Por Daniel Tomasini.
Ignacio Zuloaga nos recibe en su atelier en la ruta 10, en la Barra de Punta del Este. El local, de altas fachadas vidriadas, exhibe un cartel con su característica firma y permite ver un sinnúmero de pinturas que, colgadas, amontonadas o colocadas sobre el piso, dan a conocer que allí, además de arte, hay mucho trabajo. Zuloaga es un artista incansable, dedicado a la pintura desde hace más de cuarenta años. Ha desarrollado un estilo (si cabe clasificarlo –siempre es difícil y tal vez no tenga la menor importancia–) de un expresionismo-fauvista, teniendo en cuenta que el fauvismo, corriente que surgió en Francia a principios de 1900, podría encuadrarse dentro del propio movimiento expresionista. El fauvismo ha sido considerado a menudo un experimento de color y el expresionismo como una estética de la rebelión de la sensibilidad del artista en reacción al mundo exterior. Zuloaga reúne los dos conceptos.
Un artista altamente conceptual
Zuloaga es muy afecto a los destellos de color de sus personajes (él habla de una especie de “psicodelia”), tal vez comparable, en cierta medida, con la visión de Vincent van Gogh (que para algunos ha sido el verdadero padre del expresionismo). Al analizar la pincelada de Ignacio Zuloaga se puede observar que se solaza en el empaste largo, recorriendo trazos en perspectiva, técnica que aprendió a fondo cuando era dibujante de muebles y proyectista. Este rasgo técnico impregna a menudo su pintura, que en algunos casos aparece como la imagen captada por un gran angular en el sentido de la profundidad. Esta característica hace que Zuloaga presente espacios profundos y al mismo tiempo indeterminados, generando un clima dinámico y enigmático en sus obras.
Es un artista que trabaja incansablemente y puede llevar a su estilo prácticamente cualquier imagen, desde José Pedro Varela hasta el autorretrato de Van Gogh. En el momento actual –nos comenta– tiene lista una exposición de veinticinco obras de gran formato tituladas Viva la República y Viva la Democracia, en las que relata hechos históricos: el acto del obelisco, la liberación de Líber Seregni, el regreso de Wilson Ferreira, entre otros. También forman parte de esta serie retratos de aproximadamente 160 por 110 centímetros de presidentes constitucionales y de líderes políticos. Esta muestra se inaugurará próximamente en algunos departamentos del interior del país. Cabe señalar que la obra de Zuloaga es de contenido: en ella el artista busca comunicar su expresión. También le preocupa el mundo de los valores, y en este sentido apunta la serie que por ahora está en espera para ser mostrada.
Para mencionar alguna de sus exposiciones, recordamos la realizada en el Palacio Legislativo sobre la gesta artiguista. En ella nos impresionó su ‘Artigas en la Ciudadela’, pintura originalmente realizada por Juan Manuel Blanes. Su interpretación del prócer, aun siguiendo los lineamientos de Blanes, es particularmente propia. Se percibe que este “arte de apropiación”, utilizado por muchos artistas de hoy en día, no lo es stricto sensu porque los contenidos colocados allí por Zuloaga son propios en tanto se materializan (o visualizan) por medio de su estilo de pintar. Ello significa que Zuloaga es un artista altamente conceptual. Un sillón pintado por él posee sintetizadas todas las cualidades de todos los sillones de una época determinada y de un estilo determinado, en la medida en que es capaz de lograr esta idea plástica mediante su toque de pincel.
