Por Gabriela Gómez.
Vino a Montevideo con la intención de ampliar sus estudios en Ciencia Política y no tiene pensado volver a su país. Guadalupe Ayala (Argentina, 1976), se adaptó rápidamente a la parsimonia oriental, aprendió a “bajar la velocidad” con la que vino y en este momento es una de las artistas más originales de nuestro medio. Politóloga, además de artista plástica, sus manifestaciones van desde el arte interactivo, el arte sonoro, esculturas e instalaciones donde, aunque no parezca que se puedan relacionar, las afinidades con la política se encuentran, dialogan y dan fuerza a sus piezas.
Desde armar robots enfurecidos que chocan y emiten sonidos estridentes hasta sensuales esculturas que trabaja pacientemente con pequeños trozos de vidrio o fragmentos de vajilla, sus trabajos dominan el espacio intangible donde busca “superar lo establecido, invertir órdenes, perdurar lo que cesó en el tiempo, traer al presente una memoria, alternar vencedores y perdedores”. “Contienda”, “Conquista”, Invasión”, “Conflicto”, son algunos de los nombres que elige para constatar hechos de quiebre, de un saqueo, de un acto violento para resignificarlos y lograr finalmente recomponer las formas en distintas expresiones que contienen, a su vez, nuevos mundos invisibles.
¿Por qué te mudaste y fijaste tu residencia en Uruguay?
Mudarme estuvo envuelto, en parte, en este interés académico y una orientación al cambio, y también operó una especie de inconsciencia, esa inconsciencia que te permite hacer los grandes movimientos, como saltar, simplemente. Para mí era natural hacer movimientos de crecimiento. Si hoy lo miro con perspectiva histórica me ralentizo y se me hace emocionalmente más sensible. Veo más todo aquello que estaba pasando en lo invisible, en una dimensión más amplia; el desprendimiento emocional que significaba, el alejamiento de un país, de mi familia, el apoyo también de mi familia, y el momento que mi familia estaba viviendo. Pero ni ellos ni yo nos arrepentimos nunca de este movimiento. En alguna medida, fue ese movimiento lo que alimentó mi obra de los últimos ocho o diez años. Fue muy significativo, sin que me diera tanta cuenta de ello.
¿Qué relación encontrás entre tus obras y los estudios en Ciencia Política?
Bueno, la política y el arte han estado en relación desde el principio de sus tiempos. El arte fue empleado desde siempre como estrategia de comunicación política; la filosofía o la opinión política se manifestaba a través de los artistas como “arte político” o como “manifiesto”; el arte pone en debate lo que es preciso resolver o mirar; la política estrecha o ensancha los espacios de expresión ciudadana, por decir algunos ejemplos muy tangibles. La vinculación es directa. Más bien es interesante observar cómo frente a tanta relación, en general, nos resultan tan ajenas entre sí estas esferas en la mirada colectiva. Específicamente en mi obra, yo tomo los movimientos humanos, históricos y políticos como tema, como letra con la que justifico mi trabajo y que tiene que ver con algunas de las áreas del pensamiento en el que me muevo, las preguntas universales que me hago. A su vez, voy labrando una especie de película u obra mayor que voy contando por capítulos y ahí me interesa el lenguaje –formal, estético, conceptual y literal– que empleo. En ese sentido, la palabra es muy importante y la elección y construcción del nombre de las obras tiene que ver con esto: “Contienda”, “Conquista”, Invasión”, “Conflicto”; etcétera.
Como politóloga, también me interesa investigar y trabajar en el reconocimiento de la cultura como motor de desarrollo humano, tanto en su dimensión vinculada a valores, como en su aportación económica en tanto industria creativa; y la formalización del sector para que pueda ser sistematizado en Uruguay es un asunto que me interesa particularmente. Por otro lado, desde hace unos años, además, nos reunimos con algunos académicos destacados con el interés de desarrollar redes que fomenten el estudio entre arte y política. Creo que como investigo en esto, investigo en todo lo que hago y busco llevar un área de conocimiento, una forma de habitar, de ser o de sentir de un lado al otro. Mis intereses son muchos, abordan muchas temáticas, prácticas y mundos, y busco que unos se nutran a otros.
