La feria más famosa de Montevideo.
Por Eduardo Roland.
Entre la treintena de ferias mayores que funcionan bajo la égida de la Intendencia de Montevideo, la que se ubica por Tristán Narvaja desde la avenida 18 de Julio hasta la calle La Paz es indudablemente la más emblemática y conocida, aunque seguida de cerca por la de Villa Biarritz, la del Parque Rodó y la de Piedras Blancas.
El domingo 3 de octubre de 1909 marca la fecha exacta en que la feria se instauró en el barrio Cordón, cuando la calle Tristán Narvaja aún se llamaba Yaro: por entonces los abogados no habían suplantado a las tribus indígenas autóctonas en el nomenclátor de los alrededores de la Facultad de Derecho. La decisión de llevar la actividad ferial al Cordón se debió a que el crecimiento de la ciudad hizo necesario alejar del Centro la feria que se desarrollaba en las inmediaciones de la Plaza Cagancha.
Aunque se puede acceder por cualquier calle lateral, hay una natural puerta de entrada a la feria, que a su vez es el punto geográfico más alto de las siete cuadras por las que se extiende la calle Tristán Narvaja: hablamos de 18 de Julio, como se sabe, el viejo Camino Real a Maldonado trazado sobre el lomo de la Cuchilla Grande. Claro que desde hace mucho tiempo esas siete cuadras (en bajada hasta Galicia y con una leve pendiente entre ésta y La Paz), son algo así como la columna vertebral de un enorme organismo de puestos callejeros que se extiende por calles paralelas y transversales, puestos cuya apariencia es tan heterogéneo como la mercadería que ofrecen a la venta. Eso sí, cuanto más en la periferia están ubicados, más precarios e improvisados. Si en el trazado céntrico los puestos tienen mayoritariamente sus respectivos toldos y mesas para exhibir de manera prolija la mercadería, en la zona periférica por lo general los puestos se reducen a algunos cachivaches esparcidos sobre el pavimento o la vereda, sin la menor pretensión estética.
Iniciando el descenso
Más allá de que el camino en bajada para internarse en el recinto ferial se inicia bajo la seria y filosófica mirada de Dante Alighieri (cuyo monumento se ubica equidistante entre la Biblioteca Nacional y la Universidad), el visitante debe tener claro que no ingresará en infierno alguno, sino más bien en un relativo paraíso de sonidos, olores y ofertas variopintas que pueden ir desde una lechuga fresca a un piano de cola de la época de Chopin.
Los primeros pasos los dará el visitante entre peceras repletas de peces de colores y plantas acuáticas, decenas de jaulas con pájaros cautivos, cachorros de perros, conejos y ramos de flores, en medio de los cuales uno puede comprar los diarios dominicales y algún par de lentes ‘truchos’. Enseguida, si se encamina por el sendero del medio de la calle, pasará por un largo puesto de frutas y verduras que da su espalda hacia el Sportman, un bar de larga tradición, en cuyas mesas tomaron café varias generaciones de abogados y políticos. Cuando se le pregunta al responsable de la verdulería y frutería si el negocio marcha bien, confiesa que no deja Tristán Narvaja por el cariño que le tiene (un acto sentimental, al fin de cuentas), y porque hace tres décadas que está usufructuando ese lugar privilegiado: en realidad no necesita ese ingreso para vivir en tanto su campo de acción está en el barrio Malvín, donde no hay feria en la que no trabaje desde temprano en la mañana.
Mientras tanto, en los dos corredores laterales –las veredas– comienza a percibirse la presencia de un rubro tradicional de la feria: los libros –nuevos y usados–, que los propietarios de las librerías instaladas en Tristán Narvaja exhiben en mesas que sacan a la acera y/o a la calle. Las primeras que uno encontrará, bajando hacia la calle Colonia, y a metros de 18 de Julio, son Neruda Libros (pegada al Sportman) y El Inmortal en la vereda de enfrente: un largo y angosto local pegado a Rayuela, librería fundada por Walter Comas y que hoy maneja Roberto Gomensoro, un joven librero –también propietario de El Inmortal– que suele reírse de aquellos que desde hace años pronostican, con aire apocalíptico, la desaparición del libro y la decadencia irreversible de la feria.
Por supuesto que resulta tarea imposible describir metro a metro el panorama de los puestos y comercios que dan vida a la columna vertebral de la feria. Pero en el comienzo había que hacerlo. Ya al llegar a la esquina de Colonia, uno ha pasado por puestos de artesanos, vendedores de ropa, expendios de copias de películas y videojuegos realizadas ilegalmente, juguetes baratos, e incluso algún local de comida china.
