Por Alejandro Michelena.
Uno de los paseos más interesantes y sugerentes para los montevideanos sigue siendo el Prado, a pesar de haber tenido una larga etapa de lenta decadencia entre los años sesenta y ochenta del siglo pasado. En este barrio se conjunta la considerable amplitud del parque con el atractivo de las casas quintas cargadas de historias y evocaciones del pasado.
En la actualidad se lo percibe vibrante y atractivo, a pesar de privatizaciones que le arrancaron partes considerables y del desinterés por su cuidado de sucesivas administraciones del pasado. Y sobre todo: a contrapelo del arroyo Miguelete, que lo cruza de un extremo al otro, que desde los años sesenta y hasta mitad de los noventa se caracterizó por despedir un fuerte olor fétido debido a la extrema contaminación de sus aguas; gracias a serios trabajos de limpieza y depuración de sus aguas, volvió a tener una rica flora costera y una fauna variada de aves (entre ellos patos y garzas).
Antes del parque y del barrio
En su etapa primigenia, a comienzos del siglo XIX, toda el área que conocemos hoy como Prado era una zona fértil cercana a la ciudad amurallada, donde, como en otras franjas rurales del entorno urbano, se habían fraccionado quintas de producción para los primeros pobladores de San Felipe y Santiago. Las quintas de las márgenes del arroyo Miguelete producían las mejores verduras para la creciente población de la ciudad fortificada, que estaba encontrando su destino de puerto estratégico.
Una de ellas, que todavía existe en su núcleo central, perteneció al presbítero Dámaso Antonio Larrañaga, quien residió allí, donde hizo muchas observaciones botánicas sobre la entonces proliferante flora del paraje. Después el predio pasó por varias manos, hasta llegar a la opulenta familia Jackson-Heber, que hacia los años ochenta del siglo XIX construyó una casa quinta solariega rodeada de jardines, como ya lo habían hecho muchas familias patricias. Este es el predio que hoy pertenece a Cambadu, gremio que nuclea a propietarios de almacenes minoristas, cafés y bares.
Pasada la mitad del siglo XIX, comenzó la transformación de las quintas originales en zona de caserones enjardinados. Ya durante la Guerra Grande el Prado fue lugar de residencia para familias del bando sitiador. Después de la paz de 1851, se transformó en sitio de veraneo de las clases más prósperas y se levantaron las primeras casas quintas, austeras en comparación con las que se construyeron avanzado el fin de siglo.
Durante la epidemia de fiebre amarilla, los privi- legiados propietarios pasaron a vivir en forma permanente en sus mansiones –por entonces muy lejos del núcleo urbano– para preservarse del hacinamiento que propiciaba el contagio.
Pero fue durante la década de los noventa y los años siguientes que el área llegó a su mayor esplendor, cuando surgieron grandes palacetes de estilos y formas muy diversas –en los que convivían la villa italiana y el cottage inglés, el hotel particulier a la francesa y la casona españolizante, sin faltar el caserón de talante germánico o nórdico–, que competían en esplendor y despliegue, rodeadas todas de magníficos parques. En ese tiempo, las familias pasaban el verano en las quintas del Miguelete, antes de la moda de las playas que se llevó la ciudad hacia el este.
El origen del Prado Oriental
El famoso parque que tuvo su etapa de mayor auge en el novecientos y que es la base del Prado que hoy conocemos surgió a partir de la gran quinta de José de Buschental. Este financista y hombre de empresa nació en Estrasburgo, vivió en Brasil –donde, además de hacer negocios en las altas esferas, se casó y obtuvo próspera dote– y en España, de donde debió alejarse acosado por la quiebra. Finalmente, se radicó en Uruguay durante la Guerra Grande. Ya instalado y con éxito en variados negocios, compró un amplio terreno junto al Miguelete, donde construyó lo que llamó La Quinta del Buen Retiro: un gran caserón principal, una casa más pequeña y caballerizas junto al arroyo. Su mayor mérito fue hacer en su predio un parque como no había otro en la región, con esculturas, fuentes y equipamiento traído del viejo continente.
Pocos años después, volvió a Europa y murió en Londres; su viuda vendió las propiedades, que cayeron en un largo abandono hasta que la municipalidad de Montevideo se hizo cargo del predio y creó allí un parque público, el Prado Oriental.
El parque se extiende
Para conformar el parque actual se agregaron quintas vecinas –de las muchas que bordeaban el arroyo–, con lo que se amplió considerablemente la extensión original. Por ejemplo, se incorporaron el Jardín Botánico y la casa de Juan Manuel Blanes, en los que aún se aprecian las casonas e incluso parte de sus rejas y muros. También se adosó la que fuera casa quinta del doctor De Castro, sector conocido como Prado Chico.