¿Cuándo empezó tu interés por la plástica?
Empieza en Argentina: estoy en tercer año de liceo, me voy a cambiar a un liceo donde estaban todos mis amigos, y mientras estaba esperando esa vacante apareció pegado en la heladera de mi casa un volante del Centro Polivalente de Arte de San Isidro. Mi padre lo puso ahí. En ese entonces yo no tenía ningún interés por el arte. El destino hizo que yo viera ese papel y como tenía que dar un examen de ingreso, me preparé, lo hice, aun cuando estaba queriendo otra cosa. Di el examen, entré y me acuerdo que teníamos toda la mañana de bachiller, y toda la tarde, artístico. Ahí tuve una escuela de valores que me permitía experimentar eso en un buen lugar. Empecé el Polivalente, que era uno de los tres que tenía el país. Se estudiaba arte, danza y música, y en un punto todos convivíamos con estas disciplinas. Ahí conocí a quien fue mi maestro, Héctor Maranesi. Me acuerdo que yo estaba en clase de pintura, no tenía ni idea qué hacer y él pasó, me miró, miró la pintura y me dijo algo como “seguí por ahí”. Terminé metiéndome en el taller de él. No enseñaba técnicas, sino que te acompañaba en el proceso para saber quién eras, qué querías, qué técnicas querías, etcétera. Era un grupo de trabajo excelente, del que salieron grandes artistas. Hacíamos una serie de investigaciones y experimentos, de forma interdisciplinaria, con muchas preguntas sobre los materiales, siempre haciendo algo, cada uno en su mesa con sus materiales. Tenía una costumbre: en algún momento charlabas y aprendías a mirar, que es una práctica muy particular. Me acuerdo de que la única tarea a la que nos obligó fue ir a ver muestras o exposiciones; teníamos que ir o ir a ver una muestra y dar una definición de arte. Vimos una muestra, Imágenes del inconsciente, que era un grupo que había empezado a trabajar con internados de un equipo psiquiátrico de Brasil. Las obras que hacían no se podían creer. En este tipo de reflexiones te sumergía Héctor. Estuve en su taller como diez años, hasta que me dijo que no tenía nada más para hacer, que mi obra tenía que salir a la calle. Desde mis comienzos trabajo de forma simultánea en la obra y sus aspectos formales y conceptuales; en la obra y su forma expositiva; en los grandes temas que busco proponer con ella; y conmigo misma a través del método de trabajo. Me llevo a mí, junto a la obra, a las instancias que me parecen que pueden extenderme un poco más. A veces, espero eso por años, hasta que siento que es el momento adecuado para hacer un nuevo movimiento, un nuevo gesto, un cambio: eso se da cuando siento que ha sido suficiente investigación en algún punto previo en el que me he detenido. Esta manera de trabajar seguramente viene conmigo desde siempre porque practiqué deporte desde chica y cultivé la capacidad para trabajar con una mirada de largo plazo sin ansiedades, y tuve la oportunidad de desarrollarla en el taller El Asilo, con Maranesi. Todos sus alumnos somos practicantes muy conscientes de nuestros oficios, de por qué hacemos y cómo lo hacemos. Tenemos un encuentro muy disciplinado y existencial con lo que hacemos.
¿Cómo era tu perfil creativo en ese entonces?
Trabajaba con materia orgánica que empieza a trasladarse al volumen. También sentí que lo que me faltaba era estructura y entré en el profesorado de escultura. Me fui orientando hacia otro camino. Nunca más pinto, nunca más la bidimensión me satisface, ya no me interesa, porque me fui llenando de cierta narrativa que desborda el dibujo o la pintura. No puedo hacer el relato que necesito con esos materiales. Necesito empezar a armar instalaciones. Voy teniendo claro que lo que me interesa es la materia, la textura, en un momento me pongo a coser en el agua. Experimento con la manera de atravesar un elemento blando, con lo duro. En ese tiempo vengo a Montevideo y empiezo a practicar taichí, otro gran mojón en mi vida, y comienzo a encontrarme con las leyes de la física que no sabía, lo blando, lo duro, todo empieza a convertirse de forma muy extraña.
