Invitación a un paseo de observación estética. Por Alejandro Michelena.
La avenida 18 de Julio es desde hace más de un siglo la ‘‘calle mayor’’ de Montevideo. Son muchas las generaciones de montevideanos, de uruguayos y de visitantes que la han conocido como la arteria céntrica de la capital, por lo que resulta difícil imaginarse el trazado urbano sin ella. Sin embargo no siempre ha sido así; vale recordar que hasta pasada la mitad del siglo XIX la actual 18 era apenas el comienzo del camino que en su recorrido hacia el este comunicaba con Maldonado. En aquellos tiempos Montevideo era lo que es hoy la Ciudad Vieja y poco más. Fue después de la Guerra Grande que se posibilitó el nacimiento urbanístico de lo que se denominó la Ciudad Nueva, que con eje centralizado en la (ahora sí) avenida 18 de Julio, se desplegaba hacia sus costados, al sur y al norte, llegando hasta los viejos ‘‘ejidos’’, después de los cuales comenzaba el ya existente poblado –a partir de entonces barrio– del Cordón.
El crecimiento de la futura zona céntrica fue explosivo, tanto sobre la avenida como por las transversales. El oportuno y precoz diseño de una plaza en mitad de ese trayecto fue un acierto, generando un punto de inflexión que le agregó un espacio de armonía y la posibilidad de un pulmón verde al entorno para el cual se preveía un futuro edilicio en progresión creciente. La plaza Cagancha en sus primeros años fue apenas un descampado rodeado de galpones y depósitos, con poco atractivo salvo por la columnata con la alegoría femenina en homenaje a la Paz de 1851, equívocamente considerada por gran parte de los montevideanos desde entonces como ‘‘estatua de la Libertad’’, de ahí el otro nombre con el que se conoce a esta plaza, donde se ubica el kilómetro cero de las principales rutas uruguayas.
Comenzado el cuarto final del siglo XIX arranca el proceso por el cual el centro de la capital se iba a trasladar de su antigua ubicación –en cuanto a lo burocrático en la calle Sarandí de las primeras cuadras y comercialmente en 25 de Mayo– a la nueva avenida. Fue un proceso lento pero persistente, que iba a agudizarse sobre el final de esa centuria, con una Plaza Independencia que recién tomaría el perfil que le conocemos luego de la demolición de los restos del antiguo fuerte de la Ciudadela. Todo esto en el contexto de un país que tuvo un quiebre institucional y que
Llegando a la esquina de la calle Ejido, en un edificio de gran porte se destaca un bajorrelieve que muestra a un hombre con un velero en la mano y una mujer con una espiga de trigo, con reminiscencias de friso clásico pero también de estilo modernista.
vería surgir el militarismo con Latorre, Santos y Tajes, y que se iba a beneficiar de una etapa de prosperidad para luego –en la década de los noventa, poco antes del 900– soportar el latigazo de la crisis económica y financiera generada por el crack bancario.
A todo esto, el crecimiento de la Ciudad Nueva se tornó irreversible e imparable, surgiendo los lujosos petits hôtels, esos palacetes de vivienda a la francesa que fueron señas de prestigio para las familias que estaban en la cima de la pirámide de las grandes fortunas. Pero a su vez, los paseantes vieron con asombro cómo se construía el primer edificio de varios pisos con ascensor, con fachada sobre la avenida y los costados a plaza Cagancha y Paraguay: el Palacio Jackson, que sobrevivió hasta los años ochenta del siglo XX, cuando el ministro de Cultura de la pasada dictadura decidió su demolición, lo que desencadenó un negociado más de los que jalonaron aquellos años.
El nuevo siglo trajo consigo, a lo largo de 18 de Julio, los llamados ‘‘palacios’’. Así se llamó a los edificios en altura que calificaron arquitectónicamente la avenida, dándole un perfil ecléctico y cosmopolita –correspondiente con aquel país democrático y próspero– donde convivieron el neoclasicismo, los barroquismos, las vanguardias y el art déco, en un formidable impulso que tuvo su mayor vitalidad entre los años veinte y los cuarenta.
Entre lo decorativo, lo alegórico y lo simbólico
Esta larga etapa de constante crecimiento inmobiliario en el área céntrica, que tuvo su correspondencia en procesos equivalentes en los barrios, necesitó (además de los excelentes arquitectos que la protagonizaron y la extensa mano de obreros de la construcción) ciertos artesanos especializados, llamados frentistas, encargados de realizar las terminaciones, adornos, bajorrelieves y decoraciones que fueron una constante de las fachadas durante toda la primera mitad de siglo pasado (que fue desapareciendo luego, con el triunfo definitivo de las corrientes racionalistas). En torno al 900, la mayoría de los frentistas estaba compuesta por inmigrantes europeos que traían el oficio de sus países de origen, pero más adelante se formaron en el arte de las fachadas muchos uruguayos: algunos trabajando junto a los maestros extranjeros, y muchos más egresados de la entonces reciente Escuela de Artes y Oficios que ideara e implementara el doctor Pedro Figari.
