Por Pablo Rocca.
En un importante artículo de 1993, titulado ‘Abaixo Tordesilhas!’, el argentino-brasileño Jorge Schwartz observó que los afanes de integración entre la zona hispánica y el área lusitana de América Latina encontraron su mejor suerte en la suma de actitudes individuales. La articulación institucional quedó en un segundo plano de realizaciones, a pesar de que a partir de mediados del siglo veinte los esfuerzos del gobierno brasileño fueron más sistemáticos y cuidadosos por introducir su influencia en territorios vecinos, sobre todo a partir del proyecto de Getúlio Vargas de la creación de institutos de Cultura Brasileña. Éstos, en Uruguay y Argentina, operaron una verdadera transformación en los vínculos. Como sea, siempre hubo minorías hispanoamericanas preocupadas por superar el aislamiento y por convertir a esos dos universos lingüísticos y culturales, esas dos grandes islas (Brasil e Hispanoamérica) al menos en un archipiélago cubierto de puentes o de rutas de acceso.
Hoy esta integración o este conocimiento mutuos parece más palpable. No siempre fue así. Afirmar el reino de un estado general de ignorancia sobre lo americano hasta el triunfo de la Revolución Cubana (1959) era –y es– un lugar común que, desde luego, se corre hacia otros ámbitos, especialmente el de la sociedad y la cultura brasileñas. La revolución hizo bastante por acercarse a Brasil. Con sus entonces prestigiosos medios de difusión culturales (la Casa de las Américas, su revista y editoriales) publicó libros y artículos de autores brasileños contemporáneos poco o nada conocidos fuera de su país. De cualquier manera, las traducciones no estuvieron ausentes en Hispanoamérica y, sobre todo en el Río de la Plata, antes de esa fecha y aun antes de la década cuando las vanguardias acercaron como nunca a los escritores y artistas plásticos de las dos áreas: Mário de Andrade leyendo con fervor a Borges, a Güiraldes y a Oliverio Girondo, Ildefonso Pereda Valdés acercándose y traduciendo a Manuel Bandeira, Cecília Meireles y Carlos Drummond de Andrade; un poco más tarde, Cipriano Santiago Vitureira y Gastón Figueira, cada uno por su lado, traduciendo de manera notable lo mejor de la poesía brasileña contemporánea; en los años treinta el frente antiautoritario latinoamericano –sobre todo desde los medios del Partido Comunista– empeñado en la difusión de los textos de Graciliano Ramos y, sobre todo, de Jorge Amado antes de que se convirtiera en un escritor del mercado. Y mucho antes, en 1902, Julio Piquet, periodista y escritor uruguayo radicado en Buenos Aires, traduciendo por primera vez en español (y a cualquier lengua) un texto extenso de Machado de Assis, Memorias póstumas de Bras Cubas, aún en vida de su autor. El acontecimiento que entonces no fue más que otro episodio de la frágil industria cultural vernácula, se hizo posible como edición semipirata publicada en Montevideo por el diario La Razón en folletín y luego en forma independiente. En 2009 hice una edición facsimilar que –misterios locales– tuvo una circulación casi nula (Banda Oriental/Embaixada do Brasil no Uruguai).
Hasta donde sé no se han sistematizado las traslaciones de libros hispanoamericanos en Brasil, aunque sólo un vistazo a lo que acontece hoy permite ver que el acceso y la distribución de estas mercancías no pudo ser muy eficaz, sobre todo si se editaron en ciudades o en estados de magra gravitación nacional, como Rio Grande do Sul, el más ligado a la sensibilidad castelhana. Cuando no ha podido llegar el libro, entonces las revistas y las páginas literarias de las minorías letradas, con sus reseñas de libros y sus traducciones de textos o sus comentarios sobre otras manifestaciones artísticas, compensaron esa carencia, vinieron a comprobar los enormes obstáculos de la divulgación entre públicos masivos, al tiempo que esas formas sinuosas o, en apariencia, inaudibles de la circulación de estos bienes culturales, consiguen dejar una especie de humus y de avanzadilla, que más tarde o más temprano obtendrá un lugar en el canon a través de las editoriales para minorías refinadas o, incluso, en los discursos más difundidos, como el pedagógico. Las revistas brasileñas e hispa- noamericanas de los años veinte son una prueba contundente de estas relaciones promoviendo nombres y textos de jóvenes ignorados aun en su propia casa pero que, en pocos años, podrán llegar al circuito editorial más poderoso. Así, en La Cruz del Sur puede encontrarse a fines de los años veinte algún poema de Bandeara y de Gilka Machado, en La Pluma alguna crónica de Peregrino Junior, en Verde de la pequeña ciudad mineira de Cataguazes, textos de Pereda Valdés y Nicolás Fusco Sansone. Por ahí empezaron.