Sus orígenes
Mientras recorríamos su taller observamos la prolijidad con que dispone sus colores. Enorme cantidad de los tubos grandes de la marca Winsor & Newton (reputados por ser los mejores del mercado) aparecían ante nuestra vista en diversos estados de utilización. La pintura al óleo es el material por excelencia en la obra de Zuloaga. Cuando era proyectista de muebles trabajaba en acuarela, con lápiz y tinta china, mientras su tío –también acuarelista– le daba el ejemplo de la pintura. El artista nos refiere que su padre y su tío fueron los fundadores de la mueblería Walmer. A partir de aquí se inició en el oficio de dibujante de mobiliario e interiores. A los diecisiete años ese era su medio de ganarse la vida. Ignacio cuenta que la influencia de su padre ha sido muy importante, porque siempre le estaba regalando óleos y pinceles. Por otra parte, en su casa había una biblioteca considerable con muchos temas de arte. Como se ve, el joven Ignacio estaba rodeado de una benéfica atmósfera artística que sin duda fue determinante para que se decidiera posteriormente por su carrera de pintor. Cuenta que cuando comenzó a pintar al óleo su tío le daba importantes consejos que aún atesora. En esa época visitaba talleres de muchos artistas, hoy renombrados. Menciona a Américo Espósito, quien visitaba su taller. Lo recuerda como “todo un personaje” y rememora las charlas –que califica de “surrealistas”– sobre arte, religión (nos dice que era testigo de Jehová) y sexo; manifiesta que “era positivo en todos los temas”. Por el contrario, cuando visitó el taller de Espósito encontró a un artista “hermético” sumamente interesante. Aunque en el registro de la memoria queden archivados elementos que a primera vista no tienen relación con la pintura, con el tiempo nos damos cuenta de que hacen a la pintura, porque hacen a la vida misma.
Es así que Ignacio Zuloaga, de formación autodidacta, continuó evolucionando en su arte mirando a pintores como Francis Bacon, Van Gogh, Picasso, Rembrandt, Goya; grandes maestros del color. La pasión de pintar –condición imprescindible del buen pintor–, imposible de adquirir en la academia, forma parte de su personal modo de pintar, mientras que el color en alto contraste lo conduce en una travesía hacia universos cromáticos. Refiere que prefiere no trabajar con modelos, porque lo distraen y esto no le permite concentrarse al máximo en el acto creativo, que es lo que desea. Zuloaga se define como un pintor de acción, lo que no necesariamente debe coincidir siempre con la categoría estética homónima (aunque, como mencionamos, su obra abstracta tiene mucho de ella). El action painting inventado por los expresionistas abstractos estadounidenses es, ante todo, una condición del espíritu, más que un resultado estético. Mark Rothko, por ejemplo (quien estaría inscripto en esta categoría) no exhibe los signos violentos de Pollock y más bien demuestra un lirismo plástico que se evidencia en un fino cromatismo que no es menos apasionado.
Entre sus caros recuerdos, Zuloaga menciona su relación con Jorge Páez Vilaró (hermano de Carlos), aquel notable artista expresionista, pintor urbano de los personajes de rostros inolvidables. Al igual que su hermano, Páez siempre lo alentó y propició que expusiera en el Museo de Arte Americano de Maldonado, museo extraordinario que no está debidamente difundido y que Páez creó a partir de su incansable colección de piezas traídas de sus viajes por todo el continente americano. Zuloaga recuerda con cariño este apoyo, así como las visitas de Jorge Páez a su atelier, donde mantenían largas conversaciones sobre arte, en compañía de su padre y de su tío. Jorge Páez fue quien dio el discurso inaugural de su primera exposición, en agosto de 1993, en la Galería Montevideo de Aníbal Quesada.
También cuenta su relación con los coleccionistas, que aquel año le permitió comenzar de pleno su vida de artista. En este sentido, refiere el apoyo que siempre le ha brindado su familia. Esta vida de pintor –nos dice– no está exenta de tribulaciones y preocupaciones. No obstante, hoy por hoy, Ignacio ha adquirido tal maestría en su arte que le permite tener seguridad. Por otra parte, pintando conjura su estado de incertidumbre. Este profundo sentido de la pintura se intensifica porque es un artista la que le gusta reflexionar sobre lo que hace. Su sentido del espacio y la propia creación de espacios, que en cierto grado provienen de su lejano oficio de diseñador, ilustrador y proyectista, le proponen el desafío de la creación a través del óleo, su medio pictórico favorito. Si bien la perspectiva como estrategia de representación contribuye a la creación de estos espacios, es decididamente el sentido de lo pictórico lo que le confiere la especial sensación que comunica en sus cuadros. Esta construcción con base en la pintura como pintura deriva de un profundo entendimiento de este concepto. De la misma forma en que Van Gogh, al situarse ante un campo de trigo, también tenía que desarrollar un concepto de pintura –propio y personal, pero concepto al fin–, podemos decir que a partir de su concepto Zuloaga determina la validación de sus espacios construidos y cargados de finas sugerencias a partir de elementos concretos como el claroscuro y la luz, que no siempre coinciden con lo real que se percibe.
