amores que dejó partir cuando aún no era el momento de la despedida. Se pide disculpas a sí mismo porque no sabe si tendrá otra oportunidad de hacerlo. Y es entonces cuando descubre la raíz del deseo, esa raíz que aún lo mueve, ese descubrimiento que en la infancia le causó temblores y fiebre y que no es el cuerpo de un hombre desnudo. La raíz del deseo es verse proyectado en la eternidad, en congelar un momento en otros ojos, en recuperar los colores que le daban cobijo de niño y que, aunque inunden su casa de adulto, hoy dejaron de latir y se han quedado fríos.
Pedro Almodóvar no resigna su particular estilo narrativo ni su depurada estética visual. Es posible que con Dolor y gloria alcance la cima artística que en otras ocasiones no resultó unánime a ojos de la crítica. Consigue con esta obra desnudar el alma de sus personajes desollados, personajes a quienes domina un atavismo muerto que les soltó la mano y los dejó a la intemperie sin rumbo fijo. Almodóvar quiere poner las manos sobre esa España cuya gloria se ha valido de tantos muertos, esa España de colores desvaídos y de sombras largas que entierra a sus poetas a ras del suelo. Pero eso, aunque notable a lo largo de toda la película, no es más que pura especulación.
¿Qué hace de Dolor y gloria una película extraordinaria? Que sus imágenes se desplazan frente a nosotros sin tiempo ni lógica, o con la lógica de los recuerdos o la lógica de la duermevela, que es la lógica del cine. Y que esas imágenes, que retratan el color del deseo, tengan un solo matiz posible: el de los ojos de la madre, que es el color del amor, incluso del amor propio.