Tóxico
Por Bernardo Borkenztain
Algunas veces, mejor no preguntar,
por una vez que algo sale bien,
todo empieza y todo tiene un final,
hay que pensar que la tristeza también.
Jorge Drexler
Mario Ferreira trae en esta ocasión una puesta en escena sobre un trabajo de una dramaturga muy poco conocida en Uruguay, la holandesa Lot Vekemans, que ganó múltiples premios con esta obra, llamada originalmente Gif (veneno), que fuera estrenada en 2009.
El dispositivo escénico es minimalista: un banco de tres lugares de frente al público, uno de dos, de espaldas, una máquina de café y un dispensador de agua. Y poca cosa más. Un diseño a barras, similar a un código de identificación numérica, atraviesa suelo y pared, con una línea roja central que divide el banco mayor en dos, y que oficia de frontera en diferentes momentos.
La icónica de barras presenta la posibilidad de varias interpretaciones. La primera, y más directa, es la de una información oculta, codificada, que se lee con un dispositivo óptico, en este caso la mirada del espectador. Esto es importante, porque en una obra corta, de una hora, prácticamente nada se entrega de manera directa, digerida. Quiénes son esos dos personajes, por qué se encuentran justamente en ese lugar y ese día, cuál es su historia en común y cuál la individual; todo eso deberá ser desentrañado por el público, a medida que los datos fluyan.
Otra posible interpretación es ver, en la secuencia de barras, una visualización del efecto Doppler, causante del cambio de tono en el sonido de un móvil (auto, tren o avión) a medida que se acerca y luego se aleja del observador. En este caso, el efecto quedaría bloqueado por la línea roja, que visualmente disrumpe el ritmo entre las franjas. En ese sentido, el canto, o su imposibilidad, en el caso de ella (un detalle casi humorístico: una actriz tremendamente dotada como cantante, Alicia Alfonso, interpreta a un personaje incapaz de cantar).
Como sea, se presenta a un hombre y una mujer: no tienen nombres pero se conocen. Se nos informa que fueron pareja, que hace diez años que no se ven, que coinciden en ese lugar por una carta que han recibido, y que una desgracia marcó el pasado de ambos: una que tiene que ver con que el lugar de encuentro sea un cementerio.
Un dato más que debe ser manejado es el del principal paratexto que tiene una obra: su título. Aunque las diferentes puestas, incluso una película basada en ella, lo han cambiado, Ferreira se mantiene fiel al original y se impone reflexionar qué es lo tóxico a lo que refiere.
Por un lado, está el texto mismo, que alude a derrames y un escape de gas, pero lo que realmente envenena a estos personajes es el residuo dejado por la desgracia compartida, el dolor.
Cuando la tragedia nos golpea, el duelo implica pasar por cierta secuencia de etapas que son conocidas: negación, ira, negociación, depresión y, finalmente, aceptación. Si uno fracasa en pasar por ellas, se produce un bloqueo en una, ocurre algo análogo a lo que pasaría con el móvil del que hablábamos; en lugar de desvanecerse su ruido, a medida que se aleja, el sonido quedará atrapado en nuestra mente, repitiéndose una y otra vez. De hecho, es el canto el que tiene una función instrumental en la superación del dolor de uno de los personajes, y del movimiento entre ellos depende la superación de la situación en la que quedaron congelados diez años antes.
Sin embargo, es importante en la vida que el sonido, como los autos que pasan, siga la secuencia de acercamiento, presencia y alejamiento: no existe canción tan linda como para que no se convierta en una tortura si es eterna y no tiene botón de apagado, y en eso es una muy válida analogía del dolor cuando se enquista.
En los diez años que llevan separados, ambos personajes han procesado de manera muy diferente ese duelo. Y la música ha tenido algo que ver en esa diferencia, pero al momento del reencuentro ya son personas diferentes: una canción que ella cantaba solamente la recuerda él, la melodía también se ha roto por la línea roja.
Sin embargo, han coincidido hoy, en el espacio y el tiempo. El programa de mano muestra una imagen casi arquetípica de los encuentros casuales: dos autos que se cruzan en un camino. Si el encuentro llegara a servir para destrabar el pasado y dejar ir el dolor, cuando los autos se alejen por sus caminos se llevarán de seguro ese ruido molesto con ellos, y luego, bueno… eso sería materia para otra historia.
Las actuaciones son sólidas, y todo el peso de la obra está cargado en ellas. Los aspectos técnicos como las luces de Blanchet y la música de Pérez sirven para realzar y delinear momentos, pero de manera sutil, sin interferir ni robar la atención.
Resulta especialmente destacable la forma sutil en que Alfonso marca la evolución sentimental de su personaje, y la contención de Tenuta, un actor con una gran vis cómica, pero que se abstiene de utilizarla en una puesta en la que no sería afortunado desplegarla. Sin embargo, en la función a la que asistimos, el público tenía una tendencia a reírse en momentos de dramatismo. Posiblemente en estas épocas de Ritalina, Risperidona y Diazepam, enfrentarnos al dolor sea algo para lo que no estamos preparados, ni siquiera como catarsis.
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