Gustavo Sorá en Traducir el Brasil (Buenos Aires: Libro del Zorzal, 2003) repasa el razonable número de traslaciones de libros brasileños al castellano publicados en Argentina, que sobre todo desde la década del cuarenta empezaron a desparramarse por los países vecinos. Argentina abasteció a todos los mercados de lengua española hasta principios de los años setenta con sellos de la potencia de Losada, Emecé y Sudamericana. Antes de esa divulgación de proporciones mayores a la que podía afrontar cualquier otro mercado nacional hispanoamericano, se manifestó una cadena más o menos ostensible de entrelazamientos que luego sirvió para aportar títulos y autores a lo que Sorá llama la “etapa mercantil” (1945-1985) del negocio del libro, en la que textos de Jorge Amado o José Mauro de Vasconcelos empezaron a hacerse frecuentes en los sellos argentinos, además de otros tantos escritores de ficción o no, sin tanta capacidad de penetración entre los públicos masivos.
2. Viajes y retornos
Durante casi todo el siglo diecinueve, la opción nacionalista privó en Brasil, que apenas se abrió hacia algunos problemas hispanoamericanos como consecuencia de la terrible guerra del Paraguay (1865-1870) en la que se alió con Argentina y Uruguay en la pelea que devastó a la nación guaraní conducida por la férrea y suicida mano de Francisco Solano López. Algo semejante puede decirse de todos y cada uno de los estados-nación hispanoamericanos. Cuando se acerca el siglo veinte, cuando ya en Brasil se ha instalado la República, hay síntomas claros de un cambio que se procesa de diversos modos.
Rubén Darío bien puede ser un ejemplo notable de esa aproximación cultural y de la intersección entre el viajero, el diplomático y el escritor. En dos ocasiones, 1906 y 1912, anduvo por el “Brasil de fuego”, como lo llamó en el poema que dedicó a Machado de Assis, y ese paso dejó su marca en varios poemas y obtuvo sus ecos en numerosos intelectuales vernáculos que lo rodearon alborozados, sobre todo entre los cariocas. Tal deslumbramiento se aunó a la general buena acogida, ya que en el segundo viaje el poeta nicaragüense pasó por Río y luego por San Pablo –y después siguió hacia Buenos Aires y Montevideo–, en plan de divulgación de la revista Mundial, que dirigía por encomienda de sus propietarios, los hermanos uruguayos Armando y Alfredo Guido. En ese nuevo viaje capitalizó los vínculos de su anterior estadía y recibió un homenaje en la Academia Brasileira de Letras, donde José Veríssimo le oferta un discurso de bienvenida. Veríssimo, el principal crítico literario de la época, conocía la obra de Darío desde antaño, aunque no la tenía en una estima superlativa ya que en un artículo que recogió en Homens e coisas extrangeiras (1910) anotó que Darío “de hispano-americano apenas terá o sangue, o nome, o nascimento”, porque en su opinión es “um francês, um espanhol, se não de Paris, dos cenáculos do Quartier Latin, discípulo imediato e imitador complacente dos poetas que escandalizaram o burguês por pouco tempo e logo desapareceram”. En sustancia algo no muy diferente a lo que opinó Rodó del poeta anterior a Cantos de vida y esperanza.
Si por esos años el foco se acerca a la relación de la América luso-brasileña con el Río de la Plata, resalta el libro de Martín García Merou, El Brasil intelectual: impresiones y notas literarias (1900). En su atento estudio de la cultura, la literatura y la crítica brasileña (en especial de Sílvio Romero y de José Veríssimo), Merou muestra que más allá de las numerosas rivalidades y hasta de las mutuas demonizaciones, el ejemplo de Brasil puede servir “como una opción para resolver la dicotomía parasitismo cultural metropolitano vs. autonomía sin un modelo digno”, como observó Álvaro Fernández-Bravo. Desde su perspectiva oligárquica, García-Merou analiza con interés, casi con envidia, la estabilidad política y la solidez de las instituciones culturales brasileñas frente a los habituales desequilibrios de las repúblicas hispanoamericanas que –en su opinión– pugnan por consolidarse con más trabajos que éxitos. Esa lectura de García Merou, aparte de su adscripción ideológica conservadora, venía a provocar el acercamiento y el desmontaje de la estigmatización de Brasil como tierra bárbara.