Cruzando la calle Colonia –continuando el descenso– las frutas y verduras van dejando lugar a las artesanías, a la ropa nueva de oportunidad y a otros rubros de menor presencia. Esa cuadra se inicia en la esquina que domina el bar El Arrabal (adonde se reúne la tertulia de Boris Puga, el máximo coleccionista de materiales de tango de Uruguay) y está cercada de librerías, alguna de ellas, como Babilonia, se destaca por su hermoso local y lo acogedor de su interior. Al llegar a la esquina de Mercedes, el caminante verá a su derecha el edificio más importante de todo el trayecto ferial: el viejo teatro Stella d’Italia, inaugurado en 1895 y construido por el ingeniero Luigi Andreoni, responsable también de la Estación Central de ferrocarriles y del Hospital Italiano. Luego de más de un siglo de una agitada vida, y gracias a las gestiones de la doctora Adela Reta como ministra de Cultura (1985- 1989) el edificio fue declarado Monumento Histórico Nacional para evitar una virtual demolición. Fue así que el grupo teatral La Gaviota encabezado por Júver Salcedo se hizo cargo de la sala, y desde entonces el histórico Stella es la sala en funciones más antigua de Montevideo, luego del Teatro Solís.
Volviendo al bullicio dominical de la calle, los transeúntes que pasan a metros del oculto y silencioso escenario en el que alguna vez cantó Carlos Gardel, van seguramente ajenos a la rememoración histórica, enfocados más bien en avanzar entre la muchedumbre, dejando paso a una improvisada cuerda de tambores o esquivando las jaulas que encierran diversas aves de corral, que de repente cacarean en contrapunto con el sonido marchoso del candombe. Y podría suceder, incluso, que el transeúnte escuchara unos pasos más adelante la aterciopelada voz de El Mago saliendo del pabellón de alguna infaltable victrola, que se vende a un precio considerable.
Cruzando la mitad de camino
Mientras la venta de libros, folletos, revistas, pósters y discos de vinilo continúa marcando una buena presencia en los corredores laterales, y las verduras salpican la feria a razón de un puesto pequeño por cuadra, cada vez más el amante de las antigüedades se sentirá en su salsa, no sólo por los puestos callejeros sino por los varios anticuarios establecidos en las dos cuadras que van desde Uruguay –última calle por la que circulan vehículos– hasta Cerro Largo, quedando entre medio Paysandú, la primera en cuya ancha extensión se ramifica la feria: hacia el Este hasta Fernández Crespo y hacia el Oeste hasta Magallanes.
Entre los anticuarios hay cabales conocedores del metier, que tienen en sus locales una inversión muy importante en mercadería, artículos que van desde porcelana Bavaria, Limoges y Rosenthal hasta muebles franceses del siglo dieciocho, pasando por gobelinos, óleos, relojes, joyas, alfombras persas, juguetes de metal, etcétera. Según consigna Alfredo Vivalda en su libro La feria de Tristán Narvaja (Montevideo: Arca, 1996), el primer anticuario que se estableció en una de las viejas casonas cuyo frente da a Tristán Narvaja fue Zira Guichón, “muchacha de clase media con estudios universitarios y educada en los refinamientos plásticos por el buen gusto de su padre, mucho antes de haberse instalado con local fijo lo había hecho a la sombra de los plátanos de la puerta de su casa, alentada por el apoyo financiero del turismo cosmopolita”.
Pero seguramente la casa de antigüedades más conocida del lugar haya sido la de Straumann, ubicada en el número de puerta 1729, sobre todo por los remates internacionales que dos veces por año realizaba, con gran destaque en el rubro juguetes. Actualmente los famosos remates son historia, desde el momento en que Straumann –alma máter del negocio– falleciera. A pocos metros de este local, en el número 1735, se halla la Galería del Fortín, propiedad de Fernando Zubía, un espacio arquitectónico casi idéntico al que fuera de Straumann, al que el visitante accede por una escalera que desciende a un subsuelo cuya extensión puede divisarse por la mitad desde la puerta de entrada. La variedad de artículos de esta casa es impresionante, y no es casual que allí se provean de objetos (en este caso alquilándolos) muchas producciones cinematográficas y audiovisuales de carácter comercial, la mayoría de ellas realizados para el exterior.
