De la cerámica preincaica en Perú a París y al mundo.
Por Inés Olmedo.
Un hilo de alpaca une esta historia que vincula las cerámicas preincaicas con las hermanas Izcue, y al rosa de Schiaparelli con Simone de Beauvoir y Lady Di.
En 1923, una joven maestra y artista llamada Elena Izcue asistió a las excavaciones arqueológicas que descubrieron piezas preincaicas hasta entonces no conocidas ni estudiadas. Son vestigios de varias culturas antiguas, algunas contemporáneas entre sí, que se desarrollaron en lo que hoy es Perú, entre los siglos V antes de Cristo al siglo IX de nuestra era. En especial, a Elena le impactaron los diseños de las culturas que se desarrollaron en Paracas, Nazca y Moche. Anterior al imperio inca, se trata de un arte que tiene la fuerza de ser el primero, el que no tuvo maestros ni pudo copiar a ninguno; como pasó en México, con el arte Olmeca, con el arte mesopotámico, con el arte antiguo de Egipto.
Esas piezas no solo dan la primera forma a los cuencos o botellas, capaces de contener y guardar alimentos y bebidas, sino que además son vehículos de conocimiento de cómo funciona el mundo real y el mundo de los dioses, y están diseñadas para que ese conocimiento nos mantenga vinculados al mundo natural y al espiritual durante nuestra vida y más allá. Han sido encontradas en enterramientos, pero también en entornos domésticos, con señales de uso continuado y también sin uso. Como estas culturas no dejaron testimonios escritos y sus tradiciones orales, como su arte, se integraron y mezclaron con el arte incaico, desapareció el sentido original con el que sus obras fueron creadas.
Elena nació melliza de Victoria, en 1889, cuando el impresionismo francés estaba en su apogeo. Estudió y trabajó como maestra mientras el cubismo y el interés por el arte africano e incaico inauguraban una nueva era del arte en París, abriendo paso a la abstracción. Se formó como artista en un Perú que, como Chile o México, comenzaba una lenta tarea de integración cultural entre indígenas y criollos, como programa político de pacificación y progreso. La identidad artística originaria ya no era negada, sino emblema de un país orgulloso de su rico legado. Elena dibujó y registró, incansablemente, en cientos y cientos de hojas estos motivos decorativos, sus patrones, sus colores. Además de participar en excavaciones, investigó en las colecciones que se iban formando. No obstante, Elena Izcue, por más que hubiera recibido una educación artística de claro sesgo indigenista, solo podía acceder a la fascinación de las formas. Hay un misterio bajo esa bella estilización de pájaros, rostros humanos, ratones y juegos de simetría que se resiste a ser descubierto. Pero para Elena, como antes para Gauguin o Picasso, las formas hablan un lenguaje propio que es de una belleza nueva y pura. Es el arte en estado primevo, capaz de estilizar formas naturales y crear ritmos aparentemente simples, pero que se espejan y se enfrentan usando varios ejes de simetría en simultáneo.
En 1926, Elena Izcue recibió una beca del gobierno para viajar a París a expandir sus conocimientos en el epicentro del arte. Elena y su hermana Victoria aterrizaron en un Paris eufórico, el de los años locos, del surrealismo, de la extravagancia y el interés por lo exótico. De alguna manera, eran embajadoras de un arte que podía medirse de igual a igual con el africano, que pasó de inspirar a las vanguardias artísticas de principios del siglo XX a los diseñadores de entreguerras. Las Izcue viajaron muy modestamente, de acuerdo con sus pocos recursos, pero dentro de sus valijas Elena llevaba un libro publicado en 1924, que recogía sus investigaciones sobre el arte Nazca, de Paracas y Moche, convirtiendo esos motivos visuales en formas que los niños pudieran copiar y usar en composiciones propias. En 1926, traducido al francés, el libro llevó de la mano de las Izcue estos motivos a París, no ya para niños, sino como inspiración para artistas y diseñadores. En un esfuerzo de corte también modernista, ellas no pensaban en conquistar la industria, sino en establecer un taller que, con técnicas artesanales, pudiera recrear esos diseños de Elena y hacerlos parte de las colecciones de la moda francesa.