Por eso el Prado parece muy extenso y de límites imprecisos, como si el parque se internara en las manzanas urbanizadas. Por otra parte, son varias las añejas quintas que siguen en pie, algunas totalmente abandonadas, otras camufladas bajo el ropaje de una industria o un colegio, muy pocas milagrosamente resistiendo la ordalía del tiempo, destilando humedad y misterio con sus árboles añosos.
En la avenida Joaquín Suárez casi Millán se alza el imponente castillo Soneira, con su gran jardín, ejemplo magnífico de aquellos palacetes de fines del siglo XIX. En manos de una entidad educativa, está en etapa de restauración y puesta en valor patrimonial. Por la avenida Agraciada se mantiene la inmensa casa quinta con aires góticos de Aurelio Berro, con su inmenso parque, que muchos años atrás fue sede de la embajada argentina. Dos ejemplos destacados de las grandes residencias que rodeaban al Prado.
En los atardeceres de verano el parque se poblaba de carruajes de todo tipo y los paseantes recorrían los puentes y caminos, tal como ha quedado documentado en rico y variado material fotográfico.
La inauguración del tranvía eléctrico, en la primera década del siglo XX, permitió –entre otras cosas– la democratización del paseo del Prado. La pujante clase media e incluso sectores populares se acercaron a disfrutar del antes coto exclusivo de las clases altas. Estas, poco a poco, se desplazaron hacia el todavía exclusivo Colón, mientras que los más visionarios lo hicieron hacia el germinal balneario de Carrasco. Los tranvías entraban al Prado, bordeaban el Rosedal y culminaban su recorrido junto al Miguelete.
Rincones y monumentos significativos
Un espacio del Prado que atrae es el pequeño lago, con la estatua de Neptuno y su tridente en el medio, su lancha colectiva para la corta vuelta, la añeja calesita al compás de viejos tangos de Donato Raciatti y la gruta del amor calcada en pequeña escala de la existente en el Bois de Boulogne parisino, en el que se inspiró Charles Racine –el paisajista francés afincado en Uruguay– para realizar su diseño.
Pero tal vez lo que más se destaca sea la Rosaleda, a la que Racine llamó Rosarium, que sigue maravillando con sus rosas de diversas especies que cambian según las estaciones, su fuente central y sus misteriosos senderos. Aún mantiene el aura romántica que tuvo el parque en sus mejores épocas.
El puente de las esfinges cruza el Miguelete y desde él se puede ver, entre la arboleda, el Hotel del Prado, que nunca fue hotel en cuanto lugar de hospedaje, aunque sí en el sentido francés de petit hôtel, que refiere a una construcción de cierto porte y significación.
El monumento escultórico más destacado del parque es, muy cerca del Hotel del Prado, la fuente Cordier, obra del escultor francés Louis Cordier. Fue inaugurada el 25 de agosto de 1916 en la plaza Independencia, de donde fue retirada para instalar allí el monumento a José Artigas. En 1922 se ubicó en el sitio actual. Las tres presencias femeninas de su parte central representan los tres grandes ríos de esta parte de América: el Plata, el Paraná y el Uruguay; las figuras están rodeadas de animales de la fauna autóctona y de vegetación regional.
Hacia un costado del Hotel del Prado, en dirección a la zona del lago, medio escondido, hay un busto de Beethoven, obra del escultor francés Antoine Bourdelle, instalado allí en 1927. Detrás de la Rosaleda, en dirección a Lucas Obes, se encuentra una interesante composición escultórica: dos voluptuosas ninfas desnudas en actitud de abrazarse, una elevándose con la melena al viento; es destacable el ritmo y la armonía del conjunto, lo mismo que la intensa sensualidad que emana de esas figuras. No hay datos sobre la autoría, pero algunos entendidos estiman posible que sea creación de la gran escultora argentina Lola Mora, autora de la notable Fuente de las Nereidas de la Costanera Sur, en Buenos Aires; la afirmación se basa en el dibujo, el trabajo de los cuerpos, el ritmo, el erotismo perfecto de la composición.
Sobre camino Castro se aprecia un interesante monolito con un bajorrelieve del gran escultor Bernabé Michelena, dedicado a recordar a Julio Raúl Mendilaharsu, poeta considerado menor por los estudiosos, quien habitó con su familia hasta su muerte precoz en la casa quinta que hoy alberga al Museo Nacional de Antropología.
