I SOLITI IGNOTI
por Carlos Diviesti
Yo sé que no soy crítico de cine, no me lo creo, nunca me lo creí. Yo soy un trashumante de butacas y con tal definición me pongo mucho más contento porque me obliga (y me obligo) a ir al cine en cada sitio que visito. En Montevideo por ejemplo me conozco todas las salas actuales de Cinemateca, y sin dudar prefiero la humedad de Sala 2 a la confortabilidad de los Life de Punta Carretas: no por las películas que pasen una sala y la otra, sino porque como dijo José Luis Garci en la crónica “Cines de Madrid” del libro “Morir de cine”, en el cine no puede pasarte nada malo. ¿Qué daño puede hacerte Sala 2? ¿Qué otro sitio en Montevideo más que Sala 2 te permite recostarte contra la pared y sentir que estás protegido de la lluvia, afuera? Por eso me gustaban tanto los programas dobles en continuado del cine Rex de Lanús cuando era un chiquilín, porque si afuera llovía al finalizar la segunda película, me podía quedar a ver otra vez la primera, y por qué no otra vez la segunda si la lluvia era tormenta. Mi casa estaba cerca, y allí tampoco nada malo me podía pasar. Mi mamá podía ir a buscarme y en todo caso quedarse a ver la película conmigo.
Quizás por eso (que leí de Garci bien entrada la juventud pero que ya aplicaba en toda mi vida), apenas terminé el colegio secundario y empecé a trabajar en la Capital, salí a recorrer cada sala que la merma del negocio amenazaba con derrumbar en el conurbano bonaerense. Una tarde recuerdo haber caído en el cine Gran Belgrano de Ramos Mejía a ver “Papaíto piernas largas”, la película de complemento para un estreno olvidado aunque ya se habrán dado cuenta que las películas no eran –en este caso de mis visitas- tan importantes como conocer esos enormes edificios con amplias escaleras de mármol, luz difusa y menguante y butacas que chirriaban ajenas a un desguace que no tardaría en llegar. Por eso pienso que las películas son el resultado de las salas que las albergan, aunque decirlo parezca una pavada y creerlo me ponga al borde del ridículo. Pero cómo ver “Lo que el viento se llevó” en las reducidas dimensiones de una sala en centro comercial sin sentirse un sacrílego, cuál es la perspectiva actual del cine si las salas, decididamente, no son más grandes que la vida. Eh, cómo ver las películas, cuál es la perspectiva.
En fin. Comenzar una diatriba al respecto no nos llevaría más que a volvernos tautológicos. O ditirámbicos, digo, ya no sé qué cosa sería peor.
El primer antecedente que reconozco de mi participación en festivales de cine fue el que yo mismo armé durante unas vacaciones de julio, a fines de los ’70, cuando durante una semana completa recorrí los cines de Lanús viendo estrenos y complementos y extraños programas nocturnos con “Cantando bajo la lluvia” y “El mago de Oz” como insospechadas reposiciones (o como lo que hoy llamaría “Foco” cualquier programador que se precie de tal). En la Competencia Oficial ganó por amplio margen “La isla del fin de mundo”, una de Robert Stevenson de la que recuerdo en forma muy vívida a los personajes resbalando por una pared de hielo; y una mención especial recibió “El sordo Smith y su amigo Orejas”, porque era Prohibida para Menores de 14 Años y la pude ver con mi mamá y con mi hermana en el Palacio del Cine de la avenida Pavón sin que me pidan documentos. En el cine Ópera vi “Dos locos en el aire”, con Palito Ortega y Carlitos Balá, en el Sarmiento vi una sucesión de cortos mudos con un cómico llamado Tripitas, que muchos años después reconocí como Roscoe “Fatty” Arbuckle, y en el Rex la versión mejicana de Caperucita Roja dirigida por René Cardona Jr. con el complemento del Robinson Crusoe de Luis Buñuel. Luego de ese invierno, yo tendría diez, once años por entonces, me prometí que alguna vez sería corresponsal extranjero en alguna ciudad con playa durante el desarrollo de un festival de cine, como los de los diarios, y sin importar que se desarrollara al calor del verano o durante el rigor del invierno. Ya lo dijo “La Máquina de Hacer Pájaros”, qué se puede hacer salvo ver películas, y eso (ver películas, sentarme en una sala de cine de la mañana a la noche, sentir que la cabeza me bulle de imágenes y que las historias se imbrican una en la otra como en el loop de la vida misma y donde yo participo como actor de reparto) es lo que considero el más certero indicio de la tan mentada felicidad.