Así fue que las calles de Montevideo se enriquecieron con una mampostería cargada de íconos, confeccionada en yeso o en cemento, que muchas veces queda en lo meramente decorativo pero que otras se aventura en lo alegórico, en lo literario, en lo simbólico. Una suerte de arte popular colgado en relieve de paredes, balcones, portales y ángulos. Naturalmente, la zona céntrica fue una de las más favorecidas debido a la concentración y riqueza de propuestas; y dentro de ella, la avenida 18 de Julio.
Proponemos un posible itinerario contemplativo desde el Monumento al Gaucho hasta la Plaza Independencia, que el lector podrá corroborar en vivo: mejor un día no laborable y, en lo posible, a tren de paseo. La clave es realizar el recorrido observando más arriba de las marquesinas de una y otra acera.
Caminando entre cariátides, gárgolas y leones rampantes
Apenas iniciado el recorrido, si transitamos por la explanada municipal, podemos apreciar en mitad de cuadra de la acera de enfrente –en un edificio de apartamentos de comienzos de los años cuarenta– cabezas de hombre y mujer ubicadas alternativamente a la altura de cada planta. Muestran un diseño levemente modernista y clara intención decorativa. Complementan los elementos de esa fachada pequeñas gárgolas que ofician de desagüe de los balcones. Y llegando a la esquina de la calle Ejido, en un edificio de gran porte y de la misma época que el anterior, se destaca un bajorrelieve que muestra a un hombre con un velero en la mano y una mujer con un telar, con reminiscencias de friso clásico pero también de estilo modernista. Era común en aquellos años celebrar con alegorías escultóricas aspectos del trabajo y la industria.
En la cuadra siguiente, casi Yaguarón y en la acera sur, en un edificio de dos plantas de comienzos del siglo XX, se puede apreciar figuras femeninas desnudas en bajorrelieve de muy buena calidad, producto de las manos de artesanos –seguramente europeos– que conocían su oficio. Para más datos: se trata de la planta alta de la clásica librería La Feria del Libro. Y los balcones del inmueble lucen gárgolas fantásticas.
Por enfrente, en el edificio del Cine Trocadero (hoy propiedad de un grupo religioso), sobre el ángulo de la esquina, arriba, se ve una figura de mujer sosteniendo en sus manos una máscara de teatro griego. Es una pequeña escultura ubicada en un pretil, de estilo moderno, de confección similar a las que se pueden encontrar en otras salas de cine de los años treinta, cuarenta y cincuenta.
Cruzando Yaguarón, en la otra esquina, se alza el imponente edificio de los años veinte que fue por décadas la sede del diario El Día y hoy alberga un casino. En el pretil de la azotea, a ambos lados parejas de niños festivos custodian pirámides truncas. Representan criaturas fantásticas de la naturaleza; tal vez los cuatro elementos, y el triángulo de vida y creación insinuado en las figuras piramidales. Son de estilo clasicista, y junto con otros elementos decorativos de esa fachada tenían como objetivo transmitir la idea de la grandeza de la prensa diaria que día a día se elaboraba en el enorme recinto, donde convivían la redacción, los talleres de armado y linotipo, y la gran imprenta.
Caminando dos cuadras por esa misma acera norte se llega a la esquina de 18 de Julio y Cuareim. Allí luce una de las construcciones más antiguas de la avenida –de la década de 1880– que fuera residencia del dictador Máximo Santos
en sus comienzos y que desde 1957 es sede del Ministerio de Relaciones Exteriores. Construido por el ingeniero Juan Alberto Capurro, es un palacete de evocación itálica, que tiene la particularidad de ser desde hace muchos años la única edificación de una sola planta en todo el trayecto de la avenida. En este caso el elemento decorativo más sobresaliente está en la enorme puerta de doble hoja, de madera tallada, con alegorías conformadas por criaturas fantásticas con aspecto de dragón que suben en espiral. Se complementan con relieves que muestran caras de viejo con aspecto leonino, que oficiarían como genios guardianes. Arriba de la puerta, presidiendo el conjunto y justo en medio de ambas hojas, se destaca la silueta de una mujer desnuda. Estudiosos de simbología han creído percibir en los elementos alegóricos de esta puerta referencias al trabajo alquímico.
Por la misma acera y en esquina con la Plaza Cagancha, no pasa desapercibido un enorme y elegante edificio neoclásico de 1925 –proyectado por el ingeniero Trigo– que supo albergar desde 1939 hasta 1988 al legendario café Sorocabana. Su fachada principal da a la plaza, lo mismo que las puertas de sus dos cuerpos; con su decena de pisos y su buhardilla con mansarda no niega en su estilo la influencia francesa, y su imponente y reluciente cúpula centraliza desde lejos la atención. En su penúltima planta se destaca una gran cabeza sobre el arco que enmarca las ventanas centrales de la fachada hacia 18 de Julio. Y cabezas más pequeñas se asoman sobre las ventanas del entrepiso. Todos elementos decorativos habituales en edificios de apartamento de alto nivel de su tiempo.
