28° Festival Internacional de Jazz de Punta del Este.
Por Eduardo Roland.
“Viendo desde Europa que hay un festival de jazz (pero de jazz puro, sin concesiones) en un país tan lejano como Uruguay, ¡parece algo imposible! Es que, en realidad, comparando con el Festival Internacional de Jazz de Punta del Este, no existe hoy en día un festival en el Viejo Mundo que se le iguale en calidad y gusto, ni siquiera entre las ofertas históricas. Un festival que nos da lecciones de lo que es un festival de jazz, es decir que no se deja llevar por las facilidades del éxito comercial, incorporando música que no es jazz”. Estas palabras escritas por Jacques Muyal hace unos pocos años resultan más que elocuentes, porque se trata de un referente en el universo del jazz: productor, divulgador, documentalista vinculado desde su fundación al famoso Festival de Montreux, Suiza.
El hecho casi milagroso, que Muyal valora desde una perspectiva europea, vale también para la tierra en que se originó este género musical afroamericano que hace décadas se ha consolidado como un idioma universal. Porque también en Estados Unidos es poco frecuente que un festival de jazz tenga una grilla que no incorpore expresiones musicales que poco tienen de jazz en busca de atraer a un público más amplio. Para que se entienda mejor este punto de importancia central en el mundo del jazz, citaremos al enorme trompetista y compositor Wynton Marsalis: “El jazz es un lenguaje musical muy difícil de interpretar, no por la música sino porque su integridad siempre está siendo desafiada y es difícil permanecer en ese género musical como debe ser, hay una insistencia en corromper su esencia”.
Aunque resulte redundante, no está de más resaltar que Francisco Yobino (creador y director general del Festival de Punta del Este) se encuentra entre los cruzados que luchan por mantener viva la llama del “jazz puro, sin concesiones” (como dice Muyal), abogando para que su esencia no se corrompa, retomando la expresión de Marsalis. Y lo hace desde que organizó el primer festival, en enero de 1996, cuando era propietario de Lapataia. Siempre con la misma visión y entusiasmo. En estas casi tres décadas, la peripecia del festival pasó por diversas etapas, que la mayor parte de las veces fueron el correlato de la situación económica de la región, muy propensa a los cambios bruscos. De esta manera, en medio de todos estos años, mantener el festival contra viento y marea se convirtió en la bandera de este em- presario que no dudó en resignar su economía personal por aferrarse a un ideal que –he aquí lo fundamental– alimenta espiritualmente tanto al público ocasional como a quienes asistimos cada enero en actitud de feligreses.
El festival llegó a convocar a unos cuaren- ta músicos de primerísimo nivel, casi todos provenientes de la escena neoyorquina, donde se concentra la elite del jazz mundial. Uno recuerda, por ejemplo, que una figura como Joe Lovano (maestro del saxo tenor) viajó doce mil kilómetros para tocar sólo como invitado en unos pocos temas de otros grupos, cuando sus tríos eran de lo más valorado en el ámbito mundial del jazz. Lujos de los cuales Yobino no se arrepiente. En la actualidad, y desde hace dos o tres festivales, la estrategia en pos de adaptarse a un presupuesto bastante más menguado ha sido reducir considerablemente el número de músicos y repetir las agrupaciones a través de los cinco días que dura el Festival, que como es tradición ofrece tres conciertos de una hora cada jornada, entre la puesta de sol y la medianoche.
Pero la gran virtud del Festival de Jazz de Punta del Este reside en que mantiene tanto su nivel de infraestructura como su excelente nivel artístico, porque los músicos siguen proviniendo de la escena neoyorquina, y cada festival nos llevamos la sorpresa de ver por primera vez a músicos –algunos muy jóvenes– que atraviesan momentos rutilantes de sus carreras. En este punto hay que reconocer tanto el ojo (bueno, más bien el oído) de Yobino, como el scouting de Paquito D’Rivera en la Gran Manzana. Vale recordar que Paqui- to (celebridad internacional del jazz latino) es el director musical del festival uruguayo, y su presencia emblemática año tras año es parte constitutiva de este extraordinario evento, del cual además oficia como presentador…
Este año, en su vigesimoctava edición, el festival se desarrolló entre el sábado 6 y el miércoles 10 de enero, siendo abierto –como cada año– por el quinteto Amigos del Sosiego, una selección de músicos oriundos del Mercosur entre los que se cuentan dos uruguayos: Popo Romano y Nicolás Mora. De manera igualmente ritual, cerró el festival, como siempre, la banda de Paquito D’Rivera, esta vez con un homenaje a George Gershwin por el centenario de ese hito que es Rapshody in Blue. Paquito trajo entre sus músicos una grata sorpresa: la notable pianista cubana Camila Cortina, desconocida por estas latitudes. Y hablando de pianistas, otras dos figuras que nunca habían pisado un escenario rioplatense deleitaron al público, ambos latinos: el venezolano Benito González y el cubano Elio Villafranca. Sus performances fueron brillantes.
Como casi todos saben, los dos instrumentos icónicos del jazz son el saxo y la trompeta, es por eso por lo que no ha habido una sola edición de este festival en que no tocaran destacadísimos saxofonistas y trompetistas. Al saxo alto de Paquito D’Rivera y a la trompeta de Diego Urcola, que son parte constitutiva del sonido que por las noches inunda el campo que rodea el escenario de la finca El Sosiego, se sumaron esta vez la trompeta de Freddie Hendrix (su sonido cristalino y calidad interpretativa deleitaron a un público que supo retribuir con fuer tes aplausos sus estupendos solos), y dos saxos tenores cuyo nivel está a la altura de los más grandes del género: Vincent Herring y Mark Gross.
La sensación con que uno sale cada vez que el festival llega a su fin es de inmensa gratitud, porque realmente resulta milagroso que Uruguay tenga un evento de esta trascendencia artística. Y más en estos tiempos en que el nivel general ha bajado más de lo que uno podía imaginar hace dos o tres décadas.