A la mayoría nos pasa lo mismo con la felicidad. A la mayoría de la gente en general con las cosas que les gustan, y a los que nos gusta el cine en particular en el caso que nos convoca.
Y bueno, sí, cumplí mi promesa conmigo mismo. Fui corresponsal extranjero para una revista uruguaya en un festival internacional de cine. Como verán en entradas anteriores, escribí comentarios de algunas de las películas que vi en la 18ª edición del Festival Internacional de Cine de Punta del Este (vi otras tantas, pero permítanme elegir entre lo que considero lo mejor que he visto) y hoy, más de una semana después de la finalización de dicho evento, cuando ya volví a mi casa y volví al trabajo y se acabó el verano exactamente a las 22.20 del viernes 20 de marzo en la esquina de Rivadavia y Callao (cuando una tromba de viento helado nos llevó puestos a los que andábamos por ahí), me apresto a comentar algunas cuestiones que también tienen que ver con el cine.
En primer término, comparado con el BAFICI y con Mar del Plata (los festivales que uno tiene más a mano), Punta del Este es un festival pequeño que alberga apenas cincuenta y pico de películas durante sus nueve días de proyecciones, cuyo programa el aficionado al cine tampoco puede ver en su totalidad pero sí puede aprehender en las particularidades de su selección, cosa imposible de mensurar entre los más de cuatrocientos títulos que se presentan en las ediciones de los monstruos argentinos. Hay tres secciones demarcadas: una competencia latinoamericana que hurga en estéticas y discursos, un panorama iberoamericano que contrasta realidades y calidades, y un panorama internacional que explica ciertas variantes del negocio cinematográfico; hay también anticipos del festival de Cinemateca y proyecciones especiales en espacios itinerantes tanto en el departamento de Maldonado como en el vecino de Rocha, y también una apertura y un cierre con películas que dialogan entre sí en su propio idioma, con su jerga distintiva. En segundo lugar, Punta del Este permite el hallazgo de algunos títulos que habrán de acompañar la marcha posterior de cada uno; al ser un festival pequeño la relación con los títulos no va de mentas sino de presencias firmes y entre tantos invitados, conversar con Iberê Carvalho y Breno Nina, director y protagonista de esa película, acerca la posibilidad de comprender mejor el trabajo de hacer cine en otros países, incluso en los países vecinos que parecieran trabajar como nosotros pero que no, trabajan distinto. Y también por ser un festival pequeño la relación con las salas es de mayor familiaridad, y seleccionar una butaca significa elegir la misma que ya tenemos identificada porque ahí nos sentimos más cómodos.
Y luego, como colofón, Punta del Este se caracteriza por su bonhomía. Tal vez sea una cuestión regional, a lo mejor una decisión política, probablemente el resultado de una tarea probada y errada otras tantas veces, pero es innegable que Punta del Este se vuelve inolvidable por el trato que te brinda. No, no quiere decir que Punta del Este te atienda a cuerpo de rey -que también lo hace- sino que Punta del Este te trata. O sea, te toma en cuenta. Y te ofrece lo que tiene y lo que te puede dar, y te presta la ciudad y su entorno para que contrastes hasta tus prejuicios. Y te permite el encuentro con los trabajadores del cine y con aquellos cuyo trabajo consiste en criticar películas. En los dos casos te permite encontrarte con cierta gente y conocerla. Conocerla y tomarle aprecio, y por qué no hacerte amigo. Uno se puede hacer amigo de un hombre con voz profunda que programa un festival en la única ciudad brasileña donde hay nieve, de guardianes de cinemateca que defienden el honor del propio cine, de un muchacho que se emborracha con su propia felicidad, de un corresponsal trasandino ciudadano del mundo, de una chica bien educada cuyos ojos perforan las paredes, de un muchacho joven que tiene tantas cosas para decir o de un canario que gorjea décimas en silencio. Uno puede hacerse amigo de todos ellos, y alegrarse días más tarde porque en Brasil hay otra vez un cine con fachada a la calle. Ese tipo de películas personales, las que se proyectan en la vida de todos los días, son las que finalmente uno anota en su libreta de títulos insustituibles. Esas películas que te permiten, en Punta del Este o en Lanús, elaborar anécdotas como la que sigue y nunca dejar de contarlas.
