Por Ariel Mastandrea.
Hace casi quinientos años, un hombre soñó con un jardín maravilloso. Soñó con esculturas que surgían del suelo en la forma de silenciosos gigantes de piedra en un terreno escarpado.
Soñó con un unicornio, una casa inclinada, una habitación con una ventana triangular, una hilera de esfinges inmutables, parterres y arroyos, senderos que subían y bajaban en medio de árboles y fuentes.
Soñó con un templo de mármol donde yacía su amada esposa. Soñó con el poderoso Aníbal montado en un elefante de guerra, con Gea la tierra, Hércules y Proserpina a un costado de un laberinto que configuraba el centro de ese jardín.
Soñó que el color variado de las estaciones producía efectos cambiantes en las esculturas de esos dioses y personajes antiguos, y también en el significado de los mensajes herméticos que encontraba por doquier escritos en ánforas y en muros de piedra.
Soñar con un jardín es un arte frágil, efímero, que desafía al tiempo. Pero él soñó con algo más difícil aún: el lugar donde estaba su sueño.
Una voz remota lo sorprendió y le recordó al final de su sueño con aquella que sería su máxima preferida: “Jamás seré un obstáculo para mí mismo”. Le sorprendió reconocer en esa voz a su propia voz.
Con esa lucidez del hombre que sabe que sueña, supo que ese jardín era dueño de un sentido íntimo, secreto, que no conocía y que sólo podía ser descifrado por los futuros paseantes que visitaran su jardín.
Como era un hombre prudente y celoso de los designios del destino, cuando despertó decidió realizar ese jardín.
El duque jorobado Pietro Vicino Orsini llamó entonces al arquitecto Pirro Ligorio, quien, siguiendo los planos aportados y las instrucciones detalladas del duque, construyó el jardín soñado.
Ese jardín pretendía establecer vínculos simbólicos entre las imágenes del pasado remoto de Italia, el pasado cercano de su familia y el presente de su vida, abriendo en el proceso tantas puertas y recorriendo tantos caminos que el resultado final es un inmenso laberinto al que se puede entrar por muchos sitios y del que se puede salir por tantos otros.
Bomarzo es un municipio de la provincia de Viterbo, en Italia, en la región de Lacio, cerca de la autopista que une Roma con Florencia.
Durante casi treinta años, entre 1552 y 1580, a las órdenes del duque, los escultores y los arquitectos fueron disponiendo enormes rocas sobre el terreno para revelar dioses remotos y un zoológico luminoso que incluía los animales reales, los míticos y los imposibles.
Pleno de simbolismos herméticos, este lugar ha sugerido múltiples rutas al imaginario y la sensibilidad estética de artistas de todos los tiempos. Lord Byron, Mary Shelley, André Breton, Pablo Neruda, Salvador Dalí, Willem de Kooning, Michelangelo Antonioni, Tommaso Buzi, Manuel Mujica Láinez y Alberto Ginastera pasaron por aquí y fueron seducidos por la belleza de estas criaturas de piedra.
Nota originalmente publicada en la edición impresa de Revista Dossier N66