Por Ana Tipa Lizarraga.
Ruptura y reconciliación
Joan Miró fue, a pesar de su gran proyección internacional, un artista autóctono. Su entorno influyó profundamente en su enfoque vital y su obra, y su relación con Barcelona, su ciudad natal, nunca se resquebrajó completamente, aunque el temprano rechazo a sus creaciones y su posterior marginación establecieron las bases de un conflicto que necesitaría del paso del tiempo para resolverse. No obstante esas dificultades, Miró permaneció estrechamente vinculado a los elementos y las circunstancias que dieron forma a su arte en sus primeros años, y su relación con Barcelona culminó en un vínculo de armoniosa reconciliación, del que dan fe la Fundación Miró y la presencia de sus obras monumentales integradas en sitios claves de la ciudad.
Puede afirmarse que el origen del artista es la obra, pues sin ella no habría artista; sin embargo, aquel artista sin el cual a su vez no habría obra es, en primera instancia, un ser humano, fruto de una genética, de un ámbito, de circunstancias, imposiciones e influencias y –quizá más que nada– de un momento histórico que, según cada caso, subyuga o, por el contrario, incita a la rebelión. Miró nació en un momento de grandes tensiones en Cataluña, España y toda Europa; su juventud transcurrió en los albores del siglo veinte, época en que las vanguardias europeas comenzaban a manifestar, vertiginosamente, su impronta provocadora frente a todo lo establecido. En particular a través del modernismo en la arquitectura, y, algunos años más adelante, en tendencias como el surrealismo, el futurismo o dadaísmo en las artes plásticas. Este cambio de actitud se hizo sentir en todo el país y en especial en la ciudad de Barcelona, que ofreció al joven Miró el contexto intelectual y artístico de la época.
Los orígenes del mundo de Miró se ocultan en las sombrías calles del barrio gótico barcelonés. En el casco antiguo medieval de la ciudad, amurallado hasta 1854 –hoy atiborrado de turistas, tiendas de souvenirs, hoteles y restaurantes–, es posible reconstruir el primer recorrido vital del pintor, ceramista, escultor y grabador catalán que sólo hacia el final de sus 90 años de vida logró ser profeta en su tierra.
El 20 de abril de 1893, a las nueve de la noche, Joan Miró nació en No. 4 del Pasaje del Crédito. Era el segundo hijo de una próspera familia de tradición artesana: Dolors, la madre, de Palma de Mallorca, hija de un ebanista; Miquel, hijo de un herrero, era orfebre y relojero. El Passatge del Crèdit, así es su nombre en catalán, se construyó entre 1875 y 1879, en un predio en el que antiguamente había habido un convento. Las vigas de hierro integradas en la arquitectura eran entonces un novedoso acento en el urbanismo; los techos que se aprecian a la entrada y a la salida del pasaje, de madera labrada, conservan su gran belleza, a pesar de estar ahora algo deteriorados. Hace 120 años, aquel rincón hoy silencioso, al que incluso pocos turistas llegan, fue un lugar de gran actividad, con talleres de artesanos, tiendas y locales. En la planta baja del edificio se encuentra, consecuentemente, una galería de arte; junto a su entrada, una placa recuerda el nacimiento del pintor.
Miró creció en una época de fuertes cambios. Durante el siglo diecinueve, Cataluña fue la primera región de España a la que, junto con el País Vasco, llegó la industrialización. Barcelona tuvo la primera línea de ferrocarril del Estado, creada para mejorar las comunicaciones en el marco del auge de la industria. El florecimiento económico tuvo gran influencia en la sociedad catalana: de él surgió la llamada Renaixença (Renacimiento), un movimiento que buscaba que Cataluña recuperara su pasado de gloria medieval. Las clases poderosas que surgieron gracias a la industria, sobre todo textil, fueron, a su vez, artífices del crecimiento urbano de la ciudad, y quienes encargaron a arquitectos como Antoni Gaudí –entre otros modernistas como Enric Sagnier, Lluis Domènech i Montaner y Josep Puig i Cadalfach– las reformas de sus casas y nuevas obras.
Joan Miró admiró profundamente la arquitectura del consagradísimo Gaudí, cuyas obras son hoy sinónimo del carácter de Barcelona y una de sus principales atracciones. En ellas reconoció aquella “tensión del espíritu” que consideraba fuente de la creación y de la que surgiría el balance entre ingenuidad y sofisticación, arte y naturaleza, característico de su obra.
En 1907, por deseo de su padre, Miró comenzó a asistir a la Escuela de Comercio. Aunque Miquel Miró conocía la vocación artística de su hijo –la Fundación Miró conserva el primer dibujo que el artista realizó cuando tenía ocho años– tenía la esperanza de que el joven adquiriera herramientas para desempeñarse en el ámbito comercial. Pero, al mismo tiempo, Miró se apuntó en la Escuela Superior de Artes Industriales y Bellas Artes de La Lonja, como se llamaba entonces, antes de recuperar su nombre catalán, la Llotja. Durante algunos años, combinó los estudios para contable con sus clases de pintura en esta escuela, que se hallaba también en el corazón de Barcelona, en la Plaza de la Verónica. De uno de sus profesores de entonces, Modest Urgell, se dice que Miró heredó su amor por el espacio vacío, el horizonte infinito, y por elementos como las estrellas y la luna –que luego serían tan recurrentes en sus cuadros– además del trazo tranquilo. En esta academia, Miró participó por primera vez en una exposición, la colectiva VI Exposición de Arte Internacional, en 1911.