¿Cuál era la idea que te guiaba en ese nuevo camino?
Empiezo a hacer algo así como una suerte de venganza, como el propósito de invertir una situación dada. En el relato de la obra siempre hay algo que invierte la fuerza: de los ganadores, los perdedores; lo blando, lo duro. Siempre tengo una cosa así como de dar vuelta la mano que me parece que viene de mi infancia. Fue muy rica, muy vinculada a la astronomía, a la botánica, a la navegación, y después me encuentro con la primera institucionalidad en el jardín de infantes, la primaria, la secundaria. Me voy encontrando con la convivencia de lo estructurado, la convivencia de lo duro. Creo que me tengo que adaptar a algo, pero me voy guardando para saber que voy a darlo vuelta. Me tengo que adaptar a algo, pero me guardo algo, como que estaciono una emotividad, una sensibilidad y en algún momento la voy a dar vuelta. Voy a encontrar una manera de hacer posible lo imposible. Ahí hago una serie de instalaciones con esa idea. Por ejemplo en esta serie de Contienda, que son unos robots que chocan entre sí, que se autodestruyen, ahí lo que hago es traer esa investigación sobre qué pasa con lo duro, que tiene que ver con la práctica de taichí; compruebo físicamente que cuando me ablando no me pueden mover, que cuando estoy totalmente enraizada no me pueden mover, con el trabajo, la fuerza, el poder. Adónde está la verdad es la investigación. Veo la forma de atravesar los elementos blandos con lo duro. Hago una serie de instalaciones con eso y después paso a piezas más de cuerpo.
¿Cuál sería la simbología en el uso de materiales tan frágiles como trozos de vajilla o cristales, recurrentes en tus trabajos?
Siempre me asombra que asocien la vajilla en mi trabajo con un aspecto de fragilidad. Me asombra porque cada vez que veo o uso una vajilla, lo que veo es fuerza. Tal vez por su filo, tal vez porque sé lo que cuesta romperla, tal vez porque sé lo “peligrosa” que es cuando la rompo y estallan las esquirlas, o porque aún rota la veo permanecer, como irrompible, superando tiempo y espacio. En ese elemento veo algo que, justamente por esa superación que logra, esa continuidad, ese perdurar alcanza una especie de victoria en la batalla frente al perecer. Creo que lo que hago es retomar un hecho de quiebre, revisarlo y ver qué pasa, uso los errores, los fallos, la posibilidad. Busco superar lo establecido, invertir órdenes, perdurar lo que cesó, traer al presente una memoria, alternar vencedores y perdedores, repreguntar lo que fue afirmado. Ahí retomo algo que tiene que ver con la Ciencia Política nuevamente: las relaciones de poder, implícitas o explícitas, y las estructuras, los procedimientos y los procesos a través de los cuales se desarrollan esas relaciones. Me interesa mirar todo lo que permanece invisible, pero ejerciendo una fuerza. Tal vez ahí hay un punto central entre todas las cosas que miro o me interesan. Por eso también miro al mundo de la física y al mundo espiritual. O a la botánica. Todo eso que sucede entre las cosas, entre los sucesos, en la penumbra, todo eso que está operando sin verse, bañando un evento o sosteniéndolo. Eso que es la atmósfera, el clima, lo que está fuera de la vista. Cuando armo una mesa miro también la relación con lo que no está, ese evento que se siente pero no se ve.