Julio de 1978. Tarde de sábado. El programa consiste en un western histórico y en una de gladiadores: “La última aventura” y “Maciste contra el Sheik”. Buscando ahora descubro que “La última aventura” es una producción de 1967 en Cinerama, que está dirigida por Robert Siodmak, interpretada por Robert Shaw y Robert Ryan, y cuyo título original es “Custer of the West”. Sí recuerdo que es larga, aburrida y que, obviamente, no se proyectaba en Cinerama. De “Maciste contra el Sheik”, una película del ’62 con un forzudo llamado Ed Fury, solo recuerdo que la imagen de Maciste reventando cadenas con la fuerza de su pecho es idéntica a la de Anthony Quinn haciendo lo mismo como Zampanò en “La Strada” (Federico Fellini, 1954), película que vi unos diez años después, y cuando ya tenía unos treinta me recordó a Bartolomeo Pagano, el primer Maciste del cine en la primera película peplum en la historia del mundo: “Cabiria” (Giovanni Pastrone, 1914). Siempre me gustó espiar la cara de los espectadores mientras miran la pantalla; en una de esas incursiones visuales noto que un pibe de mi edad se corre unos lugares acercándose a mí. Claro que me da miedo, porque no había tanta gente en la sala. Aunque había que temerle a la gente grande (sabía que no tenía que decirle a nadie que mi papá era peronista), que un desconocido se te acerque es algo peligroso, y como para escapar hay que salir corriendo desde el centro de la fila, uno se expone a que los demás lo chiflen por interrumpir el espectáculo. Así que me quedo quietito en el asiento mientras el pibe se acerca hasta sentarse a mi lado y me extiende la bolsita con caramelos que llevaba en la diestra. Le acierto a un Media Hora instintivamente. Es la primera vez que vengo solo al cine, confiesa en voz baja sin que le pregunte nada. ¿Después vamos a comer pizza al Rubí?, interrogo, y me hizo que sí con la cabeza. A partir de ahí comienza la mejor parte de La última aventura, la de la batalla de Little Big Horn que perfilaba la muerte de Custer y del Séptimo de Caballería a manos del jefe indio Caballo Loco. Mario también espera con más entusiasmo la proyección de “Maciste contra el Sheik”, y eso significa que ya somos amigos. Mario Botti fue mi amigo del cine durante todo ese año hasta que se mudó de barrio y nunca más nos volvimos a ver. Y si entre todos los amigos que tuve en mi vida tuviera que elegir uno para comentar películas en un festival de cine, sin dudar lo elijo a Mario, porque a esta altura del partido nos emocionaremos del mismo modo.
Bah, creo. Quiero creer.
PALMARÉS – 18º FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE PUNTA DEL ESTE
El jurado integrado por Horacio Javier Ríos (Argentina), Paula Astorga (México) y Ana Guevara Pose (Uruguay), y el Jurado Joven integrado por Valentina Grieco Peduto, Lucía Mujica Fernández, Juan Pedro Gallinares Ucar, Camila Larrosa Escobar y Jessica Vanesa Pachón Cantera (coordinados por Peter W. Schulze), otorgaron los siguientes premios tras nueve días de proyecciones en las salas Cantegrill, Nogaró, Casa de la Cultura de Maldonado y espacios itinerantes.
Mención Especial del Jurado para Israel Cárdenas por la fotografía de CUMBRES (México, 2013, dirigida por Gabriel Nuncio)
Mención Especial del Jurado para Andrea Strenitz, actriz de MAR (Argentina/Chile, 2014, dirigida por Dominga Sotomayor)
Premio a la Mejor Película del Jurado Joven para EL ÚLTIMO AUTOCINE (Brasil, 2014, dirigida por Iberê Carvalho)
Premio al Mejor Actor para Breno Nina por EL ÚLTIMO AUTOCINE
Premio a la Mejor Actriz para Aglaé Lingow por CUMBRES
Premio a la Mejor Dirección para Natalia Smirnof por EL CERRAJERO (Argentina, 2014)
Premio a la Mejor Película para EL ÚLTIMO AUTOCINE (O último cine Drive-in)