Aquella primera década del siglo veinte fue uno de los períodos más convulsos de la historia catalana. Las abismales diferencias de clase que existían entre la alta burguesía y la clase obrera que había surgido con la industrialización –casi la mitad de la población de entonces, que vivía en pésimas condiciones– desembocaron en 1909 en el estallido que se conoció como “Semana trágica”. En esta revuelta armada se manifestó también con violencia el creciente anticlericalismo, nacido del rechazo a los privilegios que tenían las órdenes religiosas que entonces proliferaban. Decenas de edificios religiosos resultaron destruidos, y un centenar de personas murieron en los enfrentamientos de aquella semana.
Hasta 1910, Miró asistió a la escuela de La Llotja. Ese mismo año, su padre le consiguió un puesto de contable en la droguería Dalmau i Oliveres, un comercio especializado en productos de limpieza, pinturas y productos coloniales. Se dice que Miró detestó tanto esta actividad que no sólo contrajo tifus, sino que también cayó en una profunda depresión. Al parecer pudo reponerse pasando una temporada en la localidad de Montroig, en Tarragona: allí sus padres acababan de adquirir una masía, una casa de campo catalana.
La droguería Dalmau i Oliveres, pesadilla de la juventud del pintor, estaba algo alejada del barrio gótico, ubicada en el número 14 del que es hoy el espléndido Paseo Picasso. En aquel entonces, esta calle que separa el barrio del Borne del Parque de la Ciudadela se llamaba Paseo de la Industria, y su aspecto era muy diferente al de ahora. Los característicos pórticos habían comenzado a construirse en 1871, y durante largo tiempo quedaron inconclusos, pues muchos terrenos adyacentes estaban ocupados por depósitos de verduras y viejas naves industriales. Detrás del complejo de los pórticos se encontraba –hoy está en intensos trabajos de renovación– el Mercado Central de Frutas y Verduras del Borne.
La traumática experiencia de tener que trabajar en algo que no le interesaba (se cuenta que Miró, más que registrar números, llenaba las hojas de contabilidad de garabatos) tuvo un efecto secundario positivo: al año siguiente, el artista decidió dedicarse totalmente a la pintura.
A la academia de Galí también concurrían Josep Francesc Ràfols, futuro arquitecto y pintor, primer biógrafo de Gaudí; Enric Cristòfol Ricart, con quien poco después Miró compartiría taller, y Josep Llorens Artigas, junto al que Miró trabajaría intensamente en sus proyectos de cerámica, particularmente a partir de 1954, cuando realizó más de 200 piezas. En 1970, Miró y Llorens Artigas realizaron el monumental mural que caracteriza la hoy Terminal 2 del aeropuerto de Barcelona, terminal que, en el momento de la creación del mural, era la única existente.
La familia Miró vivía muy cerca de las principales galerías de Barcelona. La galería modernista Parés estaba en la calle Petritxol; y la Faianç Català, en la Gran Vía. Pero fue la galería de Josep Dalmau, situada en la calle Portaferrissa 18, la que dio verdadero impulso a las vanguardias: en 1912 inauguró la primera muestra de arte cubista, que Miró visitó, y cuatro años después, en 1918, la primera exposición individual de Joan Miró.
Para el programa de la exposición de 64 obras del artista, Josep Maria Junoy, un periodista y poeta amigo, escribió un acróstico con las letras de su apellido, que se imprimió en el programa. Algún visitante decepcionado lo alteró con su lapicera, transformando MIRÓ en MERDA: la muestra fue un fracaso tal, y recibió críticas tan negativas, que Miró no volvería a exponer en Barcelona hasta cincuenta años después.
En 1942, Miró se instaló nuevamente en la casa paterna, en el Pasaje del Crédito. Dos años más tarde, la imprenta barcelonesa Miralles imprimió las cincuenta litografías de su serie Barcelona, expresión de un estado de ánimo acorde a los tiempos. Pero, en 1956, Miró vendió el departamento y se trasladó definitivamente a Palma de Mallorca, a una casa con taller diseñada por Josep Lluis Sert, el arquitecto que luego crearía el edificio de la Fundación Miró.
El gran reconocimiento de su ciudad llegó entre 1968 y 1969. Primero, con una exposición organizada por el régimen franquista, en el Hospital de la Santa Cruz de Barcelona; al año siguiente, con una retrospectiva cuya intención era oponerse a la anterior, en el Colegio Oficial de Arquitectos de Cataluña (COAC), bajo el título Miró otro. Para la inauguración de esta muestra, se realizó una intervención en los vidrios de la planta baja del edificio. A cada uno de cuatro colaboradores se les asignó uno de los colores primarios con los que Miró trabajaba, y el propio Miró se encargó del negro, que aplicó con una escoba para crear un mural efímero que, al finalizar la exposición, destruyó a fuerza de cepillo y disolvente con ayuda de las limpiadoras.
En la escarpada ladera del Montjuïc, el peculiar monte que se levanta a orillas del Mediterráneo, frente al puerto de Barcelona, se eleva con reminiscencias góticas el panteón de la familia Miró. En este lugar silencioso, lejos de las convulsiones de la ciudad y del desasosiego interior del creador, descansa, ya universal, el artista barcelonés.