Alrededores del Prado
Hacia el lado de Millán y la vieja avenida Larrañaga (hoy Luis Alberto de Herrera) está la apacible zona del barrio Atahualpa. Por la calle Cubo del Norte está su clásica placita, que hace un siglo atravesaba el tranvía (como consta en fotos). También está la quinta de Carlos Vaz Ferreira, donde el filósofo vivió con su familia y organizaba las legendarias veladas musicales que han evocado y recreado tantas crónicas, y donde languideció –refugiada en la soledad– su hermana, la poeta María Eugenia.
Por el lado de Luis Alberto de Herrera se alza la capilla de estilo gótico que hizo construir –en un extremo de la vieja quinta del presbítero Larrañaga– la familia Heber- Jackson; la iniciativa fue de la matrona del clan: Clara Jackson de Heber.
A un costado está Manresa, la Casa de Ejercicios Espirituales de los Jesuitas, llamada así en alusión al histórico retiro del fundador de la orden, San Ignacio de Loyola. Generaciones de piadosos jóvenes, y adultos en busca de expiación, peregrinaron a ese lugar en procura de inspiración mística; todavía deben de resonar en esas viejas y altas habitaciones las inquietantes referencias del severo padre Montes –guía por décadas de los ejercicios– al concepto de ‘‘eternidad’’, colmando de números y números un extenso pizarrón, para luego exclamar, con tono altisonante: ‘‘Esta cantidad de millones de años no es ni siquiera un segundo de la eternidad que nos espera en el infierno, si morimos en pecado mortal’’.
Hay calles aledañas del Prado, como 19 de Abril, que son únicas en Montevideo por el tipo de árboles, los faroles y los jardines que las bordean. En ciertos momentos del otoño o de la primavera, caminar morosamente por allí es, sin duda, un paseo sedante y atractivo.
En su costado sur, el Prado linda con el antiguo barrio de Paso del Molino, tradicional corazón comercial de la zona norte de Montevideo, otrora lugar de confluencia y hospedaje de los troperos que traían, pastoreándolas a caballo, las tropas de ganado para los saladeros primero y después para los frigoríficos. Allí proliferaban los bares de copas y los burdeles. Jorge Luis Borges, que de niño y adolescente visitaba la quinta de su tío Luis Melián Lafinur, muy cerca, ha recordado en varios escritos notables los compadritos que llegó a ver –incluyendo algún duelo a facón limpio– en aquellos boliches de Paso del Molino.
Genuina iglesia gótica
Sobre la calle Irigoitía, entre Buschental y 19 de Abril, muy cerca del Prado, se alza una iglesia gótica, la de los Carmelitas. No es un pálido remedo de las viejas catedrales medievales, sino una réplica fiel –en escala, naturalmente– de la catedral de Burgos, que a su vez es un buen ejemplo del gótico hispánico. Basta otearla desde la lejanía para captar su elevación, más rotunda todavía en esa zona sin mucha construcción en altura. Es emocionante acercarse a su portal, con la proliferación inabarcable de bajorrelieves. Dentro del templo se siente realmente la sutil invitación a reflexionar y meditar (hasta se imitó, en sus muros, el dibujo de los grandes bloques de piedra catedralicios).
El enigmático Fulcanelli –considerado el último gran alquimista de la vieja escuela, en pleno siglo XX– delineó con rara y profunda elocuencia los secretos del gótico en su libro El misterio de las catedrales. Esa magia se encuentra latente en esta iglesia montevideana, y se puede vislumbrar en las patéticas gárgolas que se asoman desde lo alto, como buscando precipitarse a un abismo que sólo ellas parecen entrever. Y también en la variedad de símbolos que encierran las figuras piadosas del pórtico.
Semejante réplica del gótico permite un acercamiento más cabal al espíritu que armonizaba religión, arte, vida cotidiana y pensamiento, lo sagrado y lo profano. Porque el Gótico fue una manera de vivir, más que un estilo estético. Hoy todos podemos disfrutar de esos arcos de medio punto y columnas sutiles y elevadas, de esos vitrales, de esos rostros de piedra hierática y serena, y valorar el conjunto nada más (y nada menos) que por la sabiduría que encierra. Por todo ello, peregrinan hasta ese templo muchos miembros de grupos ocultistas y esotéricos, en busca de indicios y pistas alquímicas.
Pero el templo de la calle Irigoitía tiene desde su construcción un uso menos espiritual y más profano: a comienzos del siglo pasado y por décadas, fue el escenario de las ceremonias de casamiento más rumbosas de la alta sociedad montevideana. Y todavía hoy es lugar de peregrinación de casamenteros y sus familias con afán de roce y prestigio.