En realidad, como sucede con todos los grandes pintores, el verdadero tema de un artista como Zuloaga es la pintura. Sin embargo, si no se tiene la suficiente o necesaria pasión para hacer vibrar los colores –independientemente de la técnica que se utilice–, el concepto de pintura es inoperante. Por este motivo, el hacer artístico necesita este ingrediente vivificador que es lo que en definitiva – como sostenía Vassily Kandinsky– se transmite en la obra. Si bien es imposible de explicar o de calificar, este impulso que conduce a la creación es detectable por medio de la intuición como un verdadero sello del artista. Muchos expertos han sido convocados en ocasiones para dirimir la cuestión de la falsificación, y se guían por esta sensación que no por ser indefinible deja de ser fuerte. A menudo, pueden determinar con exactitud si una obra es falsa o verdadera, aplicando su conocimiento sensible de este sello oculto del artista que detecta este barniz de autenticidad.
De Uruguay al mundo
Hoy encontramos al artista en su atelier y galería de arte donde nace la ruta 10, muy conforme con el camino recorrido, el empeño colocado y el trabajo invertido. Observamos que el fondo del local, también vidriado, da a un patio cubierto de césped donde serpentea, más atrás, una pequeña cañada rodeada de sauces, y de a ratos resuena el graznido de unas gallinetas que se pasean libremente. Unas tiras del tradicional asado desprenden el característico humo aromático de esta comida desde el parrillero, manejado por sus hijos Nacho y Rodrigo, que siempre lo acompañan y forman parte de su equipo de promoción, difusión y venta. Hay que mencionar en este aspecto también la permanente colaboración de su esposa, Lourdes.
Ignacio Zuloaga recuerda la época en que frecuentaba a sus amigos pintores: Curto, los hermanos Riveiro, Garino, Amézaga, Cabregur. Menciona que escucharlos hablar entre ellos constituía verdaderas lecciones. Por otra parte, manifiesta que el contacto con artesanos del oficio –carpinteros, lustradores, talladores, marqueteros, laqueadores– le proporcionó un conocimiento de los diversos materiales y un especial respeto por el oficio que define como trabajo y pasión.
Por lo tanto, vemos en Zuloaga a un trabajador de la pintura, entendida como oficio, como expresión y como sentido de vida. Desde el oficio, la materialidad y el adecuado uso del lenguaje se hace comunicador de contenidos y de valores; desde la expresión le otorga un sentido a la vida (del ser en el mundo), un sentido que reivindica el acto creador a partir de elementos temáticos desde los más sencillos y cotidianos, como puede ser una pareja paseando por la playa, hasta los temas históricos de las gestas independentistas; los retratos, desde los próceres a las grandes personalidades, de los grandes artistas hasta las personas comunes. Todos estos motivos son amplia justificación para pintar y desde la propia temática salen los contenidos que se traducen en formas y colores y que conducen al misterio de la contemplación. Ignacio Zuloaga admite, sin ningún prurito (porque lo considera natural) y con gran franqueza, que a menudo recibe encargos de pintura –con temas e incluso el colorido previamente establecido– a los que ataca con su misma pasión, llegando a veces –sin tener la obligación de ello– a realizar verdaderas series de, por ejemplo, algún retrato encargado. De esta manera se comporta como un investigador y va midiendo sus posibilidades, incluso dando posteriormente a elegir al cliente la obra que más le interesa. De aquí se desprende que el acto de pintar, o bien la posibilidad de crear independientemente de cuál sea el motivo, se convierte en un gesto emancipador de su intensa vida interior.
A Ignacio Zuloaga nunca lo vimos pintar, como tampoco vimos –obviamente– a nuestros legendarios antepasados gauchos metidos en un entrevero. Quizá por la forma en que nos imaginamos que el artista se planta ante su tela con una carbonilla en la mano o bien el ademán pasional (que también imaginamos en el gaucho) cuando decide su integración a la batalla, pensamos –por alguna indefinible e inexplicable razón– que ambos tienen algo en común.
Nota originalmente publicada en la edición impresa de Revista Dossier, 2016