Elena diseñaba y Victoria manejaba el taller y la gestión comercial. Así comenzó el trabajo de las Izcue para la famosa firma Worth, para la que diseñó y produjo pañuelos hasta 1933. También se vincularon con una diseñadora vanguardista que mezclaba arte y moda de una manera absolutamente nueva: Elsa Schiaparelli. Dalí creó para ella el vestido de langosta que hizo famoso Wallis Simpson, Merte Oppenheim diseñó pulseras de metal y pieles, y Alexander Calder botones y joyas.
Y Elena Izcue llevó a las colecciones de Schiaparelli gorros y chullos al estilo peruano, pero también realizó botones con motivos inspirados en las cerámicas de Nazca. Schiaparelli tenía una idea amplia de lo peruano, así que en sus diseños tomó inspiración tanto del arte y los motivos decorativos preincaicos como los poscoloniales. Fascinada por el rosa combinado con rojo de los tejidos que usaban cotidianamente las mujeres quechuas, incorporó un color nuevo al pantone de los treinta: el “rosa shoking” o “ hot rose”, que se convertiría en marca y seña de identidad de sus creaciones. Como ella decía, esta combinación remitía a Perú, pero también a China y, sobre todo: era definitivamente no europea.
El rosa shocking fue lanzado en prendas, pero también en la gráfica de su perfume, cuyo frasco también había sido diseñado por una artista surrealista, Leonor Fini, inspirada en las generosas medidas de Mae West, la actriz estadounidense que sexualizó el cine de Hollywood.
No es raro, entonces, que en los años cincuenta se vistieran con este color Zsa Zsa Gabor para encarnar a Jane Avril y Marilyn Monroe en Los caballeros las prefieren rubias. Realmente no sabemos de qué color era el elegante cárdigan con llamitas que luce Simone de Beauvoir en varias fotografías de 1947, pero es indudable que el diseño remite a los motivos peruanos.
En esos años, las Izcue ya no estaban en París. Después de que su estadía de dos años se alargara a once, ellas representaron a Perú en varias ferias internacionales en Europa y Estados Unidos, intentaron mantener a flote su estudio de estampado, pero en 1939, con la guerra en el horizonte, París ofrecía un panorama desolador para ellas. La Casa Worth había cerrado y Elsa Schiaparelli se fue a Nueva York, el nuevo epicentro de la vanguardia artística. Las Izcue volvieron a Perú, donde fundaron y proyectaron varias escuelas de artes y oficios, con éxito condicionado siempre por los vaivenes políticos.
El auge de lo decorativo peruano se extinguió durante los años de la posguerra y ninguna de las dos participó de su resurgimiento a finales de los años setenta, al calor de las corrientes contraculturales y el renovado entusiasmo por lo étnico. Tampoco vivieron lo suficiente como para ver las fotografías en Balmoral de una sonrojada y jovencísima Lady Di.
La princesa posó junto a su prometido con fondo de paisaje escocés… y un buzo de llamitas, con el famoso rosa shoking de las mujeres quechuas. La prenda la había comprado en el londinense The Peruvian Shop, que había merecido una nota de doble página de Vogue en 1976. Gracias a esa fotografía de Lady Di, se vendieron más de quinientos buzos iguales.
El mismo diseño al que la serie The Crown homenajeó en 2020 y volvió a ponerse tan de moda que la web pandémica está llena de recetas para tejerlo y fotos de señoras mostrando su propia versión casera. Mientras, el Museo de Arte de Lima tiene una sala dedicada a Elena Izcue y en su boutique se venden pañuelos estampados con sus diseños, que no incluyen en su gama el famoso rosa, sino los cálidos colores de las piezas de engobe que los inspiraron.
El arte peruano contemporáneo no ha olvidado este diálogo abierto por el arte moderno hace casi un siglo, y las instalaciones de Susana Torres (Lima, 1969) Fragmentos de huacos autorretratos, realizadas entre 2004 y 2014, actualizan y remiten a la cerámica preincaica. Resulta sugerente ver esas figuras hiperrealistas fragmentadas, con rostros y zapatos contemporáneos, convertidas en huacos, con los mismos colores y técnicas de hace dos mil años. Pero el significado original para el que fueron modeladas en Paracas, Nazca, Moche o aun antes en la cultura Chavín, otra vez queda inaccesible y misterioso: se perdió junto con los antiguos relatos. Es lo que tiene el arte. A veces una imagen no logra lo que mil palabras.