LA PATRIA.
Por Carlos Diviesti.
1915. El día en que Charlie Bakhchinyan emigró de Armenia escondido entre la ropa de un baúl, a los cinco años, pudo ver a través de un agujero en la madera –o recuerda haber visto, que no significa que haya sido de esa manera- la sonrisa amplia y confiada de su abuela antes de que la ejecutara el pelotón de fusilamiento turco.
1948. Charlie vuelve a su tierra como repatriado; siente orgullo por regresar para transmitirle la experiencia americana a sus compatriotas, ahora que renace su patria natal y ahora que él quizás pueda echar raíces en alguna parte. Pero la República Socialista Soviética de Armenia no cree que Charlie, ese amerikatsi, sea un repatriado: por usar una corbata elegante durante la cena, o mejor dicho, por haberse mostrado demasiado amigable con Sona, la esposa del camarada Petrov, Charlie es condenado a diez años de trabajo forzado en una cárcel que bien parece un campo de concentración.
Es que el largo brazo del estalinismo aprieta a toda la Unión, y los gulags –esos acrónimos helados que no solo proliferaron en Siberia- ejercieron su rol de comisario y de verdugo. Pero aquello que visto así suena tremendo, en manos de Michael Goorjian se transforma en una muy efectiva comedia lunática, porque quizás la distancia histórica con nuestro tiempo nos permita esbozar una sonrisa frente al sinsentido del totalitarismo político.
Sin embargo, a diferencia de Elia Suleiman y su mordacidad palestina, Goorjian aprovecha los resortes del humor para ofrecernos una meditación sobre qué significa sentimos parte de una comunidad, sobre por qué este suelo que pisamos, aún con sus montañas de escombros, es nuestra patria.
Cuando ya no queda otra salida que acostumbrarse a ese alrededor donde lo normal parecería ser estar chiflado, Charlie encontrará una salida estrafalaria que le permitirá aprender lo que no conoce sobre la cultura armenia: espiar la vida cotidiana de Tigran y su esposa Ruzan detrás de los barrotes de su fría celda.
Tigran y Ruzan viven en un apartamento cuya ventana, en directa línea contrapicada, da a la alta abertura por la que Charlie escala en cada cena para no sentirse solo. Porque a Charlie le cuesta toda una ingeniería llegar a su ventana del ancho de dos ladrillos, ingeniería que poco a poco será cada vez más estable y que le dejará observar a ese matrimonio tanto en su módica alegría como en sus lacrimosos dramas, y que le dará la pauta, sin una sola palabra articulada, de cuáles son las tradiciones a seguir.
En esa prisión Charlie se ilustrará sobre su tierra y allí, a través de un dibujo que apasionadamente garabatea Tigran en un pedazo de papel, comprenderá por qué en el horizonte armenio se recorta el monte Ararat. Es aquí donde AMERIKATSI se bifurca del modelo de La vida es bella, y donde por suerte Michael Goorjian no comete los mismos pecados que Roberto Benigni: en AMERIKATSI el único niño al que hay que proteger de la fatalidad es el propio espíritu, y aunque cause gracia por su propio ridículo, lo brutal no está disfrazado para aparentar mayor amabilidad.
También Goorjian en una jugada maestra emula La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock, pues abandona la tentación de graficar su mensaje y la distancia entre la celda y la casa de Tigran y Ruzan nunca estará más cerca de los ojos y siempre se mantendrá próxima a nuestra expectación. Aún cuando descubramos que Ruzan es la hermana de Sona y la cuñada del camarada Petrov, que Tigran es uno de los centinelas de la cárcel y que ha sido un pintor reconocido antes de la anexión a la vida soviética, y que la única vez en la que Charlie y Tigran habrán de ponerse frente a frente será durante una situación horrenda, el alma poética de esta película estará a salvo del melodrama.
Michael Goorjian –ganador de un premio Emmy en 1994 como Mejor Actor de Reparto por la miniserie David’s Mother– le cede los momentos más reveladores de AMERIKATSI no a su personaje sino a Tigran, aquella figura que Charlie espía de lejos, aquel hombre tosco y desesperado, aquella bestia borracha y dolida, por quien Charlie quisiera ser invitado a sus cálidas reuniones familiares y a quien Hovik Keuchkerian – actor español de origen armenio, Bogotá en La casa de papel– no solo le da el cuerpo sino también el espíritu indómito de una patria que se niega a esparcirse en cenizas.