Las vajillas operaron mucho tiempo tal vez como una insistencia, tal vez como la negación a una pérdida, ante la caducidad, una negación a las cosas como quedaron. Una insistencia a través de hacer algo con lo que quedó, en vez de dejarlo. Ingresaron como elemento cuando estaba construyendo Contienda 2do Round y Contienda #3, y buscaba un elemento que integrara sonido y movimiento a las máquinas que estaba construyendo. Quería representar una conducta obstinada y repetitiva. Conservaba los trozos de un plato que había traído de mi mudanza de Buenos Aires y encontré la oportunidad para usarlos. Intento mucho usar lo que tengo para hacer obra, tomar todo lo que pueda de lo que hay.
Un tiempo antes había empezado a labrar las esculturas blandas con fragmentos de vidrio de auto. Ahí, por un lado, uso el vidrio porque roto me resulta muy atrayente estéticamente, refleja la luz, y empleado como lo uso adopta una forma animada, vegetal, animal, mineral. Me permite trabajar en ese borde indefinido o paradójico de una situación. Son los restos de una contienda, de un saqueo, de un acto violento. Restos que pongo a vencer, a brillar, como una entidad viva que avanza sobre los objetos que lo contienen. Una paradoja entre el contenido y el continente y un resultado estético muy magnético por la que busco lograr una reconversión de las formas y de los roles. Por otro lado, lo que me interesa ahí también es la forma en la que ejecuto ese trabajo, esa actitud de bordado, de repetición. Es casi una locura adherir cada uno de esos vidrios –que lavo, selecciono por tamaño, forma y color– a la tela, y en el proceso tejo mucho para adentro, interiormente. Espiritual y psíquicamente.
Los nombres de tus obras remiten a luchas, nudos o conflictos, ¿pueden interpretarse como los nombres de la adaptación a una nueva comunidad, a los cambios en tu vida?
Lo personal está todo el tiempo involucrado en los grandes temas que elijo trabajar. Siempre que me intereso por algo, eso me compromete, me refleja, me expone, aunque esté filtrado. Lo que nos interesa habla de nosotros. Somos ese que está poniendo la mirada sobre algo. Invasión es una obra para cuya elaboración tomé específicamente esto que preguntás: llegar a un nuevo país. La propuesta del curador [Hugo Achugar] era establecer un diálogo con Gurvich, específicamente con su época de Mundos fantásticos; para contactarme con su obra estudié su proceso migratorio y me contacté con el mío. Ahí recuperé una sensación que había experimentado algunas veces: sentirme una especie de invasora, de organismo parasitario, por lo exógeno que se filtra –en una institución, un país, un órgano de gobierno, un mundo de costumbres, un territorio o todo junto– y expuse ahí, en los diálogos con el curador, que los dos elementos constitutivos de mi obra –vajilla y tela– eran los restos que había traído de mi mudanza. A partir de eso, trabajamos los conceptos de tradición y traición que epistemológicamente significan lo mismo. Comparten la raíz.
En el resto de los trabajos siempre está lo mío, pero me interesa más hablar de los grandes temas humanos, que nos encuentran a todos. Cuando hice Fuerza de lanzamiento (parte II). Lo que quedó después de mí relaté en la hoja de sala parte de mi experiencia personal, pero lo hice en el marco de una experiencia compartida por todos, la pandemia. De todos modos, uso la obra como laboratorio y hay algo muy importante que tiene que pasar en la obra y es que tiene que ser verdad. La obra tiene que ser un lugar en donde aquello que diga o haga, para mí, en ese momento, tiene que ser cierto. Tiene que ser un lugar al que yo pueda volver sin vergüenza, sabiendo que fue genuino, que yo di lo que correspondía que diera de mí. También acá se ubica algo importante, que es que yo sé, o al menos así lo pienso cuando hago la obra, que el espectador o el visitante o quien sea que vaya a ver lo que hice está dándome su tiempo, su atención, sus sentidos, y eso de alguna forma se tiene que pagar, se tiene que retribuir. Con eso no se puede jugar. Por eso, yo hago lo que hago con un sentido también de responsabilidad. Me parece que así, manteniéndolo de este modo, podemos hacer un intercambio justo. Entonces, lo que yo ponga en el trabajo tiene que verdaderamente significarme algo, si significa algo verdadero para mí, al menos está hecho el 50% que me correspondía.