Por Inés Olmedo.
Como en el caso de Lowy, la gestión cultural y la vida empresarial de alguna manera dejaron en la sombra a Jorge Paéz (1922-1994) como artista. Para homenajear el centenario de su nacimiento, bajo la curaduría de Manuel Neves, se despliegan en el MNAV noventa contundentes obras que dan fe del hacer y el valor de su producción pictórica.
¿Por qué no aparece Jorge Páez Vilaró con más fuerza en la historiografía local? ¿Por qué no obtuvo ningún premio nacional su obra, cuando sí acumuló importantes reconocimientos internacionales? Quizás esto se deba a esa falta de visión de nuestra crítica, que no concibe la diversidad de roles o territorios creativos. O a la secreta desconfianza hacia alguien tan alejado de los parámetros de modestia que los uruguayos asociamos a la verdadera valía.
Lo que tiene esta muestra (y cómo me gustaría verla sin haber conocido ni saber nada de Jorge Paéz Vilaró) es que la obra se sostiene sola. No se necesita saber nada de sus hermanos, también vinculados al arte, ni de su extensa y rica tarea como crítico, promotor y curador de arte nacional y latinoamericano, coleccionista, fundador de uno de los espacios más valiosos de arte latinoamericano contemporáneo que funcionó en este país. Atrás quedan todas esas referencias contextuales, porque cuando la pintura es buena, es sólida, es personal y a la vez atravesada por un estar en su tiempo, es casi indiferente qué etapa de su extensa producción estemos contemplando. Siempre su pintura trasciende el tema, la técnica, el ser o no figurativa. El montaje nos permite leer estas etapas, sin duda vinculadas con las experiencias y tendencias pictóricas del expresionismo abstracto, del informalismo, de los diálogos con los antiguos maestros de Torres García y de Picasso… Pero nada de eso nos aleja del golpe que se siente ahí, en pleno pecho, cuando recorremos la muestra. Lo que golpea es la conexión sensible con las formas, con el color, con las soluciones de representación que desarrolla en todas y cada una de las obras. Una representación del mundo mucho menos amable y complaciente de lo que uno podría esperar de este caballero encantador, tan cómodo en lo mundano.
Hay una sutil tensión presente, a veces sugerida por una línea roja que atraviesa como una cicatriz el espacio, por los personajes que se amontonan anónimos y casi sin rostro en los bares o en las reuniones políticas, incluso en la galería de retratos. Una tensión que trasciende la maestría con que resuelve la superficie pictórica y se instala como una pregunta nada distante sobre la esencia del ser en la Tierra en la serie de retratos de colegas artistas como en la de descubridores y conquistadores hispánicos. ¿Quizás sea la estilización caricaturesca lo que lo distanció de ser considerado un artista serio? Quizás. Es esa formulación de cierto pudor afectivo la que tal vez vuelva un poco más compleja su obra, por eso es clave el título: es “otro expresionismo”. Un expresionismo que linda con el humor, pero sin perder la cualidad trágica. En especial, en dos obras que me obligaron a ir y volver una y otra vez para compararlas. Son dos retratos de familia, separados por quince años. El primero, ‘…a la española’ es de 1975, y el segundo, ‘Foto de familia’, es de 1990. Entre uno y otro aparece un arco de vida vivida, de integraciones y de ausencias, de posiciones que cambian, de rostros que envejecen. Una y otra obra cubren bien el devenir entre la espléndida arrogancia de la primera madurez y el pasaje a la vejez, donde la familia de origen y la nuclear, aumentada y a la vez disminuida, posan nuevamente ante los ojos de la cámara-pintor que, ahora vestido de traje y no con la ropa de Velázquez, posa como un discreto patriarca de pelo y bigote blancos, ya entre el cielo y la Tierra. Ojalá esta muestra ayude a reparar ese silencio mezquino que ha envuelto su obra y consiga situarla como se merece dentro del arte uruguayo.
MNAV, Otro expresionismo. Jorge Páez Vilaró 100 años. Salas 3 y 4, hasta el 24 de julio.