La avenida se puebla de figuras variadas
En una de las rinconadas de la plaza, hacia el norte, en esquina con Rondeau y algo alejado pero interactuando formalmente con 18 de Julio, eleva su prestancia el Ateneo de Montevideo, que combina elementos renacentistas itálicos y rasgos franceses. En este majestuoso edificio, inaugurado el 18 de julio de 1900, intervinieron los arquitectos José Claret, Julián Mazquelez y Emilio Boix. Sobre el pretil central, en línea con la puerta, se impone la enorme cabeza de Atenea, y un poco más abajo la palabra Ateneo en bajorrelieve, en griego.
Siguiendo la caminata por la principal avenida de Montevideo, en la otra esquina de la Plaza Cagancha, siempre por el costado norte, un elegante edificio de los años veinte muestra leones alados sobre el marco de su puerta de acceso, y en el primer piso aves fantásticas con sus alas desplegadas.
Dos cuadras más adelante, en la esquina con Río Negro y a mano izquierda, encontramos el característico inmueble que albergó por décadas a la que fuera la tienda más grande y famosa del Montevideo de la primera mitad del siglo XX: el London París. Construido en 1905 por el arquitecto Adams para una empresa de seguros, la Standard Life, ostenta una cúpula con columnatas y sobre ella una escultura en bronce que alegoriza a Atlas sosteniendo el mundo.
Una cuadra más adelante, cruzando Julio Herrera, está la actual sede del Museo del Gaucho y la Moneda. Conocido como Palacio Uriarte de Heber, por la matrona de la alta sociedad que a fines del siglo XIX lo mandó hacer, se inauguró como residencia en 1896 y es obra del arquitecto Massüe. De estilo neoclásico tardío con algo de romántico, en su fachada, en el pretil de planta baja, se despliegan grandes cabezas de león sosteniendo argollas en sus fauces. A ambos costados de la fachada del primer piso se ubican grandes cariátides femeninas con remi- niscencias grecorromanas. El trabajo decorativo es de calidad superior, casi escultórico. Como en otros casos de petit hôtels de esa época todo llegó desde París: las puertas y ventanas, la herrería, las claraboyas, los mármoles, y también los planos y directivas del arquitecto (algo muy común entonces).
Vecino del anterior es el Palacio Brasil, donde dos figuras alegóricas portando instrumentos musicales y confeccionadas en bajorrelieve, ocupan la parte superior de la fachada de planta baja. En la misma línea, pero sobre las puertas de acceso: cabezas imponentes de genios o dioses. Y siguiendo unos metros por la misma acera, vemos un caserón de comienzos del pasado siglo que luce dos pequeñas y perfectas cariátides a los costados del balcón central de la segunda planta. Unas cabezas asoman por el pretil de la azotea y unas águilas con sus alas desplegadas, un poco más abajo. Los balcones son de hierro labrado y tienen en sus costados pequeñas cabezas de ángeles.
Por la misma acera, luego de cruzar Río Branco está la sala Nelly Goitiño del Sodre, en el edificio que hasta los años setenta fue el Cine Eliseo. En su frente, arriba, tiene un gran friso en bajorrelieve, donde en compleja alegoría aparecen Apolo con su lira y las Nueve Musas. Es un trabajo escultórico que responde al modernismo en boga promediado el siglo XX.
Pérdidas y permanencias
En este recorrido hay que destacar el mantenimiento en buen estado de casi todos los edificios a que hicimos referencia. Incluso correctas restauraciones como la del arquitecto Julio Espasandín en el caso del Palacio Uriarte de Heber, y adecuadas limpiezas de fachadas que realzan los valores arquitectónicos y decorativos. Pero es necesario también marcar lo que se ha perdido, como las decoraciones y figuras que lucía la fachada del Palacio Salvo, final de nuestro recorrido; el pretexto fue el peligro a causa de la caída de alguna mampostería desde los pisos altos hacia la calle, y se optó por lo más fácil que era eliminarlo todo, desvirtuando el espíritu barroco de la singular creación del arquitecto italiano Mario Palanti.
De todas maneras, 18 conserva en su tramo inicial y céntrico de pocas cuadras, aparte de esa variedad sincrética de propuestas arquitectónicas que fue característica común de Montevideo y Buenos Aires, una riqueza de elementos alegóricos y decorativos que merecerían –para su apreciación y goce– la eliminación de marquesinas comerciales que los esconden, los afean y los desvirtúan. Como tantas cosas, esta tarea anunciada hace veinte años por la Intendencia de la capital, se viene cumpliendo con lentitud y aún falta bastante para que se logre un objetivo que a juzgar por el tiempo transcurrido parecería una tarea faraónica.
Invitamos entonces a los lectores a realizar esta caminata en tren de paseo por 18 de Julio, apreciando la calidad del trabajo que dejaron en fachadas, en balcones y en pretiles tantos anónimos como calificados artesanos. Es parte de la identidad montevideana que nos remite a la ciudad en crecimiento, a la urbe cosmopolita de las primeras décadas del siglo pasado.