Pero en otra dirección, el modelo García-Merou se sumerge en la interpretación favorable hacia las instituciones de Brasil defendida por Sarmiento en el ensayo Política exterior de Rosas, publicado en Santiago de Chile en 1844, dos años antes de su paso por Río de Janeiro, en el que “por primera vez, Sarmiento esboza el dilema civilización y barbarie, a partir del caso brasileño”, como lo notó Raúl Antelo. (Algaravia. Discursos de nação, 1998).
Tendrán que pasar algunos años para que estas opiniones más bien aisladas se vuelvan comunidad asociativa. En otras palabras, para que un grupo relevante de hispanoamericanos reaviven la defensa de una cultura propiamente americana admitiendo la presencia de Brasil, se necesitó el concurso de París. Centro de la modernidad, capital de la cultura letrada, en la capital francesa se publicó la Revista de América, entre 1912 y 1914, bajo la dirección de Ventura García Calderón y en cuya secretaría de redacción se encontraban Francisco García Calderón y el uruguayo Hugo D. Barbagelata. La revista gozó de una distribución considerable entre los sectores letrados americanos y se constituyó en la primera en su especie armada exclusivamente por hispanoamericanos atentos a la admisión de textos escritos en portugués, aunque sin una relación equitativa con los escritos en español.
Este ejemplo relativiza la afirmación tajante de Antonio Candido acerca de que “o bloco luso, isto é, o Brasil, se preocupa mais do bloco hispânico que à inversa”. En primer lugar, porque a pesar de su inmensidad, Brasil es un Estado al que las elites supieron encuadrar, homogeneizar, por lo menos en cuanto proyecto intelectual. Además, no parece del todo seguro pensar un bloque hispanoamericano en cuanto tal, y no sólo porque éste se componga por una cantidad significativa de estados, sino porque las divergencias y distancias internas (políticas y culturales) podrían devolver el mismo argumento de la incomunicación hacia los dominios de lengua española. Es cierto que, como lo ha mostrado el propio Candido, si sólo pensamos en la reducida tarea de las elites, el bilingüismo partió antes desde la homóloga Revista Americana (Río de Janeiro, 1909-1919), inspirada en la tarea de acercamiento a Hispanoamérica que llevó adelante el Barão de Rio Branco, con la que se vino a quebrar, de manera programática, la firme estela del antihispanoamericanismo defendido en algunos escritos políticos de Euclides da Cunha o por Elísio de Carvalho en Bastiões de nacionalidade (1902) y retomado, años después, por Gustavo Barroso en O Brasil en face do Prata (1930). Con todo, la difusión de la literatura hispanoamericana en la Revista Americana se alió al interés por la cultura europea antes que a otra cosa (Candido, ‘Os brasileiros e a Nossa América’, en Recortes, Ouro sobre Azul, 2004).
3. Cruces y Aduanas
Si, por un lado, las minorías letradas de los diversos estados- naciones siguieron en parte ensimismadas en la construcción de una cultura nacional, un sector de los mismos se preocuparon por tramar una suerte de planes de alternancia y de alianza a escala americana luego de la experiencia no baldía –pero sí de poco impacto– que se desarrolló durante el novecientos. Otros, en cambio, como en el inquietante ejemplo de Roberto Arlt, hacia el final de esa etapa no podrían pensar lo simultáneo sino a través de la diferencia o, mejor, desde el énfasis en lo diferente. En las crónicas que escribió sobre su pasaje por algunos puntos de Brasil, a principios de 1930, redactadas para el diario El Mundo de Buenos Aires, los brasileños son definidos por Arlt como naturaleza en bruto, y los rioplatenses, como avanzada de la civilización en América: ‘‘Busco infatigablemente con los ojos, academias de corte y confección. No hay. Y vean que hablo del centro, donde se desenvuelve la actividad de la población. ¿Librerías? Media docena de librerías importantes. Ese proyecto altamente controvertido ¿Centros socialistas? No existen. Comunistas, menos. ¿Bibliotecas de barrio? Ni soñarlas. ¿Teatros? No funciona sino uno de variedades y un casino. Para conseguir que la Junta de Censura Cinematográfica permitiera dar la cinta Tempestad sobre Asia, hubo reuniones y líos. ¿Periodistas? Aquí un buen periodista gana doscientos pesos mensuales para trabajar brutalmente diez o doce horas. ¿Sábado inglés? Casi desconocido. ¿Reuniones en los cafés, de vagos? No se conocen. […]
Vean: en la Asociación Cristiana, de Montevideo, todas las noches se armaban unas tremendas discusiones sobre comunismo, materialismo histórico, etc. No hay casi estudiante uruguayo que no tenga preocupaciones de índole social. Aquí eso no se conoce. El obrero, albañil, carpintero, mecánico, vive aislado de la burguesía; el empleado forma una casta, el capitalista otra. […]
‘Se travalla’ (sic). Ésa es la frase. Se trabaja brutalmente, desde las ocho de la mañana a las siete de la tarde. Se trabaja. No se lee. Se escribe poco. Los periodistas tienen empleos aparte para poder vivir. […] ‘Se travalla’. Se trabaja. Y después se duerme’’.