Pero en esa misma cuadra en la que se sitúan los anticuarios más tradicionales también encontraremos un local de carácter histórico en el rubro libros que, como el lector habrá notado, es junto con el de las antigüedades el que ha generado locales fijos que tuvieron su origen en puestos móviles. Porque la verdad es que cuando uno se refiere a la feria incluye en su imaginario también los locales establecidos en la calle Tristán Narvaja, muchos de los cuales sacan sus mesas afuera los domingos. Ese local histórico al cual nos referimos se llama Ruben, y si bien ya no es tan notorio como supo serlo, generaciones enteras se nutrieron de libros, textos de estudio y revistas a bajo costo en sus instalaciones, siempre humildes si las comparamos con otras librerías con frente a la feria. Según cuenta Vivalda en el libro citado, el origen de esta legendaria librería fue cuando a fines de los años cuarenta el niño Ruben Buzzetti se instaló en la calle –a metros de la actual librería– con once revistas para canjear, que colocó sobre un cajón.
Tramo final: donde se profundiza el cambalache
La visión que quien escribe tuvo de la esquina que forman Tristán Narvaja y Paysandú el último domingo del mes de enero puede servir como una postal de la conjunción de lo insólito: sentados entre los cajones de la frutería de la ochava Noreste, un guitarrista rubio, de ojos celestes, tocaba fluidamente una bossa nova, acompañado por un percusionista negro que manejaba con destreza un ‘pandeiro’, mientras eran escuchados, filmados y fotografiados por algunos turistas. Pegado al último cajón con duraznos se iniciaba, hacia la calle Fernández Crespo, la seguidilla de puestos con libros usados, recorridos por curiosos, lectores y, quizás, por algún bibliófilo en busca de un posible hallazgo.
Al finalizar el tramo de Tristán que va desde Paysandú hasta Cerro Largo (por estas calles la feria se amplía varias cuadras hasta Minas) tenemos un puesto grande que nos anticipa el rubro predominante de la zona: las herramientas o “fierros” como le llaman los feriantes, cuyo territorio se extiende de forma generosa por los alrededores de las calles vecinas. De allí hasta el final, todo se vuelve más pobre e improvisado, y se acentúa la impronta de feria de ‘subsistencias’, nombre que se daba a las ventas municipales de productos de almacén a bajo precio. Con el telón de fondo de las herramientas –nuevas y usadas– la calle se ve salpicada por puestos que ofrecen cualquier cosa, incluida alguna actividad ilegal, como el juego de la mosqueta. Desde el punto de vista urbanístico, el detalle más interesante es el puente sobre la calle Galicia, que pasa varios metros debajo de Tristán Narvaja por el túnel descubierto donde desde 1869 corría el ferrocarril que unía la estación Yatay con Pando, y que luego los ingleses hicieran correr hasta Minas, Maldonado e incluso hasta Rocha. El último tren que pasó por debajo de Tristán Narvaja lo hizo en marzo de 1938.
A manera de una larga cola lateral, la feria va agonizando por la calle La Paz, en donde ciertos domingos puede llegar hasta Ejido; es decir, al inicio del Centro. El visitante que disponga de tiempo, y no tema ser asaltado por algún personaje marginal, contemplará a ritmo lento una serie de puestos absolutamente heterogéneos: desde quien vende lámparas de pie de cierto valor hasta el espacio de alguien que colocó en el asfalto un par de turboventiladores de los años setenta, con un cartel manuscrito que dice “Se prueva”.
Personajes, leyendas y esperpentos
Para ilustrar al lector sobre los personajes populares más notorios que supieron darle colorido a la feria, debemos comenzar por una mujer y remontarnos a los años veinte;
e trata de Alcira Velazco, a quien todos llamaban “La cotorrita del Cordón” por vestirse totalmente de verde, incluyendo el sombrero y la sombrilla que en ocasiones portaba. Hija de un juez penal, detrás de su excentricismo se ocultaba una tragedia sentimental, tan profunda que la había hecho extraviarse de lo que llamamos normalidad. Se cuenta que era inmune a las burlas que los feriantes le gastaban por su ridícula indumentaria, y que casi siempre les respondía con una amable sonrisa. El otro personaje insoslayable que animó la feria con su presencia chaplinesca fue Fosforito, aquel hombre-sándwich que hasta principios de los años noventa formó parte del paisaje urbano de Montevideo. Su nombre era Juan Antonio Rezzano y había iniciado muy joven su profesión de publicista ambulante; más precisamente durante el Mundial de Fútbol de 1930 que se realizó en Montevideo.
Ahora bien, si los personajes a evocar son del ámbito de la cultura y las artes, estamos obligados a repasar un puñado de nombres a manera de muestra. Por ejemplo, la presencia durante un buen tiempo del brillante actor y director teatral Antonio Taco Larreta, quien estuvo al frente de un local de antigüedades emplazado en uno de esos sótanos descritos. En él, Taco dio rienda suelta a una de sus vocaciones: marchand de arte y anticuario. Quienes visitaron su local recuerdan el perfil laberíntico del mismo, así como su impronta escenográfica, tan al gusto de su refinamiento visual.