Con este esquema, según comenta oportunamente Raúl Antelo, para Arlt “Brasil es un espejo de lo que la Argentina puede perder”. Bajo estos prepotentes supuestos narcisísticos, consciente o inconscientemente atravesados por las poderosas categorías dicotómicas elaboradas por Sarmiento y, para la fecha, muy propios de las clases medias en ascenso, Arlt parece decir que hacia 1930 un argentino no tiene nada para ganar en la literatura de Brasil.
A fines de 1941, Gilberto Freyre hizo un viaje por el sur de América. El ya prestigioso antropólogo, que había publicado dos libros que cambiaron la interpretación del Brasil (Casa-Grande & Senzala, 1933, y Sobrados e Mocambos, 1936) prolongó su estadía rioplatense durante un trimestre, algo indispensable para conocer una realidad entre europea y semicolonial que lo ayudará a expandir sus reflexiones sobre la situación de Brasil. Gilberto Freyre se había formado en Estados Unidos, pero no conocía, hasta entonces, América Latina. Montevideo, como lo será para Antonio Candido en 1960, fue la puerta de entrada a los territorios vecinos. Freyre visitó la capital uruguaya, anduvo por las cercanas playas del Este; luego pasó a Buenos Aires y, de ahí, se dirigió a Asunción del Paraguay. Dictó algunas conferencias sobre problemas generales y teóricos de la “latinoamericanidad”, hizo amistad con algunos notables, como el arquitecto Mauricio Cravotto, el abogado Eduardo J. Couture y el intelectual paraguayo Juan Natalicio González. La experiencia estimuló la escritura de un puñado de notas que difundió en diarios brasileños –y hasta alguno que otro en La Nación de Buenos Aires– que se mueven entre la crónica de costumbres, la impresión subjetiva, el ensayo sociopolítico y la gozosa observación científico- cultural. En estos artículos, que sólo fueron recopilados en 2003, se ensaya una forma vecina al aguafuerte de Arlt, como el hiperbólico retrato de los exiliados españoles en Buenos Aires. De pronto cambia de frente y, por ejemplo, Gilberto Freyre es capaz de comparar los hoteles rioplatenses y brasileños para hacer un ejercicio de síntesis de la cultura y la mentalidad americanas. En los tiempos en que un hotel brasileño, salvo alguna rara excepción en Río, estaba en desventaja total con cualesquiera de los hoteles de los balnearios de Canelones, hoy transformados en edificios de apartamentos o en sede de entidades dizque espirituales.
Aunque el viaje del renovador antropólogo brasileño por el Sur no le hizo tambalear el concepto de estado-nación, sí le permitió ver otras zonas de América en las que lo europeo le forzaba la mano a lo autóctono. Aun así no creyó que ese difícil encuentro violentara las raíces indoamericanas, porque lejos de formar una unidad racial, biológica o geográfica, América Latina se le aparecía como un “arquipélago sociológico de proporções continentais”:
Nem as ilhas devem ser neste caso esquecidas pelo critério de massa da continentalidade, nem o continente –a esplendida condição de continente que existe na América e precisa ser utilizada para o bem-estar geral– deve ser olvidado sob um critério estreito de insularidade dos povos ou nações das Américas (Freyre, ‘Interamericanismo’, en Americanidade e Latinidade da América Latina e outros textos afins. San Pablo, Impresora Oficial del Estado/ Universidad de Brasilia, 2003).