En el mismo rubro que Taco Larreta, aunque de manera más humilde, dos artistas plásticos fundamentales de la vanguardia de los años sesenta, Ernesto Cristiani y Ruisdael Suárez, tuvieron en Tristán Narvaja su mesa con antigüedades y objetos usados, una actividad que implementaron como estrategia de sobrevivencia, una vez que perseguido por la dictadura, Cristiani perdiera su trabajo fijo. Por último, como escribió el memorialista Alejandro Michelena en una breve crónica sobre la feria, “el profesor Vicente Cicalese fue seguramente, en los años setenta y ochenta, una de las figuras de la cultura más relacionadas con la feria de Tristán Narvaja”. Aquel pintoresco hombre –la última gran autoridad en latín que tuvo la academia uruguaya– asistía al rastro mon-tevideano cada domingo con puntualidad inglesa. “Todos los mediodías se le veía transitar, con sombrero y bastón, observando un libro aquí y otro allá, comprando un incunable acullá,para culminar su periplo en el clásico bar Cancela encabezando una mesa de bibliófilos donde su tono de voz y su hablar enfático –también su enfática presencia– resultaban inconfundibles”, recuerda Michelena.
En materia de historias en las que Tristán Narvaja ha servido como escenario, encontramos muchas anécdotas de dudosa reputación respecto a su veracidad, aunque todas verosímiles, por cierto, y más si hablamos justamente de un espacio en donde lo insólito y lo raro son moneda corriente y parte de su mayor atractivo. ¿Quién
no escuchó la historia de ese anónimo buscador de tesoros que compró un polvoriento y desvencijado violín Stradivarius por unos pocospesos y luego vendió en una increíble suma de dólares? Cuentos como ése, referidos a la esencia comercial de la feria, existen muchos, por supuesto. Otra zona temática de estas historias se relaciona con aquellos personajes que alguien dice haber visto caminando entre las tolderías y puestos, la mañana del domingo menos pensado.
Pero hay anécdotas que nos muestran un perfil más esperpéntico que pintoresco, como la vivida y relatada por Michelena: “Hace algunos años había un señor que vendía dentaduras postizas (usadas; conseguidas vaya a saber dónde) que mostraba en botellones de vidrio no demasiado limpios. No le faltaban potenciales clientes, y alguna vez uno de ellos comenzó a probarse dentaduras hasta encontrar una que más o menos le calzaba, con la que se fue muy orondo”. Otra anécdota, esta vez contada por la licenciada Sonia Romero Gorski, se ubica en un registro cercano a la anterior, aunque reviste un interés antropológico indudable: “Recuerdo con claridad que vi, hace no muchos años, una oferta sorprendente. Una cabeza humana con el tratamiento inconfundible de los jíbaros reducidores de cabezas. Se exhibía en un estante armado sobre la vereda, pasando la calle Miguelete, casi al final del trazado recto de la feria. Quién sabe qué itinerarios secretos había seguido para llegar hasta allí. En la actualidad los censores de las aduanas desalentarían seguramente semejante tráfico”.
Levantando el campamento
Así como en la madrugada de cada domingo algunos feriantes comienzan a descargar sus materiales de trabajo (de unos camiones que nadie sabe cómo pueden funcionar), la Intendencia tiene marcada, desde hace mucho, la hora de cierre del evento: las 15 horas. Algo que, a tono con la idiosincrasia de gobernantes y gobernados, jamás se respeta a cabalidad. Pero lo cierto es que a partir de esa hora el visitante tardío observa ya el movimiento progresivo del desmonte de los puestos. Es una hora ideal para conseguir rebajas, sobre todo si la jornada ha sido exigua en ventas. Incluso algunos vendedores intensifican sus pregones en esos minutos finales, asegurando que están regalando la mercadería.
Subiendo o bajando la cuesta cuya cima está en 18 de Julio, la calle Tristán Narvaja se va vaciando sin prisa y sin pausa. Aún se ve algún típico visitante local con mate y termo en mano, por allí los últimos turistas observando y tratando de capturar alguna buena foto del lugar, además de aquellos que están sentados en las mesas de los boliches, que si bien son pocos, han ido creciendo en número en los últimos años.
La ‘fiesta’ popular termina entonces con el agudo sonido de las varillas de hierro golpeando el pav
imento y los gritos de quienes cargan bultos en las cajas de unos camiones que ya usurpan los lugares que han quedado en la provisoria peatonal de los domingos. Habrá que esperar una semana para volver a experimentar esa sensación de libertad que genera el hecho de perderse y navegar a la deriva entre ese verdadero maremágnum de gentes y objetos, un territorio al que uno se aventura de forma optimista en busca de satisfacciones que no siempre se encuentran.