Esa cadena de islas se transforma en sistema al articularse a través de conectivos internos, propiciados por factores económicos (el monocultivo, la ganadería), los cuales vienen a fecundar “semelhanças de ordem intelectual e moral” entre los pueblos americanos, sin excluir a Estados Unidos. A esa convicción que, en 1942, antes que “panamericana” prefiere llamar “interamericana”, en buena medida llega por la lectura de un libro del uruguayo Agustín Ruano Fournier, Estudio económico de la producción de las carnes del Río de la Plata (Montevideo, 1936), en el que elogia las comparaciones sobre los procesos industriales de ciertas zonas pecuarias uruguayas con el problema del monocultivo en Brasil, Cuba y el sur de Estados Unidos: “Semejanza de paisaje económico y social al que se juntan semejanzas de orden intelectual y moral”.
A un paso de estas reflexiones, en 1943, el intelectual gaúcho Viana Moog –con amplias conexiones uruguayas– se levanta contra el dibujo compacto del Estado brasileño. Renuncia a la noción de “literatura brasileña” y propone la imagen múltiple en la metáfora de la arquipelaguidade: “apesar da continuidade do território, não constituímos um continente; somos antes um arquipélago cultural. Com muitas ilhas de cultura mais ou menos autônomas e diferenciadas” (Uma introdução à literatura brasileira, 1943). Se trata de una idea positivista taineana, de fuerte cuño determinista, que si bien niega la historia lineal y el concluso concepto de nación se somete a la alternancia de los factores del medio, la raza y el momento, de los que se sirve para entender “nosso destino”. Moog divide Brasil en siete regiones, y afirma que Rio Grande do Sul es una “ilha cultural” por causa de la fuerza del regionalismo, que ha logrado una literatura con personalidad diferenciada de ella. Esa literatura sería la expresión de lo regional-universal contra lo nacional central. Sin embargo, en su planteo audaz hay un núcleo reprimido: el Río de la Plata. Silenciándolo en la relación con Rio Grande do Sul, aun a su pesar Viana Moog retorna a la homogeneización estatal.
En rigor, factores culturales que pudieron galvanizar una región con características sociales y geográficas comunes, fueron resignificados a un lado de la frontera como fetiche nacional-regional contra lo “castelhano” o, del otro lado, contra la penetración luso-brasileña, contra lo “bayano”. En ese marco de coincidencias, constituye un interesante desafío observar cómo fracasó el paradigma único de la representación de lo rural asociada con el gaucho en Uruguay y Rio Grande do Sul. Javier de Viana fue uno de los pocos escritores del novecientos rioplatense que mantuvo fluidos contactos con Brasil, pero no con la frontera gaúcha sino con el Brasil meridional: su cuento ‘Hay que ser justo’ (Leña seca, 1911) está dedicado a su notorio interlocutor Coelho Netto; en 1910 se convirtió en el primer escritor uruguayo –y el segundo rioplatense, ya que el primero fue el argentino Rafael Obligado– distinguido como miembro correspondiente de la Academia Brasileira de Letras; abundan las fuentes literarias brasileñas citadas al interior de sus ficciones, como en ‘La tapera del cuervo’, en el que resalta un personaje brasileño con amplio y emocionado cono- cimiento de los versos de Gonçalves Dias y de las novelas de José de Alencar. En sus cuentos de casi todas las épocas, al menos en media docena, circulan personajes originarios de Brasil o aun de Portugal que, sin excepciones, habitan en la frontera con Uruguay. Pero la mayoría de los brasileños de Viana son hombres y estancieros con características bastante estables: más o menos ricos y siempre tacaños, haraganes hasta el paroxismo y siempre poco confiables. Todos son superados intelectualmente por los rurales uruguayos. Como se ve, es una imagen antiheroica y hasta degradada moralmente, funcional a los propósitos de un intelectual naturalista y nacionalista.
El inabarcable Brasil desde las orillas del Plata fue identificado con el Brasil meridional y esa interpretación se tramó en un intercambio entre minorías letradas de las grandes expresiones de la “ciudad letrada”, como muchos años después la llamará Ángel Rama, y no por cuenta de las minorías cultas de la provincia (La ciudad letrada, 1984). Las visitas de Cecília Meireles, por ejemplo, recibida con dedicación por una larga lista de poetas uruguayos, algo dicen sobre estos encuentros directos, sin la mediación de Rio Grande do Sul, entre Montevideo y Río de Janeiro. Los años noventa fortalecerán los vínculos con la frontera, aunque ésta y toda frontera en sí, siempre y aun hoy, es otro problema a indagar.